Una de las
primeras sorpresas de vivir en Montevideo fue el hecho de caminar muy
tranquilamente en cualquier momento y descubrir a Galeano y Benedetti meta
charla y café en el Bacacay. O en el
Brasilero, lugar donde uno podía encontrarlo los lunes. Es que acá todo está cerca. Lo más grande, al alcance de la mano. Por eso a veces es difícil distinguirlo, como es difícil verse uno mismo la punta de la nariz.
Tuve la
suerte de conocerlo personalmente gracias al agua. En 2004 le pedimos permiso
para cambiar las venas por canillas abiertas para el título del
libro, y cuando lo convocamos a presentarlo e ir a Brasil, Galeano nos ofreció su
apoyo generoso e inmediato a la campaña por el derecho público
al agua: “lo que quieran, yo voy adonde digan”.
Un día de
esos posteriores al festejo del plebiscito que ganaron los uruguayos, armamos
una cena porque estaba el Oscar Olivera de Cochabamba, y con Galeano se querían
conocer. Vino acompañado de esa extraordinaria tucumana a la que él le dedicó
la mayoría de sus libros y que le regaló su vigilia y sus sueños. Estaba Hillary también.
Hablamos del fervor por Bolivia. Descubrimos que coincidomos ambos en el salar de Uyuni, durante el eclipse total de sol del ´94, en medio de esa nada blanca de horizonte cóncavo, sin planta ni pájaro. Le recordé el centenar de sikuris durante el oscurecimiento total por la mañana, treinta segundos de noche cerrada de repente, pasar del infierno del sol vertical al frío helado y negro en un paréntesis inverosímil, en ese campamento de artistas y locos donde el viento, que no chocaba con nada, no sonaba. Hasta la Nasa estaba, a lo lejos. Le dije que no lo había visto, qué raro. Entonces contó, como confesando, que la noche anterior, había pasado -como yo, como todos- bebiendo y cantando en los fuegos del desierto de sal fosforescente, pero que se había quedado charlando tanto tanto de la vida con Rigoberta Menchú, porque hacía una vida que no se veían, que siguieron de largo la la mona, cada uno en su carpa, y nunca vieron el eclipse.
Hablamos del fervor por Bolivia. Descubrimos que coincidomos ambos en el salar de Uyuni, durante el eclipse total de sol del ´94, en medio de esa nada blanca de horizonte cóncavo, sin planta ni pájaro. Le recordé el centenar de sikuris durante el oscurecimiento total por la mañana, treinta segundos de noche cerrada de repente, pasar del infierno del sol vertical al frío helado y negro en un paréntesis inverosímil, en ese campamento de artistas y locos donde el viento, que no chocaba con nada, no sonaba. Hasta la Nasa estaba, a lo lejos. Le dije que no lo había visto, qué raro. Entonces contó, como confesando, que la noche anterior, había pasado -como yo, como todos- bebiendo y cantando en los fuegos del desierto de sal fosforescente, pero que se había quedado charlando tanto tanto de la vida con Rigoberta Menchú, porque hacía una vida que no se veían, que siguieron de largo la la mona, cada uno en su carpa, y nunca vieron el eclipse.
Tino tenía
tres meses y algo; lo tuvo a upa un rato y se enredaron en una charla de balbuceos: “habla
igual que un diputado chino”. Le
conté que unos meses atrás, cuando me tocó preparar el bolso de nacer, arriba
de las batitas, de la toalla, el corpiño de lactancia, la vaselina y los pañales
XS, puse un libro suyo.
En el
silencio hospitalario, testigo de la primera noche milagrosa junto a mi hijo dormido
en su cunita transparente y el sueño exhausto del padre, abrí el libro y leí un
buen rato. Era el mismo libro que Eduardo había traído de regalo esa noche y
que gentilmente dedicó con chanchito y palabras que hoy volví a buscar.
Esa noche,
no sin bastante vergüenza, le conté que escribo y que hacía largo tiempo garabateaba
una especie de mamotreto acerca de la historia de cómo mi abuela había cruzado
el océano desde los Balcanes tras su esposo, siguiendo la pista de una carta equivocada.
Ahí el tipo
se interesó y sacó una libretita: “Ah, no, pará, ni pienses que te voy a contar
la historia para que transformes en un relato perfecto
de quince líneas lo que a mí me lleva media vida escribir de manera
regular”. Me dijo Helena que Galeano era un cazacuentos y que hacía bien.
No le dije
esa vez que empecé a leer Memoria del Fuego boca arriba en el campo de alfalfa
de Agronomía, con Almendra ladrando alrededor y que pasé toda esa noche sin
dormir, hundida en las geografías, las ilustraciones asombrosas y las historias
de esa América que empezaba a existir para mí. No le dije que al día siguiente yo
no era la misma. Después, vinieron otros, pero Galeano fue el primer cronista
que le contó a mi generación, la perdida, que hace rato que somos un nosotros, que hay un lugar propio desde el cual partir y
al cual volver, hecho de palabras, de historias, de ignominia, de muerte y de dignidad.
Galeano lo decía, Mercedes lo cantaba, dijo Gieco hoy.
No le dije
que un sábado en Buenos Aires, podía distinguirse de cualquier otro día por el
ritual de calentar el agua y cargar el mate y buscar el rincón soleado para
leer la contratapa del Página, sabiendo que ahí estaba, desafiando a los infames
con su palabra clara como el agua. Cuando
me vine, al principio, en Punta Carretas, si en una de esas extrañaba, mi
compañero me sorprendía más de un domingo de mañana con el Página del sábado, que se conseguía en el kiosko de tarde.
De tiempo
somos, empieza diciendo Bocas del Tiempo. Volví a buscar el libro en el estante,
casi diez años después del día que en que di a luz, de esa noche insomne de cambio
de generación, y volví a leer ese primer relato. Tenía entonces un misterioso sentido
que hoy se completa. Gracias Galeano por todo, buen viaje.
El viaje
Orioll Vall, que se
ocupa de los recién nacidos en un hospital de Barcelona, dice que el primer
gesto humano es el abrazo. Después de salir al mundo, al principio de sus días,
los bebés manotean, como buscando a alguien.
Otros médicos, que se ocupan de los ya vividos, dicen que los viejos, al
fin de sus días, mueren queriendo alzar los brazos.
Y así es la cosa, por muchas vueltas que le demos al asunto, y por
muchas palabras que le pongamos. A eso, así de simple, se reduce todo: entre
dos aleteos, sin más explicación, transcurre el viaje.
Bocas del tiempo,
Eduardo Galeano, 2004
Eduardo Galeano, 2004