26.10.09
No te salves
5.10.09
Duerme Negrita
15.9.09
Al borde de la primavera
11.8.09
Ausencia
7.8.09
Cinco años
4.6.09
Digresiones al mamotreto
3.6.09
Gato encerrado
2.6.09
Camino al andar
30.1.09
Relatillos (f)estivales
Tres lagartos overos recorren la siesta de tarde. Uno grande, uno mediano y el más chico, de más o menos el doble de largo que una lagartija. Al principio los alimentábamos con huevos. Era una diversión para todos. Aparecía un lagarto y alguien corría enseguida a buscar un huevo a la cocina. Es así: el huevo se hace rodar sobre el pasto suavemente y el lagarto, que suele arrastrarse lento como si tuviera un sueño tremendo, se abalanza sobre el bocado con insólita velocidad y lo atrapa delicadamente ladeando apenas la cabeza. Luego eleva las patas del suelo y camina ya no reptando sino trotando en sus cuatro patas, tal como un potro o un perro hacia un lugar en el que pueda comerse el huevo con más privacidad, detrás del cerco o bajo las matas de los helechos. He ahí el show del verano. Lo de darles la carne del asado vino después. Lo hacíamos todos y aplaudíamos la gracia del correteo final que se iba volviendo mucho más ansioso y agresivo como si la carne los exitara especialmente. Los restos: un pedacito de chorizo, la morcilla dulce, que siempre queda porque a nadie le gusta; la orilla fría y quemada de la carne. Los lagartos empezaron a venir todos los mediodías, sin falta. Y como no siempre había carne, se quedaban merodeando la casa desde cierta distancia, midiendo nuestros movimientos con sus ojos helados. De a poco -pero no sé por qué me parece que fue de un día para otro- empezaron a familiarizarse más. Y como pasa siempre con las personas que tenemos muy cerca, no nos damos cuenta cuando cambian. Nosotros no registramos lo mucho que estaban empezando a crecer. Aceptaban de todo, fiambre, manzana, duraznos enteros; el melón nunca les gustó. A veces entraban en la casa, de incógnito, a comerse la ración de la gata. Hasta que un día la gata desapareció. Tan fiel que era, y se fue por ahí, pensamos. Nadie se dió cuenta del aumento de tamaño. Alguien decía, mirá esa sombra en el frente, y era un lagarto que venía, tapando el sol con la cola. Uno estaba jugando un solitario o haciendo un crucigrama a mediamañana y sentía una presencia fría y muda en la espalda: un lagarto. Ya no les alcanzaba con un huevo. Les dábamos, sí, pero ni siquiera se los llevaban como antes; lo comían en el lugar, sin pudor, como un aperitivo, una aceituna, y te observaban después con esa mirada soberana que tienen los seres prehistóricos. Se fue poniendo bravo. Pensamos en huir pero nos dió no sé qué abandonar la búsqueda de la Nona tan rápido. Ella solía quedar solita a mediatarde, dormitando en la reposera bajo los eucaliptos. La revista doblada en la falda, los pies colgando, chuequitos; es que de vieja se fue achicando y cualquier asiento le quedaba holgado. Una tarde nos despertamos y no estaba más. La buscamos por todo el balneario y nada. La Nona, con esa piel finita y transparente y los huesitos delgados casi sin carne. Nadie la vió salir ni llegar a ninguna parte. Se había vuelto diminuta y vulnerable. “Para el lagarto grande la Nona debe tener el tamaño de un canapé”, dijo papá a los dos días de búsqueda y poniendo volumen al pensamiento de todos. El día en que nos fuimos, el bicho nos observaba inmóvil desde el límite del terreno. Los ojos entreabiertos; la panza asomando gorda, blanda y blanca sobre el pasto. Así lo vimos por última vez ya sentados en el auto encendido, los cuatro en silencio con la mirada colgada como en un velorio. No nos animamos a acercarnos. Le echamos candado a la casa y volvimos a la ciudad. … Era como un animal grande y viejo que intentaba salir de su letargo. Sus dedos crepitaron al moverse pegajosos de esa sustancia gomosa y volátil que él antes sabía sacarse tan fácil como un guante de plástico. Había pensado que la lluvia sería propicia. Pero no había caso, ya no podía escribir. No le salían las palabras o lo que era más triste, morían antes de llegar a la punta de sus dedos. El viento en los eucaliptos dejaba entrever el final de la tormenta. Los grillos regresaban afónicos a su murga nocturna. Nuevos mosquitos nacían en los charcos. La casa en calma, que solía ser una incitación al murmullo de su imaginación era la sorda tumba de todas las palabras. Durante un largo rato, se obligó a volver sobre el teclado, una y otra vez. Avanzaba sobre una frase, cuesta arriba y la enganchaba a otra como esos forzudos que prueban unir dos vagones de tren. Un sudor frío recorrió las nervaduras de sus dedos; un calambre le recorrió el cuerpo desde el meñique al último cabello. Ni modo; no le dió más vueltas al asunto. Dejó el párrafo tal como estaba, con la página en blanco como una alfombra tendida bajo la última letra. La noche se ahogaba en el último trago de whisky. Y fue el sueño quién finalmente contó la historia.