15.5.10
Procesos y procesos
26.10.09
No te salves
5.10.09
Duerme Negrita
La primera vez que escuché Unicornio lo hice cabalgando en la voz oscura y densa de la Negra. Llegó a mi vida -y a la de millones- como una especie de canción imposible, amarrada a una voz imposible (Por cierto, todo era imposible en esa época, empezando por los amores). Mi primer Silvio y también el Pablo Milanés inicial, mi primer Caetano y Milton llegaron montados en ese caballo rebelde y noble que es la voz de la Negra.
Su muerte es de esos sucesos que le ponen un antes y un después a la biografía de los otros. Que te explican, por si no lo entendiste, que el tiempo pasa a rabiar y que cambia, todo cambia. Algo parecido a lo que nos pasó hace muy poquito con la muerte de Benedetti.
Leí en la Diaria que cada vez que la Negra tomaba prestada una canción, no se quería ir más de su lado. Las canciones se dejaban apropiar mansamente por ella, amaestradas por su dulzura, como si hubiesen sido compuestas para ella.
Se que hay en el mundo por lo menos una persona que en estos días tiene guardada en la retina la imagen de una noche en el Opera. Escucharla, llevarla adentro y verla era parte del mismo ejercicio; no se trataba de un show musical, era una experiencia. La estoy viendo con aquel gesto roto y una mirada loca, por encima de nuestras cabezas, más allá de la gente y el teatro, como si viera fantasmas, qué se yo, la cana y el exilio, el desprecio amargo de muchos de sus contemporáneos, que habrá sido lo peor, pero no la mató,
No quepo en su boca. Me trata de tragar
pero se atora con un trébol de mi sien.
Creo que está loca. Le doy de masticar una paloma
Y la enveneno de mi bien.
Me acuerdo de otro recital, en Obras creo, con el grupo Markama, al cual nunca más volví a escuchar. La Negra, de poncho rojo, cantaba inclinada sobre un mar de encendedores y fósforos, cantaba como si estuviera por ponerse de rodillas, con los ojos cerrados y la mano en el pecho:
Quién dijo que todo está perdido
Yo vengo a ofrecer mi corazón.
Cuando me fui y no antes, me enteré de algunas cosas que dicen de los argentinos. La mayoría son verdades o medias verdades y no son agradables al oído pero no es este el caso. Dicen que los argentinos somos un público especial, que vibra de manera diferente y da mucho de sí a sus artistas. Este amorío de ida y vuelta, esta crianza mutua entre artista y público es algo que respiré muchas veces con León, con Charly, con la Negra Sosa.
Si tuviera que elegir un momento musical en toda mi vida, seguro sería alguno de los tantos junto a León Gieco. Tal vez, aquel recital en vivo con él y la Negra, abrazados debajo de las estrellas, frente a un nosotros compacto y fugaz, un público poseído de belleza y de nostalgia, pasandose a Carito de boca en boca,
Mi suerte quiso estar partida
Mitad verdad, mitad mentira
Como esperanza de los pobres prometida.
Con la Negra, un pueblo aprendió a cantar de nuevo. Aprendimos y le enseñamos a cantar a nuestros hijos. Yo con él. Pocas canciones me son tan insoportablmente conmovedoras como el Cuando ya me empiece a quedar solo de Charly en labios de la Negra. No puedo escucharla más. Allá lejos y hace tiempo, nos gustaba entonarla al final de la noche, cuando te tocaba la guitarra y no la podías devolver; cuando se acababa el vino y empezaba la ronda de mate de madrugada hurgando en la caja, la pizza fría.
Tendré los ojos muy lejos
Y un cigarrillo en la boca
El pecho dentro de un hueco
Y una gata medio loca.
Otros fueron los que resistieron desde adentro y desde lejos con la lumbre encendida de su voz. Mi generación se prendió la palabra democracia al pecho, con el alfiler de su nombre y su regreso.
Recién, en la cama y después del cuento, Tino me pide que le cante. De buena gana acepto siempre esa especie de radio viviente en la que me transforma todas las noches. Cantame Duerme Negrito, me dice. Le tomo la mano y le canto despacio, con intervalos hechos de susurros, tratando de rascar dentro de mí para encontrar la voz guardada de la Negra. La lámpara encendida, la casa silenciosa, la gata enroscada en nuestros pies. Mi país, velando, del otro lado del mar. Empecé cantando pero termino tarareando nomás, mis labios apenas vibran sobre la frente dormida de mi hijo,
duerme, duerme Negrita.
15.9.09
Al borde de la primavera
Lo planeamos hace tiempo y al final se armó: fin de semana de escritura en Solís. No faltó ni una. Nueve musas. Nueve reinas. Ligeras de equipaje y consignas preestablecidas, asistimos al encuentro con papel y lápiz, (o laptop), una caja de buen vino y las ganas volver a enhebrar el hilo de la escritura.
El sol acompañó, ensayando una primavera anticipada.
Llegamos, nos acomodamos, algunas ya desde el viernes. El sábado, cada cual se había apropiado sigilosamente de su rincón. Un rato de esos, levanto la vista ensimismada de mi propia pantalla y las veo, esparcidas por la vegetación como enanos de jardín. Una, estirada en una lona entre el castaño y las azaleas, otra en la hamaca bajo la palmera riendo sola frente a la hoja de papel o dormitando encima del cuaderno en la terraza; cerca del naranjo, al rayo del sol, una en la reposera, mirando concentrada a un punto fijo más allá del cerco de jazmines. Hubo también, el par que prefirió antes que nada el amparo de la estufa a leña y el futón.
Yo me quedé en el quincho, gentilmente oscuro para la pantalla y no tan a la intemperie. De a poco, fui vichando primero un par de capítulos, fotos, información y me pude ir reencontrando con el proyecto de la novela postergado, sin pena ni gloria, desde hacía más de dos meses.
Cerca del mediodía y después de un par de horas intensas de concentración, me pasó algo raro. Estaba mirando unas fotos de wikipedia que guardé hace tiempo para trabajar un tramo de la historia y lo que vi me comprometió tanto emocionalmente, tanto me sumergí a bucear en el argumento, que empecé a sentir primero un mareo leve, después, mucho asco, y cuando me paré a buscar agua, ya era tarde y tuve que correr al baño a vomitar (¡!). Quienes me conocen desde la adolescencia, saben que –sin bulimia de por medio, al menos sin diagnóstico- yo solía ser una chica de arcada fácil. Nervios, ansiedad, parciales, amores rotos: yo bajaba la pelota vomitando.
No es nada elegante ni glamoroso, ya sé, pero qué le voy a hacer, no lo puedo evitar. Por interpósita ayuda de mi analista, San Carlos V., dejé de expulsar mis problemas de un modo tan -por llamarlo de algún modo- naturalista. Hacía muchísimo tiempo que no me pasaba y jamás, que yo recuerde, me había pasado en maniobras (o descarrilamientos) con la escritura.
El encuentro del fin de semana me sirvió, entre otras cosas, para darme cuenta que, a veces, los obstáculos de un proyecto literario pueden no ser de orden externo (falta de tiempo, mucho trabajo, poca intimidad) aunque a simple vista así parezca. Puede ser que ese estar trancado, en blanco venga más de cuestiones viscerales (y en mi caso no es metáfora!) del proyecto mismo, de la relación del autor con el proyecto. Siempre, de algún modo, nos escribimos o nos tachamos a nosotros mismos. Claro, se puede escribir más tangencialmente y no tocar fondo, mirar de reojo y no arrojarse vértigo del abismo.
Tengo decenas de páginas muy bien escritas de ese modo. No es que sean una porquería, pero son letras muertas, inventos intelectuales (una porquería, sí). No me interesan. Es más, aunque nunca había encarado un proyecto de tan largo aliento y esta novela me está costando mucho más sudor del que imaginaba (los vanidosos y autosuficientes caemos de más alto) cuando me toque el glorioso momento de corregir todo el mamotreto, sospecho que estos lindos textos bien escritos, serán puestos de nuevo en el asador o irán a parar a la papelera de reciclaje. (Por ahora me dan un poco de pena y ahí quedan, como muestra de que el infierno (literario) también está empedrado de buenas intenciones).
En fin, todo esto tan importante gracias a que me di (nos dimos) el permiso de dedicarle a la escritura tanto tiempo como a las otras cosas importantes de la vida: la familia, el amor, el trabajo. Bien a tono con la época del año, el equinoccio de primavera, momento en el cual la noche se iguala al día, para luego ir retrocediendo ante la temporada más fértil del año.
Restaría decir, para terminar esta breve crónica, que quedaron defraudados aquellos (compañeros y amigos, varones, casualmente) que manifestaron sus dudas acerca de si la célebre locuacidad y espíritu fiestero del grupo B&T sería más tentadora que la introspección creativa y el aparente silencio de la letra. Pues, no. Tal como cuento aquí, hubo recreos ruidosos y corrieron las botellas de Alamos malbec junto al fuego la noche del sábado; pero el resto del tiempo fue pura maravilla creativa (y alguna siesta larga).
Habrá que mejorar, para la próxima, la capacidad de compartir y leer lo escrito bajo la sombra de los eucaliptus, pero podemos festejar un muy buen primer tramo de la experiencia que nos habíamos propuesto.
Próxima estación: equinoccio de otoño.
11.8.09
Ausencia
7.8.09
Cinco años
4.6.09
Digresiones al mamotreto
Mi “monstruo del ropero” no es la página en blanco sino todo lo cotidiano y trivial que en ella podría escribir y por vanidad, pereza o invalidez anímica, no escribo. Pero eso, además de los dos o tres libros, en la mesa de luz está la que llamo la libreta del momento en donde van a parar las cosas que escribo cuando no escribo. Sobre ella hay un librito verde de hojas pardas con una lapicera atada al lomo para que no se escape. Es el cuaderno de sueños.
La costumbre de llevar un diario onírico se la debo -entre tanto que ya le debo- a la gran maestra y amiga Gabriela Onetto. Cuando lo sugirió, hace años, rechacé la idea casi con una burla porque “no es para mí, yo jamás me acuerdo de los sueños”. Sin embargo me equivoqué desde el primer intento. De pronto, algo hizo clic. Con el cuaderno al lado, empecé a recordar mis sueños detalladamente y me sorprendí a mí misma anotando historias sicodélicas, con olores, sonido y en colores. Tampoco era del todo cierta mi afirmación sobre eso de no recordar nunca los sueños. Había olvidado que, años atrás, después de haber tenido el peor trancazo literario de mi vida –que duró años-, empecé a hacer unos ejercicios matinales de escritura a partir de la orientación de Julia Cameron en “El camino del artista”, libro que en su momento me recomendó efusivamente mi querido Eleuterio. El libro parece insustancial, bobo y conductista, pero no lo es (Bueno, en realidad, sí es un poco conductista, pero funcionó conmigo, que estaba moribunda, en términos de impulso creativo).
Para decirlo sencillamente, Cameron propone escribir durante doce semanas, tres páginas diarias (ni una más ni una menos) “en automático”, e incluye una consigna semanal de reflexión sobre el proceso creativo o la indagación personal y biográfica del sujeto. En aquel entonces yo estaba tan seca por dentro y alejada de mi voz que encarar esas tres páginas en blanco antes de despertarme del todo, calentar el agua del mate o lavarme los dientes me costaba sangre y sudor. Cuando agoté todos los recuerdos y las descripciones, después de llenar páginas enteras con un “no se me ocurre nada, no se me ocurre nada”, fue que empecé a anotar algunos sueños. De hecho, durante esas sinuosas semanas transitando el “camino del artista” (no llegué a la número doce) es cuando empecé a buscar información en la web y “accidentalmente” descubrí a Levrero y a su corte feérica, con lo cual volví a ser yo misma, y en eso estamos.
Pero, volviendo, en realidad, es desde el diario onírico “oficial” sugerido por la Onetto que convivo familiarmente con el gusano nocturno de mi inconciente. A veces, me perfora con las mismas obsesiones y otras se descuelga con imágenes sorprendentes que jamás se le ocurrirían al aburridísimo superyó con el que me ha tocado cargar. Durante los primeros tiempos de cacería de sueños yo estaba tan entusiasmada que anotaba cada miserable cosa, cada pequeña imagen o hilacha de recuerdo que la vigilia me permitía atrapar. Después fui cultivando el hábito de separar los sueños merecedores de salir a flote de las remakes, por llamarlas de alguna manera.
En general, trato de anotarlos en el momento porque varias veces, al despertar en medio la noche con un sueño vívido, juré que jamás podría olvidarlo y seguí durmiendo. Pero como siempre, en contacto con el mundo conciente, la arena onírica se escurre entre los dedos de Orfeo. La mayoría de las veces, para no molestar a mi compañero con la luz de la lámpara, el ruido del papel y el ras-ras del lápiz, manoteo el cuadernito y me voy a escribir al baño. Escribo sentada en la tapa del inodoro con los ojos semicerrados para no despertarme del todo (Porque bucear en el inconciente, fantástico, pero no a costa de abrirle la jaula a la temible fiera del insomnio. Ya volveré a ser insomne y disfrutarlo como antes: cuando sea una anciana y no me haga falta despertarme tan temprano, vestir a un niño que se mueve como un pulpo vivo y preparar la vianda y dos mochilas). Bajando de las ramas, dos cosas más sobre el asunto de anotar los sueños. Hace un par de meses me puse a leer el cuaderno verde: ¡Recuerdo muy poco de lo que está escrito! Hay sueños cortos y largos, párrafos prolijos y otros que casi no se entienden (deben ser los que escribí medio dormida); hay dibujos y varias notas marginales. Hay muchos sueños recurrentes con animales salvajes que me atacan (varios tigres, dos serpientes, un oso polar -debe ser que voy por la segunda temporada de Lost- y un perro negro que entra en mi mundo onírico como Pancho por su casa) o peor, las fieras atacan a alguien que quiero. De estos, casi no tengo registro conciente, como si fueran sueños de otro.
Hay historias de “perderse” encuentros con vivos y muertos o con gente que conozco y no veo hace tiempo. Hay sueños que sin duda alguna son encuentros con personas que ya no están y son maravillosos. Tengo varios sueños con mi hijo, algunos son terroríficos y verlos por escrito me ha puesto los pelos de punta.
Pero hay algunos sueños -o a veces solo imágenes- que se dejan ver, pero no directamente, como esos libros de ilustraciones en 3D que aparecen después de quedarte bizco con los ojos llorosos frente a una página hecha de arabescos de colores. Regresar a esta clase de sueños me hace sentir extraña, como si entrara en terreno prohibido; como si pasara por un complejo deja vú.
Al recorrerlos con la lectura tengo la sensación de que hay algo más, que son una llave a otra dimensión, son una pista, un llamado.
No estoy hablando de nada sobrenatural, por si existiera alguna duda. Y tampoco lo digo –aunque es verdad- porque esta última clase de sueños hechos de recortes, pedacitos y repeticiones son una ofrenda de lujo para el altar del analista.
Son sueños misteriosos, oscuros, incómodos. Están ahí, disponibles como la punta de un ovillo para un gato. Dicen quienes lo conocieron, que Mario Levrero afirmaba que se puede escribir una novela entera detrás de una imagen onírica suficientemente inquietante. Incluso creo que alguna de las tres novelas de la trilogía involuntaria fue escrita a partir de un disparador onírico. Probablemente, El Lugar. Hace unos meses, también, tuve el placer de leer una maravillosa antología inédita de relatos tejidos a partir de los sueños de su autora.
No es casual –pero tampoco deliberado- que los pocos miserables posts de este blog en los últimos meses huelan todos, a cosa onírica. Muchos sueños y algunas notas sueltas, casi siempre mentando el rastro de un sueño mal escondido; es lo único que escribí a diario durante estos meses “que no escribo”.
De nuevo, le debo a la tenacidad del inconciente el retorno a la escritura festiva y placentera.
Parece que hace bien soñar para estar despierta.
Que sean estas líneas una forma de volver a decirle buen día al blog abandonado y el relatito que sigue -fruto de un sueño que, curiosamente, me aterrorizó- un primer intento de espabilarme.
3.6.09
Gato encerrado
2.6.09
Camino al andar
30.1.09
Relatillos (f)estivales
Tres lagartos overos recorren la siesta de tarde. Uno grande, uno mediano y el más chico, de más o menos el doble de largo que una lagartija. Al principio los alimentábamos con huevos. Era una diversión para todos. Aparecía un lagarto y alguien corría enseguida a buscar un huevo a la cocina. Es así: el huevo se hace rodar sobre el pasto suavemente y el lagarto, que suele arrastrarse lento como si tuviera un sueño tremendo, se abalanza sobre el bocado con insólita velocidad y lo atrapa delicadamente ladeando apenas la cabeza. Luego eleva las patas del suelo y camina ya no reptando sino trotando en sus cuatro patas, tal como un potro o un perro hacia un lugar en el que pueda comerse el huevo con más privacidad, detrás del cerco o bajo las matas de los helechos. He ahí el show del verano. Lo de darles la carne del asado vino después. Lo hacíamos todos y aplaudíamos la gracia del correteo final que se iba volviendo mucho más ansioso y agresivo como si la carne los exitara especialmente. Los restos: un pedacito de chorizo, la morcilla dulce, que siempre queda porque a nadie le gusta; la orilla fría y quemada de la carne. Los lagartos empezaron a venir todos los mediodías, sin falta. Y como no siempre había carne, se quedaban merodeando la casa desde cierta distancia, midiendo nuestros movimientos con sus ojos helados. De a poco -pero no sé por qué me parece que fue de un día para otro- empezaron a familiarizarse más. Y como pasa siempre con las personas que tenemos muy cerca, no nos damos cuenta cuando cambian. Nosotros no registramos lo mucho que estaban empezando a crecer. Aceptaban de todo, fiambre, manzana, duraznos enteros; el melón nunca les gustó. A veces entraban en la casa, de incógnito, a comerse la ración de la gata. Hasta que un día la gata desapareció. Tan fiel que era, y se fue por ahí, pensamos. Nadie se dió cuenta del aumento de tamaño. Alguien decía, mirá esa sombra en el frente, y era un lagarto que venía, tapando el sol con la cola. Uno estaba jugando un solitario o haciendo un crucigrama a mediamañana y sentía una presencia fría y muda en la espalda: un lagarto. Ya no les alcanzaba con un huevo. Les dábamos, sí, pero ni siquiera se los llevaban como antes; lo comían en el lugar, sin pudor, como un aperitivo, una aceituna, y te observaban después con esa mirada soberana que tienen los seres prehistóricos. Se fue poniendo bravo. Pensamos en huir pero nos dió no sé qué abandonar la búsqueda de la Nona tan rápido. Ella solía quedar solita a mediatarde, dormitando en la reposera bajo los eucaliptos. La revista doblada en la falda, los pies colgando, chuequitos; es que de vieja se fue achicando y cualquier asiento le quedaba holgado. Una tarde nos despertamos y no estaba más. La buscamos por todo el balneario y nada. La Nona, con esa piel finita y transparente y los huesitos delgados casi sin carne. Nadie la vió salir ni llegar a ninguna parte. Se había vuelto diminuta y vulnerable. “Para el lagarto grande la Nona debe tener el tamaño de un canapé”, dijo papá a los dos días de búsqueda y poniendo volumen al pensamiento de todos. El día en que nos fuimos, el bicho nos observaba inmóvil desde el límite del terreno. Los ojos entreabiertos; la panza asomando gorda, blanda y blanca sobre el pasto. Así lo vimos por última vez ya sentados en el auto encendido, los cuatro en silencio con la mirada colgada como en un velorio. No nos animamos a acercarnos. Le echamos candado a la casa y volvimos a la ciudad. … Era como un animal grande y viejo que intentaba salir de su letargo. Sus dedos crepitaron al moverse pegajosos de esa sustancia gomosa y volátil que él antes sabía sacarse tan fácil como un guante de plástico. Había pensado que la lluvia sería propicia. Pero no había caso, ya no podía escribir. No le salían las palabras o lo que era más triste, morían antes de llegar a la punta de sus dedos. El viento en los eucaliptos dejaba entrever el final de la tormenta. Los grillos regresaban afónicos a su murga nocturna. Nuevos mosquitos nacían en los charcos. La casa en calma, que solía ser una incitación al murmullo de su imaginación era la sorda tumba de todas las palabras. Durante un largo rato, se obligó a volver sobre el teclado, una y otra vez. Avanzaba sobre una frase, cuesta arriba y la enganchaba a otra como esos forzudos que prueban unir dos vagones de tren. Un sudor frío recorrió las nervaduras de sus dedos; un calambre le recorrió el cuerpo desde el meñique al último cabello. Ni modo; no le dió más vueltas al asunto. Dejó el párrafo tal como estaba, con la página en blanco como una alfombra tendida bajo la última letra. La noche se ahogaba en el último trago de whisky. Y fue el sueño quién finalmente contó la historia.