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5.10.09

Duerme Negrita

La primera vez que escuché Unicornio lo hice cabalgando en la voz oscura y densa de la Negra. Llegó a mi vida -y a la de millones- como una especie de canción imposible, amarrada a una voz imposible (Por cierto, todo era imposible en esa época, empezando por los amores). Mi primer Silvio y también el Pablo Milanés inicial, mi primer Caetano y Milton llegaron montados en ese caballo rebelde y noble que es la voz de la Negra. Su muerte es de esos sucesos que le ponen un antes y un después a la biografía de los otros. Que te explican, por si no lo entendiste, que el tiempo pasa a rabiar y que cambia, todo cambia. Algo parecido a lo que nos pasó hace muy poquito con la muerte de Benedetti. Leí en la Diaria que cada vez que la Negra tomaba prestada una canción, no se quería ir más de su lado. Las canciones se dejaban apropiar mansamente por ella, amaestradas por su dulzura, como si hubiesen sido compuestas para ella. Se que hay en el mundo por lo menos una persona que en estos días tiene guardada en la retina la imagen de una noche en el Opera. Escucharla, llevarla adentro y verla era parte del mismo ejercicio; no se trataba de un show musical, era una experiencia. La estoy viendo con aquel gesto roto y una mirada loca, por encima de nuestras cabezas, más allá de la gente y el teatro, como si viera fantasmas, qué se yo, la cana y el exilio, el desprecio amargo de muchos de sus contemporáneos, que habrá sido lo peor, pero no la mató, No quepo en su boca. Me trata de tragar pero se atora con un trébol de mi sien. Creo que está loca. Le doy de masticar una paloma Y la enveneno de mi bien. Me acuerdo de otro recital, en Obras creo, con el grupo Markama, al cual nunca más volví a escuchar. La Negra, de poncho rojo, cantaba inclinada sobre un mar de encendedores y fósforos, cantaba como si estuviera por ponerse de rodillas, con los ojos cerrados y la mano en el pecho: Quién dijo que todo está perdido Yo vengo a ofrecer mi corazón. Cuando me fui y no antes, me enteré de algunas cosas que dicen de los argentinos. La mayoría son verdades o medias verdades y no son agradables al oído pero no es este el caso. Dicen que los argentinos somos un público especial, que vibra de manera diferente y da mucho de sí a sus artistas. Este amorío de ida y vuelta, esta crianza mutua entre artista y público es algo que respiré muchas veces con León, con Charly, con la Negra Sosa. Si tuviera que elegir un momento musical en toda mi vida, seguro sería alguno de los tantos junto a León Gieco. Tal vez, aquel recital en vivo con él y la Negra, abrazados debajo de las estrellas, frente a un nosotros compacto y fugaz, un público poseído de belleza y de nostalgia, pasandose a Carito de boca en boca, Mi suerte quiso estar partida Mitad verdad, mitad mentira Como esperanza de los pobres prometida. Con la Negra, un pueblo aprendió a cantar de nuevo. Aprendimos y le enseñamos a cantar a nuestros hijos. Yo con él. Pocas canciones me son tan insoportablmente conmovedoras como el Cuando ya me empiece a quedar solo de Charly en labios de la Negra. No puedo escucharla más. Allá lejos y hace tiempo, nos gustaba entonarla al final de la noche, cuando te tocaba la guitarra y no la podías devolver; cuando se acababa el vino y empezaba la ronda de mate de madrugada hurgando en la caja, la pizza fría. Tendré los ojos muy lejos Y un cigarrillo en la boca El pecho dentro de un hueco Y una gata medio loca. Otros fueron los que resistieron desde adentro y desde lejos con la lumbre encendida de su voz. Mi generación se prendió la palabra democracia al pecho, con el alfiler de su nombre y su regreso. Recién, en la cama y después del cuento, Tino me pide que le cante. De buena gana acepto siempre esa especie de radio viviente en la que me transforma todas las noches. Cantame Duerme Negrito, me dice. Le tomo la mano y le canto despacio, con intervalos hechos de susurros, tratando de rascar dentro de mí para encontrar la voz guardada de la Negra. La lámpara encendida, la casa silenciosa, la gata enroscada en nuestros pies. Mi país, velando, del otro lado del mar. Empecé cantando pero termino tarareando nomás, mis labios apenas vibran sobre la frente dormida de mi hijo, duerme, duerme Negrita.

29.3.08

Sala de espera

Cuatro personas esperaban sentadas en los sillones de falso cuero blanco enfrentados como puntos cardinales. Se ignoraban educadamente como si no quisieran contagiarse ni siquiera con la mirada. Un hilo de música funcional hilvanaba la espera de todos. Yo entré y fui directo a la recepción; pero la había visto antes aún de entrar, calcado su rostro en el reflejo del mío sobre el vidrio blindado de la puerta. Ella se frotaba las manos, no digo, con inquietud, era otra cosa, y las volvía a poner sobre las rodillas. Miraba a un punto imaginario en el suelo, un poco más allá de la punta de sus zapatos y volvía a hacer aquello de las manos. Quién sabe por qué, yo, que venía de la calle pensando en nada e iba allí por otra cosa, empecé a preguntarme cuál sería la espera desesperada de aquella muchacha. Fue una flecha de piedad lanzada por el arco de su espalda erguida y altanera, y el gesto cóncavo y triste que lleva siempre una mujer derrotada. No, no siempre, quise decir esa mujer, en ese instante. Fue un picotazo al adentro y sentí de inmediato una culpa insignificante al comprender que ella necesitaba un auxilio que yo podía pero no iba a darle, porque no se estila andar por la vida empuñando una varita o una palabra salvadora o una daga para terminar de una vez con todo. Quise ignorarla porque yo venía a otra cosa, eso lo dije, pero mientras hablaba con la secretaria, no pude evitar prestar atención a esa urgencia de frotarse las manos como si estuviera esperando que un genio apareciera de una lámpara invisible. De pronto, sin dejar de hablar lo que yo hablaba y sin dejar de escuchar las indicaciones monocordes del otro lado de la mesa de fórmica, me ví a mí misma hace veinte años, en una sala parecida pero sin luz de la mañana colada entre las persianas, sin sillones de cuero ni otros ni secretaria. Me traje y me distraje en mi derrota. No dejé ni un momento de hacer mis preguntas operativas, incluso devolví una o dos sonrisas y atendí las explicaciones; sin embargo, era yo esta vez restregándome las manos en una espera desesperada, veinte años atrás, como si jamás hubiese salido de allí, como si en dos décadas no hubiese estado mirando otra cosa que aquel punto en mi mente, justo delante de mis zapatos. Y por extraño que parezca, en ese paréntesis obligado de la memoria, adiviné la cara de oprobio de los otros tres esperadores cuando en unos instantes yo me pusiera en cuclillas justo enfrente de los ojos de la joven, cuando moviera mi cuerpo para instalarme en el centro de su pensamiento; y presentí su desconcierto -y su alivio?- cuando le tomara las manos y le preguntara, como si hiciera falta, te puedo ayudar. Hay imperativos del alma que nadie te impone y que nadie puede impedir que te veas obligado a cumplir. La secretaria extendió entonces el papel para que yo lo tomara, lo apoyó sobre la mesa de fórmica para que pusiera en él mi firma y yo, que quise asirlo pero sucedió lo de aquella brisa a mis espaldas que lo hizo volar. Y entonces me dediqué a atraparlo aplaudiendo en la nada, persiguiendo la hoja leve y oscilante que se estacionaba en el piso encerado y yo detrás, y la hoja que aún insistía obstinada en patinar un poco más, separada del piso por un colchón de aire ínfimo, disparada limpiamente hacia la sala de espera, hasta que pude atraparla en un malabarismo ridículo y un malambo absurdo y certero. Y cuando me agaché y me extendí hacia el papel, en cuclillas, justo frente al sillón vacío, no tuve que darme vuelta para saber que era ella la que había provocado la brisa, la que había decidido no esperar más, dejar de tolerar; la que había huido, en fin, corriendo o caminando; quién sabe cómo hacen los demás para salir. En verdad, solamente queda el recuerdo de lo propio y el vaivén de la puerta entreabierta de las salas de espera de nuestra biografía.

25.3.08

Notas junto a un sueño

Ya no lo recuerdo. Sólo guardo algunos gestos descoloridos como recortes de una revista vieja. El resto es un borrón, apenas un perfil o un tono de voz que me hace girar la cabeza en un centro comercial o una librería de Buenos Aires, muy de vez en cuando. No es que lo haya olvidado. Eso sería absurdo. Pero el dejar de amarlo, siglos después de dejar de verlo, fue al costo de la ceguera de su recuerdo físico, de las anécdotas y las sensaciones que, encadenadas o superpuestas, permitirían rearmar la historia. Sin embargo, algunos de sus gestos, los más inocuos o los más resistentes, curiosamente, no se esfumaron del todo. Hay, en orden de aparición, el hueco de su nuca casi oculto tras una llovizna mal recortada de cabellos lacios y negros. Su mano derecha marcando el compás sobre la mesa con una lapicera de plástico transparente. Cerca del meñique la tabla de madera lustrada hace un ovillo más oscuro, un nudo como un ojo hundido que mira. Está la curva irreal de sus labios dormidos, el límite impreciso entre el cuero del reloj y la piel de la muñeca; la mueca de estar leyendo, con el gesto derretido y lúgubre, las ojeras que ocupan la mitad de la cara. Está ese relámpago suyo en los ojos al pronunciar algo -quién sabe qué-; su expresión distraída detrás del vidrio de un bar; la manera cómica de girar sobre sus talones un viernes al mediodía; la cadenita con la cruz pegada al sudor del pecho lampiño en una noche de luna y pampa. Nada más. Pienso. Rebusco. Más nada. Fragmentos. Son como esos objetos que intentamos ordenar de vez en cuando. Caben en la palma de una mano. Alguna vez fueron partes funcionales de algo más grande, ahora son cositas sobre un estante. Como no sabemos dónde ponerlas ni nos atrevemos a tirarlas, las volvemos a dejar sobre la alacena para que junten más polvo. Tal vez, me digo, si juntara los pedazos… Pero, es inútil. Hay cosas que no se deben reparar. Como tratar de pegar con La gotita los mil trozos de una taza rota. Siempre quedan esquirlas de loza, fracciones perdidas que dejan rendijas diminutas por las que podría filtrarse, gota a gota, la vida entera.

13.12.07

Baba Lucija

Nació un día trece del año trece. No tuvo madre, apenas padre.  Huyó de su casa a los nueve años. Tenía en la mano izquierda, truncada, la línea de la vida; pero saltó sobre ella y decidió sobrevivir.

Fue sirvienta y cocinera, y la primer mujer tornero en su época. Se aplastaba los senos con una faja  para no lastimarse en la tornería y para que los hombres no la miraran. Tenía una belleza maciza, de potranca. El cabello casi blanco de tan rubio y, los ojos, aguijones de un celeste translúcido.

Atravesó la guerra y el océano con tres hijas colgadas. Iba detrás de una carta que no había sido enviada para ella.
Un día descubrí que Alan Lee había copiado su sonrisa en la ilustración de un libro de seres mitológicos. Le gustaba la música, el helado de durazno y una grapita a las once del día.

Entre otros tesoros me legó sus cuchillos centenarios. Uno es largo y de un acero delgado, como un cimitarra, útil para cortar carne. El otro, muy viejo, es un estilete con mango de guampa y una punta peligrosa. El tercero sirve para separar el hueso de la pulpa; la hoja , casi triangular,  tiene apenas unos centímetros de tanto haber pasado por la piedra de afilar.

De la Baba tengo, además, la receta de la sopa de pobre hecha con agua, harina y ajo; el chucrut con sarma y el misterio del café clarividente. Manuscrita en el alma, me dejó la novela de su vida y me regaló a esta madre que me parió que cada vez más, se parece a ella.


Se fue una mañana de Día de Muertos. Dicen que ese día el sol caía a rajatabla sobre el barrio de Agronomía.  Que levantó la vista y lo miró de frente, como tantas otras veces cuando se detenía a descansar sobre la azada en el surco. Pero ese día estaba sentada en un sillón de mimbre en un patio del barrio Agronomía, lejos de Zagreb y de la tierra sembrada. No era una mujer para estar sentada.
Dijo que ese era un buen día para morir. Por el sol y porque sumaba trece.

Mentira la muerte. Hay quienes no se van. Acá está conmigo hoy, tomándose una rakija en el día de su cumpleaños. Zivili Baba Lucija!

4.12.07

Homero en la bolsa

Yo tenía doce, mi hermana casi seis. Mis viejos se habían ido de viaje a Europa en barco. De repente, de un día para el otro, nos encontramos viviendo con la nona y el nono. A veces también venía a cuidarnos la hermana de mi abuela, la tía J., enfermera, solterona, de risa fácil y bolsillo generoso con mis caprichos. Vivimos con ellos un par de meses; el viaje no había sido planeado así, pero el barco de mis padres quedó fondeado en el puerto varios días y no llegaron a casa hasta después de Navidad. Aquel no fue un tiempo de libertad, era puro libertinaje. No recuerdo haber extrañado a mis padres pero no sé si es así o es que la memoria, para preservar la autoestima, suprime cierta clase de episodios dolorosos. Sí recuerdo, en cambio, dormirme en la cama grande, con la flaca de la mano, chiquita ella, andaba siempre despeinada y con la cara sucia porque mamá no estaba para hacer la colita. Todo era un relajo. Si no quería ir a la escuela, no iba. Me dormía cada noche con el televisor encendido hasta que hablaba el cura y pitaba la señal de ajuste. Mis padres jamás me hubiesen dejado. Comíamos lo que queríamos, si no teníamos ganas, no nos bañábamos; pero no había estado de infracción ni reprimenda; yo era una especie de dictador omnipotente, una escolar maquiavélica y arbitraria contra la cual mis abuelos no podían hacer nada. Teníamos dos gatos. Una gata blanca, llamada La Gata, que tenía un ojo celeste y el otro verde, y Homero, un enorme gato, albino también, huesudo y cabezón, de pelo tan corto que se le veía la piel transparente. Homero era viejo y manso, maullaba ronco como un gangster reblandecido, casi no se le oía; un gato muy educado, excepto porque adoraba mear donde no debía. Un día, la tía J. vino de visita con mi madrina Coca. Me dijeron que buscara la bolsa de las compras, que íbamos de paseo con Homero. A mi debe haberme resultado divertido llevar al gato en la bolsa. Fuimos para el lado de la facultad de Agronomía, era de tarde, nochecita más bien, verano. Ellas conversaban y yo lo llevaba con la manija al hombro. Homero se había acomodado muy orondo en el pliegue inferior de la bolsa de plástico a rayas, tan dócil era, tanta confianza me tenía. No sé cuántas cuadras caminamos, pero me dolían los pies y pedía por volver. De pronto la tía J. me dijo, "juguemos, dale vueltas". "Calesita!", dijo con su voz chillona. Yo lo hamaqué un poco, todavía me parecía cómico verlo perder estabilidad o, al menos, eso creo; pero entonces ella me dijo "dejá, yo lo hago". La estoy viendo. La tía J. giraba como loca con la bolsa agarrada con las dos manos, se curvaba en un ángulo agudo y la hacía volar casi horizontal de tan rápido que iba. La Coca se reía, "dale más, dale más!", decía. A través del tejido de la bolsa ví los ojos aterrados de Homero. Creo que recién entonces entendí. Grité para que parara, pero ya era tarde. Cuando la tía J. paró en seco y dejó la bolsa en la vereda, Homero salió disparado a toda velocidad, cruzó la avenida en zig zag, mareado, borracho, en pánico. Me habían llevado para perder a mi gato meón, al bueno de Homero, y yo no me avivé hasta el final. Me lancé detrás de él pero no lo pude detener. Corrí de vuelta a casa, lloraba, las viejas quedaron atrás, "ya se te va a pasar", me dijo la tía J, "este gato no jode más". Ahora que lo pienso, no sé si mi veta de tirana resentida con la tercera edad durante ese tiempo de orfandad, no fue más que una respuesta impotente a la tortura moral que me aplicaron obligándome a abandonar a mi gato. No sé tampoco dónde habrá ido a parar la culpa que habré sentido en ese momento. Ni recuerdo tampoco haber acusado a la tía J. cuando llegaron mis padres. O tal vez lo hice, pero no tengo registro de que haya habido castigo para la torturadora. Aquello fue en diciembre. Nunca más lo volví a ver. Ni siquiera volví a ver a un gato parecido. Ayer lo soñé, me miraba sin rencor desde una medianera. Movía la cola finita. Perdón, Homero. A veces no nos damos cuenta cuando dejamos que otros nos hagan perder lo importante, hasta que es demasiado tarde.

14.9.07

La noche boca arriba

Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos; le llamaban la guerra florida.
A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él -porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones. Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pié y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe. Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en la piernas. "Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado..."; Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio. La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. "Natural", dijo él. "Como que me la ligué encima..." Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerro los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento. Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás. Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían. Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. "Huele a guerra", pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante. -Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto, amigazo. Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última a visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes, como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor, y quedarse. Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trocito de pan, mas precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose. Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. "La calzada", pensó. "Me salí de la calzada." Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él, aferraba el mango del puñal, subió como un escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y al la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada mas allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores. Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás. -Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien. Al lado de la noche de donde volvía la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin acoso, sin... Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco. Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el piso, en un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno. Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el mas fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como el bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero como impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de su vida. Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegados a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque estaba otra vez inmóvil en al cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras. (Julio Cortázar, "Final del Juego") *Ahora se puede ver de dónde he calcado -no deliberadamente pero no quise cambiarlo porque es un homenaje y una paradoja a la vez- el formato del relato Mae, ese acerca del parto.

15.8.07

Otros puertos

Hoy mi padre nos fue a buscar al puerto. Ahora es así, pero durante los años de mi infancia fue al revés. Apreté la mano de mi hijo al pensar en eso. Cuando las valijas pasaban debajo de la máquina de flecos de goma recordé como un flash todas las veces que fuimos a buscarlo con mi madre. A F. no la tengo puesta en esta escena de la memoria, seguramente se quedaba con alguien porque era chica. Era un puerto distinto a este; el piso y las paredes tenían el color y las muescas del trabajo, no del turismo. Recuerdo una vez, paradas las dos en la dársena, mi madre y yo. Estaba tan nublado que me dolía la vista. El viento me envolvía la cara con el pelo largo. El barco rojo se acercó bufando como un viejo y gigantesco animal prehistórico. Faltaban pocos metros para que tocara los neumáticos apilados del muelle. Instintivamente, dimos un paso atrás, como si dudáramos de que la mole pudiera detenerse sin trepar a tierra. El barco apagó los motores unos segundos antes de atracar. A cada lado de estribor, los marineros lanzaron sogas anchas como brazos para atar el buque en los amarraderos. Concentrada como estaba en la maniobra, no me dí cuenta de que hacía rato que él nos observaba desde la proa. El silbido me despabiló del todo y lo saludé efusivamente con la mano. Llevaba un gorro de lana a rayas y un grueso par de guantes de cuero.

11.8.07

Locos bajitos

"I per si muove!". La frase la digo pensando en mi espalda, después de la fiesta del cumpleaños de Tino. Tampoco se puede quejar (mi espalda) porque ya estaba dolida de antes; y sobre todo cuando el resto de mi cuerpo y cada célula anímica también, está rebosante de una especie novedosa de alegría. Una felicidad encendida por la celebración de la existencia de un niño. En tantos años de reuniones de adultos, había olvidado el verdadero sentido de la fiesta: jugar, cantar, sorprenderse, vivir un rato en una dimensión mágica, paralela e independiente, mimar los sentidos. Hoy por la tarde, los chicos se apropiaron del lugar sin tapujos sabiendo que todo era para ellos. Los payasos convirtieron a L. en gato, a Tino en chancho e hicieron desaparecer a un A. feliz de regresar de una sola pieza. A. llegó tarde y se sentó en mi falda como un cachorro de león. Estaba ansioso por encontrar el momento de entregar el gran paquete al cumpleañero. En sus ojos, como en los de otros niños que vinieron hoy, me encontré con el poder de la mirada primitiva, genuina, sin doble intención, transparente, verdadera, con la fuerza intacta. En la mirada de los niños hay poder. Me pregunto qué hace que los adultos perdamos esa manera de mirar. Al final, cuando todos se habían ido, pusimos bien fuerte el cd de Los Redondos y bailamos los tres haciendo pogo y en ronda sobre los restos de la fiesta: migas, globos, papeles de regalo, guirnaldas caídas como ramas multicolores sobre el claro secreto de un bosque.