La soledad de Diana Prince (o Qué absurdo sería el mundo sin mi hermana)
La pedí. Insistí. Porfiada. Dicen que
hice todo lo que estaba a mi alcance. Mandé cartas a los Reyes y sus secuaces,
recé todas las noches, se lo pedí a Pipo Pescador por el micrófono, pregunté si
venían de semillas y se podían plantar; incluso cuentan que traté de sembrar
uno en el jardín de tres por tres que da a la calle:
-¿Qué hacés?
-Planto.
-¿Qué cosa?
-Un hermanito.
-Los hermanitos no se plantan.
-Ah, ¿no? Entonces ¿qué?
-Planto.
-¿Qué cosa?
-Un hermanito.
-Los hermanitos no se plantan.
-Ah, ¿no? Entonces ¿qué?
Pensé que me lo negaban por gusto.
Llegó cuando ya casi había perdido las esperanzas.
Como hasta los tres, mal que le pese,
era gorda. Una niñita fornida que mordía de lo lindo. Exclusivamente a mí.
Avanzaba como R2D2, un tanquecito imparable listo para atacar. A
veces también le hincaba el diente al gato, pero el Negro era peludo y tiraba
el tarascón; y ella prefería morderme la nariz mientras dormía (yo), o algún
miembro desnudo si escribía o dibujaba y no le prestaba atención.
El doctor Nieri dijo que la niña mordía
por cariño.
Una vez, en un saludable reflejo de
autodefensa, intenté inculparla mordiéndome con ferocidad a mí misma el brazo y
denunciando el hecho ante la autoridad materna con la evidencia de las marcas
de los dientes en mi piel amoratada.
Cinco veces mentí en mi infancia y
todas me atraparon: esa fue una. A causa de una pelea en la escuela me había
roto los incisivos, por eso las marcas de la mordida, en vez de dos rayitas
eran dos puntitos, morse delator que provocó el castigo de esa Hipólita, mi madre, y la burla
familiar durante años.
No solía jugar con muñecas. Lo mío eran
los cuadernos, cualquier porquería legible que llegara a mis manos, los bichos
bolita y las rodillas arañadas de trepar, sacar sapos de su agujero con
paciencia zen, las carreras de caracoles y autos con cucharita, mirar correr
los barquitos de papel en el caudal del desagüe en la vereda después de la
lluvia. Fuera de la escuela, andaba bastante sola,
o con compinches varones, la amazona de la cuadra.
La única muñeca que pedí, -una Lucy,
que traía un disquito y decía Hola Soy Tu Amiga en español y
en coreano al apretar un botón en la panza- llegó una Navidad
demasiado tardía. La quise un poco, igual, pero una tarde la puse en fila con
otros muñecos, les lavé el pelo con champú y los pelé a todos al ras en una
disciplinada peluquería penal.
Años antes que aquella absurda muñeca de
plástico, el último día de un febrero no bisiesto, llegó esa milagrosa muñeca
de carne y hueso que se dejaba convertir de manera aleatoria en paciente
operada de urgencia, niña perdida, princesa muda lista para ser rescatada,
perro, cowboy de once pasos, león de domadora, modelo vivo, muerta destripada, policía, clienta en
un almacén. (También pasó por mi peluquería, la pobre; y me sentí
culpable cada día hasta que más o menos le empezó a crecer el pelo).
Llegó para redimirme de la tiranía del número impar, del agobio tardío de las muñecas y de la soledad de la Mujer Maravilla.
Como tanto la pedí, la deseé tanto y hasta el nombre le puse, hasta hoy no abandono del todo la idea de
que yo inventé a mi hermana.
Me seguía a todas partes, me miraba
hacer, con esos ojazos de gato con botas, de un azul oceánico, y una carcajada
explosiva que todavía sigue inalterable. Era una niña bastante terca, hay
que decir, y tenía esa malevolencia de la cual carecemos los primogénitos.
Pero yo la adoraba, le justificaba todo y creía fervientemente que necesitaba
mi protección.
De pronto, a los cinco años, se estiró;
parecía más grande, y a la vez le empezó a dar miedo todo. Se puso como esos
personajes de Tim Burton, puro ojo y ojeras, brazo y piernas largas, con cara
de susto, como si cualquier viento fuerte se la pudiera llevar; ni hablar del
temor al mar abierto.
Ignoro si mi afición a contar historias
terroríficas a los pibes más chicos colaboró en algo con esa traumática etapa
de pánico de mi hermana. Es posible. Lo cierto es que su transitorio miedo a la
oscuridad combinado con las ganas de hacer pis de madrugada, me obligaban a
acompañarla de la mano los cinco metros de la cama al baño, caminando dormida,
pero aparentemente útil como ángel de la guarda.
Lejos de subestimarla, le tomé respeto.
Tenía un carácter irreductible; era cagona en la diaria, pero valiente en la
adversidad. Sus temores nocturnos no le impidieron oficiar de cómplice en un planeado
asalto a la farmacia de la esquina, con una secuaz tres años mayor. La
operación se realizó con todo éxito. Mientras una -5, femenino, alias Ojitos de Gato con
Botas- le pedía ayuda al gordo Geniol que, de rodillas y con ese culazo XXL en
alto buscaba el anillito supuestamente perdido de la niña, la otra -8, femenino, alias Speedy- se afanaba
los esmaltes, labiales y joyitas de fantasía de las canastas de ofertas del farmacéutico. Brillante. Lástima que las descubrieran días después por ostentar demasiado pronto su botín.
Ibamos a la Agronomía a andar en bici y
corretear por los campos de alfalfa con Almendra que ladraba como loca y corría
al trencito; yo me trepaba a colectar moras o subía al árbol, el de las vías
del lado de acá, que tiene un brazo extendido paralelo al suelo, a contar
vagones. Cuando tuve una especie de primer novio, me la endosaban en esas
salidas; supongo que para amortiguar el riesgo de algún beso dado con mayor
efusividad que la recomendable para la edad.
Cuando los viejos se fueron de viaje,
disfracé mi sentimiento de abandono detrás de una faceta de anarquía rebelde hacia mis
abuelos, un consumo compulsivo de TV hasta el cierre del Padre Lombardero y una
sobreprotección a mi hermanita. Pero cuando todo estaba en silencio y el terror
y el insomnio eran solamente míos, me gustaba escucharla respirar, ese mantra
redondo y protector que fabrican los niños pequeños cuando duermen me
tranquilizaba y tomarla de la mano me ayudaba a conciliar el sueño.
El año nuevo que pasamos solas hicimos
fiesta en la cocina: hamburguesas y coca cola, chatarra igualita a la del
Pumper Nic, pero hecha por mis propias manos. Miramos Rey de Reyes, oteando el reloj cada tanto, pero las doce tardaban
en llegar y nos moríamos de sueño. El viejo reloj de loza verde de la cocina
siempre tuvo el cristal roto y las manecillas giraban libres y juntaban polvo. Y
si adelantamos el tiempo, dijo mi hermana, se subió a un banquito, corrió
la manecilla y se hizo el año nuevo, chin chin, el más lindo que recuerdo y el
último antes de irme de casa.
Como regalo para sus 18 nos fuimos solas
a Mar del Plata, con el único objetivo de ir al Casino y la certeza de que nos
convertiríamos en multimillonarias. Por las dudas que fallara el plan,
descubrimos que mamá nos había puesto un pan y un salame en el fondo del bolso.
En esa edad, para seguirle el tren a una amiga,
quiso ser modelo por un tiempo. Atributos le sobraban. Por esas cosas de mi
trabajo ligado entonces a la publicidad, hicimos un book con
el mejor productor, el mejor fotógrafo y el maquillador de la más célebre
estrella de la tele. La intención de modelar le duró menos que lo que tardaron
las fotos en ser reveladas. Pero las imágenes siguen ahí, testimonio de la
belleza élfica de mi hermana.
Tiempo después, en medio de una carrera
y con dos empleos, dio a luz a un sujeto maravilloso. No paró de estudiar ni de
trabajar durante el embarazo. Llegué a contarle trece bondis en un mismo día.
Cuando la panza creció, la usaba, echada en el sofá, de atril para las
fotocopias.
El día anterior al parto, se habían probado unos disfraces de duende que yo tenía para la presentación a la prensa de un perfume
de Avon. Saltaron sobre el sofá, eufóricos, vestidos de dorado con sombreros de
punta y cascabeles.
De mañana muy temprano, la radio bajita
en el informativo, planchaba yo mi camisa para la cosa con la prensa, y ella
viene y me dice, doblada como un junco, me duele la espalda. Le doy
un mate sin levantar la vista y le pregunto dónde
te duele. Me duele y me para, me duele
y me para, es raro, dice.
Desenchufo la plancha y agarro el reloj:
regulares cada cuatro. Llamo a papá. Le digo hay que apurarse. El, por no correr riesgos no logra acelerar a
más de, yo qué sé, iba lentísimo. Mi hermana en el asiento de atrás, aferrada
con una mano a la mano del padre del sujeto maravilloso a punto de nacer, y la
otra, atajándose la entrepierna.
Una barrera de tren, dos, agitando un
pañuelo por la ventana veía pasar los restoranes cerrados de Corrientes,
practicando (yo) la respiración de parto, y exclamando (ella) le estoy tocando
la cabeza, y razonando (yo) que, si nos agarraba el tren y no llegábamos al
hospital, lo mejor sería parar en un restorán, que es un lugar en el que seguro
tienen a) manteles impecables de lavandería, b)agua muy caliente -aunque no
sepa bien para qué pero siempre hay en las películas- y, c)un adminículo
afilado para cortar un cordón umbilical, acto previo al feliz chillido natal.
No hizo falta. Llegamos a la emergencia
y se armó tremendo jaleo. A los pocos minutos de entrar, abrí la puerta vaivén
adonde la habían llevado en una camilla y ahí estaban: el joven padre, mi
hermana de espaldas, las rodillas flexionadas, alzando al bebé, un renacuajo
alargado color morado unido a ella por un grueso piolín como un barrilete.
Como en Hollywood, llegamos al borde
mismo del borde mismo de la llegada del sujeto maravilloso, que sigue siendo,
hasta hoy, un tipo apurado. Cualidad que lo ha convertido, entre otras cosas,
en un golero asombroso, pesadilla de cualquier delantero, que atrapa la pelota
con la destreza entrenada de esa prisa por llegar que trae desde nacido.
Esa mujer me enseñó todo sobre ser
madre; su hijo -que masticaba mi celular-ladrillo, rompía mis libros y hacía
de mí lo que quería- fue mi primer maestro Jedi, mi Qui-Gon Jinn. Por ese gurí aprendí todas las señas y muestras de los trucos que hay que saber y no
están en ningún libro. Por ella supe lo que hace falta para lograr mantener a
un ser humano con vida, contento y medianamente civilizado.
Mi hermanita cumple 39. La pequeña
caníbal que quería devorarme por amor. La que se hizo obrero de la constru
conmigo para limpiar, rasquetear y derrocar décadas de abandono en las paredes
y los pisos de mi primer apartamento. La que en cada uno de sus pacientes ve a
un ser humano irreemplazable. La primera heredera del elfo de oro del clan
ultra secreto. La persona adulta con quien más me río. La que me alcanza los
anteojos de ver lo mejor de mí. La que me acompaña cuando meto la pata y me
señala el agujero cuando estoy a punto de volver a meterla.
Lloró cada vez que me fui. Y aquí
estamos, rompiendo las reglas de la geografía para extender el barrio, esa
única patria sin vanagloria. Que dos barrios tengo, como dos besos, uno en cada
mejilla del Plata.
La llamo y le digo que prepare la pista
para el avión invisible y que tenga a mano el lazo de la verdad porque la
charla va para largo y viene de confesiones. Le pido que vaya aprontando el
mate, que llego en un rato. Mientras, le escribo estas líneas para recordarle
una vez más que yo la inventé, y darle las gracias por creer en mí, y hacerme
creer que puedo volver a inventarme todas las veces que quiera.
Montevideo
28.2.14
28.2.14