17.7.16

Zona de promesas



Y aunque te estuvieras muriendo,
alguien más estaría muriendo,
a pesar de tu legítimo deseo
de morir un minuto con exclusividad.

Roberto Juarroz

El crepitar de la madera en la estufa, un café y un mate a la vez, el disco que ya estaba, play again, las velas diurnas y las flores amarillas. Mundo perfecto.
El acto inercial de repasar las noticias, pasando una portada tras otra, pinchando algo y leyendo transversal, evitando los editoriales como charcos después de la lluvia. Nacionales, lo de siempre: penillanura levemente ondulada, descripción que excede largamente la orogénesis. Compruebo mi cosecha de titulares de ayer y la reenvío a quien corresponde; me guardo una crónica implacable de Urwicks sobre trata que ya me hizo llorar la primera vez.
Y el mundo. Las pupilas no descansan. En el tuiter, las imágenes de las bombas cayendo en la noche de Ankara ya casi han pasado, un hombre frente a un tanque; me recuerda a Tiananmén pero es  Estambul y es justamente lo que dice el epígrafe;  Erdogan hablando a través de facetime, @pictoline que narra en imágenes la historia del periodista que sobrevivió al terror de Niza, el NY Times y un Aftermath of Terror on a Scenic Waterfront, view the slideshow now, 1 of 10; un hombre detenido en San Diego tras asesinar a media docena de homeless, @Trendinalia que arroja #NoalTerrorismo #Nizza #RogueOne #Turkey #FindingDory, con fecha de vencimiento de veinticuatro horas; y cientos de posteos sobre las protestas porteñas por los aumentos y ni una palabra en los diarios del impresentable; siempre algo de Maradona, Messi o Suárez, y los 40 años, los cinco Tarnopolsky, los Palotinos, la figura del mártir, esa argamasa de héroe y de víctima. 
Es mi trabajo. Entro y salgo del repaso matinal de los diarios. La muerte, los políticos, la mentira, la desidia, la injusticia milenaria, el estéril voluntarismo, las frases rotas, la mutilación del presente, el futuro ciego.
Perdimos todas las batallas. No hay justicia, ni redención, ni descanso.
No entiendo cómo llegué a pensar, durante casi cinco décadas de existencia que era posible cambiar algo. Hubo un tiempo en que llegué a creer, incluso, que escribir, que mi inclinación por la literatura, era un insulto a la realidad, una burla al duelo del mundo. Una frivolidad imperdonable, como quien derrama agua junto a un sediento. Juarroz me da la razón: “Y aunque pudieras llegar a no hacer nada,
alguien estaría muriendo, tratando en vano de juntar todos los rincones, tratando en vano de no mirar fijo a la pared”.
¿Cómo llegué a pensar que podríamos hacer algo; peor que eso, que yo podía hacer algo?  
Culpa de la biografía. De los cuentos que me quemaron el coco. Aunque seguro que no sólo yo sigue escuchando a Tonka, desde su estatura de tres años "las bombas caían como semillas de luz sobre Zagreb". Crecí tratando de imaginar qué se siente ser una niña que duerme tibiamente entre las sábanas limpias y despierta de pronto, rodeada de odio y estallido, obligada a dejar todo y cruzar el océano hacia Nunca Jamás. ¿Puede Peter Pan sufrir por el dolor de la guerra y el exilio de generaciones que le anteceden?
Por esos declives del zapping me demoro en “El salto de un pez a la tierra es más común de lo que se pensaba”. El artículo explica que algunos peces desafían su modo de vida de manera extrema y saltan fuera del agua. El ignoto autor del estudio, dice que el comportamiento anfibio ha evolucionado varias veces y que se ha dado tanto en peces que viven en climas tropicales como en el frío polar, que comen cosas distintas y viven en agua dulce o salada. Incluso hay algunos peces que, al borde de la muerte, pueden pasar varias horas saltando en la zona donde las olas salpican, o que permanecen encastrados en las grietas de las rocas, administrando la respiración en esa olimpíada evolutiva, esperando que suba otra vez la marea.
Pienso de repente que si hace más de trescientos cincuenta millones de años la existencia de los peces torció drásticamente la historia de la tierra iniciando el proceso de evolución de los vertebrados hasta inventar al hombre, podría volver a suceder.
El artículo me infunde una extraña sensación de que detrás cualquier derrota podría haber una nueva apuesta, sino en la humanidad, en la naturaleza.
Y ahí está, vuelve a suceder, el Sísifo de la esperanza, la piedra del creer que puede mejorar.
Culpa de la fe. Ese estúpido don no elegido, el grano de arena que la ostra marina* no puede escupir ni tragar, que no es alimento ni basura, y que transforma en perla, envolviéndola con su propio organismo hasta la muerte,  porque no le queda otra más que proteger ese grano de esperanza oculto, latente, valioso.






*Madera Verde / Mamerto Menapace



14.4.15

Galeano



Una de las primeras sorpresas de vivir en Montevideo fue el hecho de caminar muy tranquilamente en cualquier momento y descubrir a Galeano y Benedetti meta charla y café en el Bacacay.  O en el Brasilero, lugar donde uno podía encontrarlo los lunes. Es que acá todo está cerca. Lo más grande, al alcance de la mano. Por eso a veces es difícil distinguirlo, como es difícil verse uno mismo la punta de la nariz.

Tuve la suerte de conocerlo personalmente gracias al agua. En 2004 le pedimos permiso para cambiar las venas por canillas abiertas para el título del libro, y cuando lo convocamos a presentarlo e ir a Brasil, Galeano nos ofreció su apoyo generoso e inmediato a la campaña por el derecho público al agua: “lo que quieran, yo voy adonde digan”.  

Un día de esos posteriores al festejo del plebiscito que ganaron los uruguayos, armamos una cena porque estaba el Oscar Olivera de Cochabamba, y con Galeano se querían conocer. Vino acompañado de esa extraordinaria tucumana a la que él le dedicó la mayoría de sus libros y que le regaló su vigilia y sus sueños. Estaba Hillary también.

Hablamos del fervor por Bolivia. Descubrimos que coincidomos ambos en el salar de Uyuni, durante el eclipse total de sol del ´94, en medio de esa nada blanca de horizonte cóncavo, sin planta ni pájaro. Le recordé el centenar de sikuris durante el oscurecimiento total por la mañana, treinta segundos de noche cerrada de repente, pasar del infierno del sol vertical al frío helado y negro en un paréntesis inverosímil, en ese campamento de artistas y locos donde el viento, que no chocaba con nada, no sonaba. Hasta la Nasa estaba, a lo lejos. Le dije que no lo había visto, qué raro. Entonces contó, como confesando, que la noche anterior, había pasado -como yo, como todos- bebiendo y cantando en los fuegos del desierto de sal fosforescente, pero que se había quedado charlando tanto tanto de la vida con Rigoberta Menchú, porque hacía una vida que no se veían, que siguieron de largo la la mona, cada uno en su carpa, y nunca vieron el eclipse.    

Tino tenía tres meses y algo; lo tuvo a upa un rato y se enredaron en una charla de balbuceos: “habla igual que un diputado chino”.  Le conté que unos meses atrás, cuando me tocó preparar el bolso de nacer, arriba de las batitas, de la toalla, el corpiño de lactancia, la vaselina y los pañales XS, puse un libro suyo.

En el silencio hospitalario, testigo de la primera noche milagrosa junto a mi hijo dormido en su cunita transparente y el sueño exhausto del padre, abrí el libro y leí un buen rato. Era el mismo libro que Eduardo había traído de regalo esa noche y que gentilmente dedicó con chanchito y palabras que hoy volví a buscar. 

Esa noche, no sin bastante vergüenza, le conté que escribo y que hacía largo tiempo garabateaba una especie de mamotreto acerca de la historia de cómo mi abuela había cruzado el océano desde los Balcanes tras su esposo, siguiendo la pista de una carta equivocada.

Ahí el tipo se interesó y sacó una libretita: “Ah, no, pará, ni pienses que te voy a contar la historia para que transformes en un relato perfecto de quince líneas lo que a mí me lleva media vida escribir de manera regular”. Me dijo Helena que Galeano era un cazacuentos y que hacía bien.

No le dije esa vez que empecé a leer Memoria del Fuego boca arriba en el campo de alfalfa de Agronomía, con Almendra ladrando alrededor y que pasé toda esa noche sin dormir, hundida en las geografías, las ilustraciones asombrosas y las historias de esa América que empezaba a existir para mí. No le dije que al día siguiente yo no era la misma. Después, vinieron otros, pero Galeano fue el primer cronista que le contó a mi generación, la perdida, que hace rato que somos un nosotros,  que hay un lugar propio desde el cual partir y al cual volver, hecho de palabras, de historias, de ignominia, de muerte y de dignidad. Galeano lo decía, Mercedes lo cantaba, dijo Gieco hoy.

No le dije que un sábado en Buenos Aires, podía distinguirse de cualquier otro día por el ritual de calentar el agua y cargar el mate y buscar el rincón soleado para leer la contratapa del Página, sabiendo que ahí estaba, desafiando a los infames con su palabra clara como el agua.  Cuando me vine, al principio, en Punta Carretas, si en una de esas extrañaba, mi compañero me sorprendía más de un domingo de mañana con el Página del sábado,  que se conseguía en el kiosko de tarde.

De tiempo somos, empieza diciendo Bocas del Tiempo. Volví a buscar el libro en el estante, casi diez años después del día que en que di a luz, de esa noche insomne de cambio de generación, y volví a leer ese primer relato. Tenía entonces un misterioso sentido que hoy se completa. Gracias Galeano por todo, buen viaje.


El viaje

Orioll Vall, que se ocupa de los recién nacidos en un hospital de Barcelona, dice que el primer gesto humano es el abrazo. Después de salir al mundo, al principio de sus días, los bebés manotean, como buscando a alguien.

Otros médicos, que se ocupan de los ya vividos, dicen que los viejos, al fin de sus días, mueren queriendo alzar los brazos.

Y así es la cosa, por muchas vueltas que le demos al asunto, y por muchas palabras que le pongamos. A eso, así de simple, se reduce todo: entre dos aleteos, sin más explicación, transcurre el viaje.




Bocas del tiempo,
Eduardo Galeano, 2004

17.3.15

Ejercicio simple



Si  ha tenido un día de porquería, pruebe con el siguiente ejercicio. 
Conduzca por la rambla como habitualmente lo hace pero, esta vez, evite el informativo y clave el dial en una frecuencia romántica de calibre bizarro[1]. En pocos minutos emergerá del parlante una melodía como la que se adjunta más abajo a modo de ejemplo[2]. Suba el volumen e inmediatamente empiece a intensificar el pensamiento en torno a algún viejo amor del pasado[3]. Cuanto más lejano en el tiempo, más útil será. Asocie la idea del recuerdo de esa persona que alguna vez quiso o lo quiso a usted, con la canción que escucha. Pasados algunos segundos, abandónese a la emoción. Llore a discreción, según lo requiera su estado o la duración del viaje. No se preocupe por la letra de la canción; no es importante. Si usted realmente tuvo un día inmundo y realiza el ejercicio de manera comprometida, verá cómo más o menos, cualquier canción del estilo sirve para ilustrar el amor que usted eligió recordar. Si su pudor lo demanda, puede subir la ventanilla. Relájese, llore, respire[4]
Luego de experimentar una corta pero intensa sensación de desdicha irreparable,  y en la medida en que la música cambie o vaya llegando a destino, comience a regresar del estado de desconsuelo. Mire el horizonte, suénese los mocos, cambie a la radio pública o apague el aparato.
Verá que, sin más, de pronto se siente inesperadamente afortunado,  que valora el lugar donde vive y añora las minucias rutinarias que lo esperan al llegar. Si ha realizado correctamente el ejercicio, se habrá instalado en usted la saludable idea de que no todo tiempo pasado fue mejor; que usted ha tenido, efectivamente,  un día de mierda, pero que ha  habido peores, que ha estado rodeado de personas más pusilánimes, más tóxicas o que lo han querido peor, y que aún así ha sobrevivido. 
Si el ejercicio ha sido realizado de manera cabal, entonces usted sonreirá, estacionará frente a su casa, pensará en su día con cierto cinismo, en los otros con más piedad o indiferencia, y en sí mismo como una persona con suerte; y, después de todo, se mirará en el espejo y se dejará de pavadas.










[1] Metrópolis, Aspen, FM 100, Azul: no importa el lugar del planeta donde se encuentre, en su aparato habrá alguna señal de frecuencia modulada con este nombre.
[2] Es indispensable que la canción sea en español. El idioma portugués suele distorsionar el ejercicio debido a su naturaleza jubilar; el inglés, desconcentra y, a menos que se tenga un perfecto manejo del mismo, deja librados a la imaginación estrofas que podrían ser vitales para el efecto deseado. El alemán hace imposible la ejecución de la prueba.
[3] La elección del recuerdo debe ser espontánea, aunque puede planificarse de antemano su disponibilidad para estos casos. No conviene evocar grandes amores, al contrario. Se sugiere recurrir al pensamiento de algún amor de esos que pudieron haberse diluido en la coyuntura vincular de pequeñas mezquindades, bajezas y egoísmos;  detalles todos que, pasados los años, uno tiende a olvidar, dejando la aparente sensación de una pérdida irreparable.
[4] Tenga a bien no soltar el volante.

11.3.15

Invocación inicial

Abro el cierre. Las páginas traslúcidas ceden a las yemas de los dedos ¿Puede recordar un libro la piel de quién recorrió su piel de papel? 

Sé que es necesario buscar y ni siquiera sé cuál es el tiempo, si es ordinario o no. Acudo a san Google: descargar Oficio Divino para Android. Olvídalo. 

Tampoco era muy orientada entonces. Los dos tenían que esperar a que terminara de encontrar las partes. Se me caían las cosas, el libro se cerraba sin querer, se me enredaban las cintas de seda.
A. ponía cara de qué pesada; para S. el incordio parecía encerrar, como casi todas las cosas, cierta inocente comicidad. Secretamente, me gustaba molestar a A., llamar su atención con mi torpeza. Con los ojos a media asta y una paciencia resignada, me quitaba el libro de las manos, me miraba, hacía una mueca de fastidio simulado, ponía la cinta verde en el salterio, el rojo en el propio del tiempo, el blanco en el salmo y los demás. A ver si aprendés de una vez; pero no lo decía. Carraspeaba antes de empezar. 
Dios mío, ven en mi auxilio. Señor date prisa en socorrerme.
No es la memoria la que trae las palabras perdidas, es algo que sigue ahí, misteriosamente disponible. Cierro los ojos. Recupero el vago aroma a incienso y los susurros.
La imagen se desliza desde el vientre del breviario al piso. La alzo. No es una estampita, es una foto. La tomó Ricardo. Ella, sus ojos casi humanos, su hábito marrón. Milagro en blanco y negro, la vimos aparecer juntos en la batea de revelado, una de esas tardes de cuarto oscuro.
En agosto, solían sacarla y dejarla delante de la nave central, del lado izquierdo, con los brazos abiertos abrazando a la gente. Cuando se iban, y solo quedaba yo y la gotera invisible marcaba el tiempo eterno, me iba corriendo poco a poco de mi lugar, deslizando el traste por los listones lustrados del banco -ala izquierda, tercera fila, casi sobre el pasillo- para quedar justísimamente adelante de la mirada de yeso. Así me parecía que de veras Ella me miraba a mí.
Después de muchos años, volví a entrar y no estaba más. Di toda la vuelta, pero nada; solamente la del cuadro, la Laura Vicuña, el San Vito, el pobre y torturado Cristo yacente y los demás viejos conocidos. 
Dijeron que se la habían llevado a otra parte. Así debe ser envejecer: te van sacando las cosas, te las ponen en otro lugar y no te dicen dónde. Me prometí no entrar nunca más a ese templo de la virgen equivocada.
Como entonces, no doy con lo que busco pero una vez más, encuentro lo que necesito,
"La noche no interrumpe
su historia con el hombre,
la noche es tiempo
de salvación”.
Cantan los pájaros de la madrugada. No me molesta este insomnio, este estar en vela; tiene sentido.
Que la fe no es un sentimiento, me dijo una vez, con esa manera de gruñir en vez de hablar; que es un don, se tiene o no se tiene; y si se te pega no se puede evitar; y si no, se pide, y a veces se te da y otras, a aguantarse.
Hoy supe que murió. Pocos días después de cumplir setenta. No tengo tristeza ni ganas de llorar. Como si no sintiera nada. Debe ser como la fe.
Sostener este libro de cuero en las manos hasta el amanecer, es la única forma que tengo de despedirme y decirle qué equivocado que estaba.