Con los años, mi insomnio y yo cultivamos una relación de solidaria convivencia. No es una amistad elegida. Se parece, más bien, al apego que nace entre dos condenados a perpetua que viven en la misma celda. La prisión de la noche de encorvados fierros de Borges, que odiaba tener que dormir porque, aunque apretara fuerte los párpados, el único color que seguía viendo era el amarillo.
A veces, el insomnio se toma semanas y hasta meses de libertad condicional. El ángel negro me deja en paz. Y duermo como una persona normal; envuelta, no obstante, por las manías del té de pasionaria double black, uno o dos libros y una estampita de Santa Melatonina.
Otras veces vuelve, como ahora, con toda la fiereza de un adolescente inoportuno a rociar su adrenalina sobre mis noches. No es algo risueño, ni romántico, ni valioso para un escritor, como muchos suponen o me han dicho y me dicen. Claro, muchas veces lo que se hace es escribir. Pero si me dan a elegir, como en la canción, prefiero los relatos oníricos que engordan los cuadernos de la mesa de luz.
Con el tiempo de trasnochada, y por pereza, he llegado a ejercitar, incluso, una escritura interior que sucede solo para mí. Relatos enteros que olvidaré, crónicas fugaces escritas en los renglones del cuaderno en blanco de las horas. Juro que he querido ser –pero no lo intenté lo suficiente, se ve- de esas personas que se levantan bien temprano y con la mente fresca, que hacen abdominales y salen a caminar, que toman café, comen cereal y luego encaran con disciplina y entusiasmo ocho horas de caracteres con espacios a tempo prestissimo. Pero no. Lo mío es más bien la marcha camión de la vigilia. Me tocó ser un animal nocturno, una fiera desaforada y vagabunda, hay veces, o un obeso búho blanco parado en un poste como el que primero escuché y después vi -no me creen- una noche en Solís.
Hubo una época en la que quise saber por qué. Como si un diagnóstico sirviera para algo. Le pregunté a mi vieja y a la amiga con quien compartí el primer apartamento: ¿Nací insomne o me fui volviendo? Simplemente no lo recordaba. Vagamente me veo a mí misma a los quince o dieciséis, soñando despierta y tomando nota, a oscuras, aterrada y febril. Historias con chimpancés colgados de la lámpara, la ventana abierta de la puerta de calle y siempre alguien a punto de entrar, la crónica de las visiones de aquel elfo que se paraba junto a mi cama, un hombre pequeñito y amable, probablemente, tan insomne como yo. Nos mirábamos a los ojos durante horas hasta que me quedaba dormida; nunca nos dijimos ni una palabra. (No lo volví a ver, pero tengo mis razones –que no voy a explicar ahora- para creer que se trata de un pequeño fauno, de un pariente de Puck, o del mismísimo Robin Goodfellow de Sueño de una Noche de Verano).
Cuando el sol está a punto de detonar, en la frontera de la noche de los insomnes urbanos, espera siempre el grito del zorzal o la calandria. Malditos emplumados. Una de las pocas ventajas de vivir en un piso nueve es que el precoz buen día de estos condenados no llega tan alto. Las gaviotas, en cambio, son gordas discretas. Y la cadencia del oleaje es un arrullo que me avisa que -algo es algo- tengo dos horas de sueño.
El insomnio que regresó en estas últimas semanas no me molesta. Al contrario, diría que es un buen punto de nuestra relación. Se ve que estamos grandes, que somos pocos y nos conocemos. Convivo con él por la noche, lo dejo hacer, y de día me entrego a esta especie de película que se te queda pegada sobre la piel, una resaca abstemia, un des-velo que me separa un poco de la cosas prácticas y la rutina.
Porque después de muchas noches de insomnio -el que lo vive lo sabe- aparecen los días clarividentes. Jornadas en las cuales lo que normalmente hay para ver, lo evidente, desaparece; y aquello que estaba oculto se ve con claridad.
No gozo de este insomnio pero no lo rechazo como no se reniega de un gran maestro. Sospecho que un día, pronto, volverá a dejarme en paz.
Mientras tanto, agradezco lo que me da: noches sin pensamiento, sin congoja, habitadas por fotos viejas, por imágenes pueriles proyectadas en Super 8 en la pantalla que tengo acá atrás de la frente. Horas que se proyectan con finales de películas que alguna vez amé y después de amar amé, remendadas con retazos de escritura valiente y sin estufa; con canciones que creía haber olvidado y han vuelto, no para decirme quien era sino para recordarme quien soy en realidad; buenas noches de insomnio pobladas de rostros que, como los de Eluard, responden a todos los nombres del mundo.