La Gorda se agacha sin mirar si viene alguien o no. Se desliza debajo de la persiana boca arriba, con la pereza despreocupada del que está habituado al delito. Hubiera jurado que no, pero su cuerpo pasa como un cisne bajo un puente. Cuando está del otro lado, me da la señal.
Son las dos. A la una en punto la vieja cierra para almorzar y echarse una siesta. En verano no cierra del todo la cortina para que corra el viento y el piso se seque.
Entrar al almacén mientras duerme está absolutamente prohibido. Varias veces la escuché advertirnos de los posibles castigos destinados a quien desobedeciera esa, la única regla estricta que la gorda Susana tiene que cumplir. Su abuela no tiene tiempo para mucho más que mandarla al colegio y tratar de evitar, en lo posible, que siga ensanchándose hasta convertirse en el acorazado Potemkin: “¡Pará! Parecés el acorazado Potemkin”, dice a veces cuando estamos tomando la merienda.
Yo me arrastro como un lagarto, con menos maña y más miedo que mi amiga. Para pasar por debajo pego el cachete a la baldosa. El mármol me enfría la piel. Me llevo puesto el tufo a lavandina del baldeo. Los dedos de la cortina plástica me rozan la espalda y un escalofrío me recorre el espinazo. Atrás quedó el aire ahogado del verano en las veredas, la lentitud de la tarde en los umbrales, el fragor de las chicharras en el follaje de los tilos.
El local está en penumbras. Las estanterías se yerguen más altivas sin la luz de neón. Las aspas del ventilador cortan fetas de sol en la pared. Dos heladeras ronronean. Me sobresalto cuando una de ellas enmudece luego de un repentino eructo de lata. La Gorda agarra fuerte mi mano que suda. Atravesamos el almacén flotando como dos astronautas –talón, planta, punta-, los hombros levantados, el cuello alerta.
De pronto, me paraliza lo que veo del otro lado del local. A través de un breve rectángulo formado por la base del anaquel de los vinos y la puerta entreabierta que da a la vivienda, mi vista enfoca una porción descalza del pie de la vieja. Está echada en el patio sobre una especie de catre o reposera de lona, entre dos filas de apilados cajones vacíos. Agarrotados y bestiales, los dedos de esa única extremidad que veo se quieren amontonar debajo de la tiranía de un pulgar que ostenta una uña pétrea y angular como el pico de un carancho.
La Gorda me da un tirón y me lleva detrás del mostrador de los fiambres. Con mucho cuidado, abre la heladera sosteniendo el pestillo para silenciar el mecanismo de la manija. “Dale, elegí”, susurra. Yo meto la cabeza en el Polo y no dudo en sacar el cilindro de salame –que le paso hacia atrás sin salir ni mirarla- y, después, una mortadela rosada y pecosa que es un sueño. Cuando asomo la cabeza, Susana ya está subida a un banquito frente a la cortadora de fiambre. Gira la manivela del aparato con una destreza y una agilidad que me asombran. La máquina se mueve en absoluto silencio, excepto por un débil silbido, el de la caricia del filo en la carne. Los dedos toman las fetas y las depositan en el papel. Estoy pasmada. Mirá vos. No le conocía esa habilidad a la Gorda. La miro cortar y relojear cada tanto hacia la puerta del local que comunica con la vivienda. Antes de salir, me señala con la vista los sobres de Hellmann´s y agarra al pasar una larga pieza de pan y una Coca.
Salir es fácil, también entrar a mi casa y subir a la terraza.
Mi madre está de espaldas a la escalera. Escucha en la radio un debate sobre ovnis y aplica parsimoniosas puntadas sobre un vestido de novia que, estoy segura, debería haber entregado hace días. La tela se acumula a su diestra como un montón de espuma. Nos escucha pasar, apenas mueve la cabeza hacia el hombro, pero no termina de darse vuelta.
Subimos a la terraza y de ahí, pisando un tacho, a la azotea. Estiradas boca abajo como en una trinchera, vigilamos la calle desierta. Abrimos el pan con las manos y armamos los sándwiches. Salame primero. La Gorda abre el sobre con los dientes y reparte la mayonesa. La crosta me lastima el paladar; me gusta el sabor de la sangre. Comemos victoriosas, sin apetito y en silencio. La Coca caliente se rebalsa al desenroscar al tapa.
“Pensé que no te ibas a animar”, dice, y se quita con el dedo un pedacito de pan de la encía. Yo mastico una sonrisa, levanto las cejas y los hombros a la vez, como si no tuviera importancia.
Todavía no lo sé pero esa noche seré castigada: unos extraterrestres me arrastran de las axilas hacia un altar todo hecho de baldosas monolíticas y me obligan a casarme con la Gorda. Ella me espera vestida de blanco como un super merengue. Lloro y pataleo pero no puedo hacer nada. No puedo moverme ni huir. “Pensé que no te ibas a animar”, me dice la Gorda en el sueño y se ríe, se acerca, más, más y me besa en los labios, me mete la lengua y me muerde. Grito pero de mi boca no quiere salir ningún sonido. El beso me deja un sabor pastoso a mortadela.
Encaramado al altar hay un pájaro, mitad buitre mitad gárgola. Se aferra al borde de la piedra con los garfios. La piel del cuello le cuelga y la aterradora cabeza desnuda se hunde entre las alas. Tiene la mirada malévola, paciente. Se limpia en el mármol el pico de sangre fresca y no me quita los ojos de encima. Es muy parecido al pie de la vieja.
*Este relato forma parte del libro 22 Mujeres, editado por Irrupciones Grupo Editor (Montevideo, abril de 2012)
1 comentario:
hacía tiempo no venía por los blogs. Qué bueno tu cuento, suerte que te visité.Unas descripciones geniales de la vieja y la gorda.Qué imagen, llevarse el tufo a lavandina puesto!Y otras...
Me mantuvo interesada todo el tiempo. Gracias!
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