«Viajar, hacerle un tajo de lado a lado al mundo a bordo de un barco».
Se despertó pensando en el océano. Estaba mareado. En su cabeza se multiplicaban
las ondulaciones del alcohol de la noche anterior.
Vagamente, recordaba la discusión con su
jefe por unas monedas de menos, la injuria y la defensa, la piedra certera en
la vidriera del bar. Daba igual. Estaba hastiado de ese
empleo absurdo desde el primer día.
Había caminado durante horas, olfateando el
rumbo como un animal doméstico que se ha perdido después de la lluvia.
Al
llegar a la pensión, apenas quiso comer un poco de pan con queso. Recostado
sobre la mesa, había gastado la noche entera junto
a la botella de Tres Plumas y el cuaderno. Al
mediodía siguiente, no le quedaba ni un solo rastro de lo que había pensado o tal vez, escrito; tampoco del momento en el que la ebriedad había derrotado su
conciencia y lo había arrojado vestido sobre la cama.
Se levantó, puso agua a calentar y esperó
junto al fuego. Los pensamientos y las cosas reverberaban. No había manera de que se estuvieran quietos.
Una baranda, el faro,
la piedra. Los fragmentos del sueño que había tenido explotaban frente a sus ojos
como pompas. Una falda roja, una noche
sin luna, una bahía.
El hormigueo de la caldera le avisó que el
agua ya estaba caliente. Preparó un café negro y volvió a la cama con la taza, el
cuaderno y la birome. Algo sonrió en su interior cuando advirtió que era bien pasada la hora de entrada al trabajo. Quiso rescatar aquel sueño del olvido pero el gorjeo
de una pareja de gorriones en la ventana le robó la intención. Los chiflidos le
llegaban abultados, como si él estuviera
de un lado de un tubo y los pájaros del otro. Cuando apoyó la lapicera en el
papel, las visiones del sueño se habían escondido. No hay caso; correr detrás
de las pistas de un sueño es tan inútil como perseguir a un cachorro con una
rama en el hocico. Hay que ignorarlo. Hacer otra cosa. Entonces el sueño vuelve y te deja atrapar las imágenes tras los barrotes de los renglones.
Pensó en buscar pan y deshacerlo en migajas
sobre la ventana pero desechó la maniobra pensando que las aves se asustarían y
luego tardarían en volver.
Volvió al cuaderno. Al principio su mano
estaba muda. Después las nociones fueron llegando, primero de a una, luego
asomándose varias y agolpándose para salir de sus dedos como una multitud
desordenada y ruidosa de niños huérfanos.
No era la primera vez que, en estado de resaca, su afición natural por la escritura rodaba con facilidad. No escribía nada inventado; es como si estuviera copiando, a la mayor velocidad posible, algo pronunciado en su interior, algo que normalmente no es posible escuchar. Escribía frenético, las cursivas se dibujaban
carnosas y orondas sobre la página en blanco.
Cuando detuvo la lapicera, una mancha de tinta creció desde la punta y se derramó hasta formar una verruga negra sobre el papel. Se quedó mirando la gota hasta que fueron dos en vez de una. Tuvo ganas de oler la tinta y se llevó la hoja a la nariz. La gota se derramó formando una lágrima invertida; respiró aquel sudor astringente con los ojos cerrados. Olía a azul, pero era negro.
Cuando detuvo la lapicera, una mancha de tinta creció desde la punta y se derramó hasta formar una verruga negra sobre el papel. Se quedó mirando la gota hasta que fueron dos en vez de una. Tuvo ganas de oler la tinta y se llevó la hoja a la nariz. La gota se derramó formando una lágrima invertida; respiró aquel sudor astringente con los ojos cerrados. Olía a azul, pero era negro.
Recién entonces una puntada leve empezó a
picotearle la frente. «Tengo los gorriones adentro
» . El súbito
pensamiento lo impresionó porque al levantar la vista los pájaros ya no estaban
en la ventana. Tomó un sorbo de café pero
no quiso buscar una aspirina. Mientras el dolor fuera así, un pichón distraído
en su cabeza, quería soportarlo.
Varias veces se había sorprendido a sí
mismo tolerando pequeñas molestias físicas: la rodilla de la humedad, un dolor
de cintura, la carne afiebrada alrededor de una cutícula. Le gustaba transportar
esos dolores sin atenuarlos, como un íntimo ejercicio de resistencia.
El alcohol tenía el poder de espantar al miedo y sin él, el sufrimiento era inofensivo. Por obra de la resaca, el dolor redondeaba sus aristas, se volvía esférico y acolchado, confortable. Con la espalda incrustada en la almohada y en la soledad del cuarto, recordó haber leído que ciertas tribus de Oriente Medio decidían sus estrategias de guerra en total estado de ebriedad. Mientras los generales del ejército se daban la gran farra acodados en la mesa sobre los mapas de la región, un escriba abstemio anotaba las decisiones tomadas por los jerarcas. Maniobras, traiciones, batallas; todo lo que decidían los borrachos quedaba registrado. Todo se anotaba con precisión, por más extravagante, suicida o sanguinario que fuera. A la tarde siguiente, con la cabeza fría, los generales se reunían en el mismo lugar y se leía en voz alta lo que el escriba había anotado. Casi nunca se cambiaba una coma de lo escrito y el documento se utilizaba como protocolo. De guerra, como si hiciera falta aclararlo.
El alcohol tenía el poder de espantar al miedo y sin él, el sufrimiento era inofensivo. Por obra de la resaca, el dolor redondeaba sus aristas, se volvía esférico y acolchado, confortable. Con la espalda incrustada en la almohada y en la soledad del cuarto, recordó haber leído que ciertas tribus de Oriente Medio decidían sus estrategias de guerra en total estado de ebriedad. Mientras los generales del ejército se daban la gran farra acodados en la mesa sobre los mapas de la región, un escriba abstemio anotaba las decisiones tomadas por los jerarcas. Maniobras, traiciones, batallas; todo lo que decidían los borrachos quedaba registrado. Todo se anotaba con precisión, por más extravagante, suicida o sanguinario que fuera. A la tarde siguiente, con la cabeza fría, los generales se reunían en el mismo lugar y se leía en voz alta lo que el escriba había anotado. Casi nunca se cambiaba una coma de lo escrito y el documento se utilizaba como protocolo. De guerra, como si hiciera falta aclararlo.
Los gorriones habían vuelto. Ahora
picoteaban las rendijas de masilla de la ventana. Pensó en los
generales. Volvió las hojas del cuaderno hacia atrás y empezó a recorrer,
curioso, las páginas que había escrito bajo el mando del alcohol la noche anterior. Cuando
terminó de leer, cerró el cuaderno. «Por qué no?»
Se dijo que, en sus decisiones, aquellas tomadas con el razonamiento intacto y abstemio, las personas
sobreestiman aquello que tienen para perder. Y aunque creen decidir por sí mismas, muchas veces es el miedo quien decide. El alcohol, como los sueños, no ayudan a razonar con mayor claridad pero sí es un gran consejero para identificar el lugar en el que se alojan los deseos. Se puso
de pie y abrió las ventanas de par en par. Las aves huyeron; la ciudad entró a
su cuarto. Ofreció su mejilla a la cachetada del viento y le devolvió
un suspiro.
No había nada más que pensar. Tomó una ducha,
se calzó el vaquero y las botas. Buscó su mochila debajo del ropero y puso sus
pocas cosas adentro –la ropa, los tres libros, el reloj, la foto de su hermana y
de su madre- y cerró los cordeles. Antes de salir, deshizo una hogaza de pan
sobre el alféizar de la ventana.
Caminó calle abajo, hacia el puerto. De
lejos vio al barco cargando grano.
Probablemente zarpara ese día. ¿Hacia dónde? Qué importaba. Se sentía un poco por encima de las cosas, a salvo de todo, de la rutina, de la prudencia, del control. Mientras la brisa marina le iba lavando la resaca, se dio ánimo. Cantaba por dentro y todavía sentía una punzada en las sienes.
Probablemente zarpara ese día. ¿Hacia dónde? Qué importaba. Se sentía un poco por encima de las cosas, a salvo de todo, de la rutina, de la prudencia, del control. Mientras la brisa marina le iba lavando la resaca, se dio ánimo. Cantaba por dentro y todavía sentía una punzada en las sienes.
Nunca antes había subido a un barco; por eso se sintió más mareado de lo que ya estaba cuando cruzó el breve puente entre el muelle y la cubierta.
El viejo estaba hincado sobre una gran rueda de aparejos gruesos y encerados. Se rascó la barba cana y lo midió palmo a palmo al escuchar la pregunta. Le dijo que que, efectivamente, era su día de suerte; salían ese día y les hacía falta un marinero.
El viejo estaba hincado sobre una gran rueda de aparejos gruesos y encerados. Se rascó la barba cana y lo midió palmo a palmo al escuchar la pregunta. Le dijo que que, efectivamente, era su día de suerte; salían ese día y les hacía falta un marinero.
*De El Horóscopo del Bebedor. 1994
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