6.8.07

Mae

Como é lindo o canto de Iemanjá Faz até o pescador chorar Quem ouvir a mãe d'água cantar Vai com ela pro fundo do mar El parto está más cerca; lo sé porque el dolor es menos irregular. Es de madrugada, no se qué hora. Santiago duerme todavía. No lo lamento; en cierto sentido intuyo que nací para estar sola con este dolor. La casa está alerta y en silencio. Espero a que termine la contracción y voy hasta el baño. Siento la presión de su pequeña cabeza en la palma de mi mano bajo el vientre. “Calma, calma, niña, no es momento de salir”. Una vez más, quito el tapón de la bañera y la vuelvo a llenar con agua tibia. Le agrego las sales y la esencia de romero. Me recogo el cabello con una hebilla. Entro y me recuesto. Inspiro. Expiro. Tengo que esperar unos instantes hasta que la loza fría se entibia al contacto con la piel de la nuca y los antebrazos. El contraste me reconforta. Cierro los ojos. Un insecto se agita desesperado atrapado en el foquito del baño; no lo veo, lo escucho indolente cada vez más lento y más lejos. Debo haberme dormido porque no me doy cuenta cómo llegué hasta esta playa. A decir verdad el fenómeno no me resulta tan extraño como ver que no tengo ni la barriga ni la angustia de su ausencia. Me pregunto si es un sueño, sería lo lógico. Aunque los sonidos y los olores son tan vívidos. Pertenezco al lugar al cual he llegado. Me siento ágil y estilizada. Suelta y hermosa. Bailo con otros en medio de una rueda. De un modo inefable se que son los míos. Los amo y mi amor baila con ellos. Saber que mis hijos me rodean me hace sentir amada y poderosa. La camisa amplia deja pasar la brisa marina y me eriza la piel. Las ofrendas están prontas. El aire huele a sal y a sandía. Ahí llega otra vez y me arrastra de regreso. Primero sutil, el dedo del dolor araña a la vez el ombligo y la vejiga y viaja luego por mi cuerpo desnudo que lo deja pasar como al viento una casona abandonada. Soy una esfera blanda, una bola cálida y acolchada. Ruedo durante segundos, tal vez cientos de años, junto con el dolor. Luego el calambre empieza a ceder desde la mandíbula hacia el cuello, el vientre, los muslos. El dolor queda acorralado en la cima del coxis y es un fosforito que se apaga lento. Me imagino a mi misma en miniatura, diciéndole adiós con un pañuelo, adiós dolor. Expiro. Gota fría. Gota fría sobre el empeine. Gota y gota. Repique que marca el ritmo de una llamada. Sonrío y nuevamente encuentro multiplicada mi sonrisa en los rostros de la ronda que me abarca y me ayuda a girar. El verano suena como un solo tambor. Es esa hora del día en la cual el amanecer y el atardecer son idénticos y hay que esperar para ver si será día o noche lo que vendrá. Yo espero intuyendo la luna mientras danzo con los demás. Soy el centro de una espiral sin fin unido a otros centros. Hay mujeres y hombres. Jóvenes y viejos. Negros, blancos y caboclos. Mi gran enagua celeste escarba la arena en la danza circular. Soy teta y escote de abalorios; muslo que tiembla y rebote de caderas. Mi voz también se pone de pie. Ellos responden “...Oguntê, Marabô, Caiala e Sobá, Oloxum, Inaiê, Janaína e Iemanjá, São rainhas do mar...”. El murmullo cíclico del mar me está llamando, giro la cabeza para responderle y me demoro un siglo en el gesto. El agua de la bañera que se ha enfriado me recuerda que debo salir. Me incorporo y tomo conciencia de mis dimensiones. Estoy demasiado pesada, podría caer. “Ahí está tu espalda niña, te estoy sosteniendo”. Me apoyo en los azulejos. “Calma, no temas, voy a hacerlo despacio”. La toalla me absuelve de la imagen en el espejo. Camino hacia la sala frente a la estufa y me recuesto en el sofá. El fuego es apenas una lengüita entre dos leños. Desde aquí puedo escuchar el ronquido infantil de Santiago en la habitación. Me conmueve, como siempre. Si estiro un poco mi cuello también puedo ver su tobillo y parte de la pierna velluda, casi colgando del borde de la cama. La primera vez que despertamos juntos, me hizo creer que era un fauno cuya misión era protegerme toda la vida. No lo dudé cuando descubrí esas pantorrillas musculosas, casi triangulares y los pies desmesurados. Y ahora llega esta hija de los dos. Me acaricio la panza bajo la toalla. El dolor regresa, esta vez es más fuerte. Despierto a Santiago, es hora de partir. Mis hijos han puesto una piedra blanca en mi mano derecha y me han dado un poco de aguardiente de caña para animarme en el ritual. Ahora tocan apenas mis codos y me empujan suavemente haciéndome girar hacia la orilla. El coro responde a la voz cantante: “...Rainha das ondas, sereia do mar, como é lindo o canto de Iemanjá, faz até o pescador chorar quem ouvir a mãe d'água cantar”. Siento que la diosa Iemanjá mira por mis ojos. El amor hacia los que me rodean es inmenso. Los conozco por sus nombres. Se quiénes son y de donde vienen. Soy mar y ellos, ríos. “Esto es un sueño, un regalo del dolor”, pienso o digo. Otro pensamiento me responde en un susurro: “¿Y si no fuera un sueño? Y si se te estuviera dando a elegir entre dos mundos?”. Por alguna razón, Iemanjá, madre de todos los Orixás desea habitar este cuerpo de mujer. Me halaga la invitación. ¿Cómo resistirse a ser la diosa más bella, la más poderosa, la eterna? ¿Cómo renunciar a ser amada y temida por miles de hijos en el mundo entero? Y sobre todo, ¿Cómo no añorar la bendición de otorgar riqueza a los pobres, salud a los desvalidos, justicia a los desamparados, vida a los moribundos? La ambulancia se ha detenido bruscamente. Cuando el dolor comienza a ser intolerable la mano de Santiago está ahí; aunque la hago a un lado desesperada, me alivia su presencia. Puedo tocar la cabeza de la niña a punto de salir entre las piernas. Creo escuchar que Santiago me dice que he esperado demasiado tiempo. ¿Tiempo? ¿Qué es eso?. El tiempo no existe. Sólo hay dolor, eterno sufrimiento; tanto que no puedo describirlo. No se han inventado las palabras para definir este desgarro del cuerpo y la mente. Mis huesos se separan. Dos manos invisibles se han metido en mis entrañas y revuelven todo lo que hay allí. Temo que podría desistir de la maternidad en este momento. Todas aquellas fantasías durante el embarazo, la visión intuida del rostro de mi hija, la certeza de su amor, la alegría de sentirla moverse; todas estupideces, al lado del dolor. Detesto el día en que conocí al hombre que aquí puso su semilla. Pero, ¿Qué hice? ¿Cómo pude hacerme esto a mí misma? ¿Quiénes son todos estos que giran a alrededor de mí vestidos de blanco? Ninguno comprende este dolor. Me dicen que falta poco, que debo pujar, me obligan a hacer fuerza, boca arriba, maniatada y furiosa. Como un felino, la enorme mujer de blanco se trepa a la camilla metálica y aprieta mi vientre con ambas manos. Las luces me ciegan. No voy a soportarlo. Debo huir. El corro de túnicas blancas me conduce hasta el mar con levedad. Me reclino sumisa sobre el agua; sé que soy parte del universo. Soy la diosa y la esclava de su reino. Aquí no hay dolor, no hay orfandad ni miedo. Soy la que toma el poder y es tomada. Puedo ver cada partícula del presente, el pasado y el futuro. Soy salvadora y soy salva. A mi lado reconozco por su nombre a cada uno de mis hijos. Mi hija Oxupá me abraza desde el cielo negro. Mi hermana Ogum levanta mi cuerpo manso y me ayuda a incorporarme. La playa es un sendero dibujado con claveles y candelas que me indica los pasos hacia el camino elegido. De pronto, lo escucho. Un grito me llega desde otro espacio y otro tiempo y éste que me rodea, detiene su aliento. El feroz alarido original me recuerda quién soy. Sé que es la voz del mundo desde que es mundo. Sé que es el hilo que debo seguir ciega para encontrar el camino de regreso. Sé también que es el llanto con el que despido a la diosa que habita en mí.

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