23.2.08
Arqueología del insomnio (apuntes a la salida del sol)
Soy insomne. Al menos desde los quince, tal vez antes. Sencillamente, me cuesta apagarme, bajar el interruptor, parar los motores. Relaciono mi insomnio con la genética –a mi mamá le cuesta pegar el ojo- y con la mala educación del sueño en mi primera infancia. Esto último agravado por dos cuestiones biográficas: la curiosidad incontrolable que yo tenía por mantenerme despierta y tratar de escuchar desde mi cuarto las reuniones de mis padres con sus amigotes o el delicioso morbo sufriente al escucharlos discutir en la madrugada. (El otro día vi un fragmento del documental de Berliner, en el que él se confiesa insomne irredento y le reclama a su madre en cámara por no haberlo educado en el buen dormir, además el tipo se ha convertido en un obsesivo con los horarios de sueño de su bebé, etc. Me pareció decadente pero me sentí identificada).
La otra madre de mis desvelos es la lectura, claro. Soy del club (de grande descubrí que somos legión) de los que usaban una linterna bajo la frazada para leer hasta altas horas de la noche. Para no ser descubierta, interrumpida o reprimida en el final de una novela, podía sudar dos horas debajo de la manta y terminar con tortícolis por todo el día siguiente. Ahí me pregunto qué fue primero, si el huevo o la gallina, el insomnio o la literatura.
II
No sé cómo hacía para rendir en la escuela. Y eso que no era mala alumna, al contrario, de mediocre para arriba. Quién sabe, con un buen descanso en esa etapa germinal de mi formación, tal vez hubiese sido un genio, una pequeña maravilla infantil. El caso es que, ya con quince, aparezco en las fotos con una expresión flemática y unas ojeras del siglo XIX muy a tono con la que ineludiblemente sería mi temprana vocación por la escritura. Era la época de ir a la Agronomía con mi perra Almendra y hundirme boca arriba en el campo de alfalfa a leer a Borges, Hesse, Tolkien; y de noches enteras con Lorca, Poe, Teresa de Avila, San Juan de la Cruz. Dormir era pecado mortal. Parafraseando a la santa, podría ilustrar esta etapa de mi vida con “Vivo sin vivir en mí y tan alta vida espero que muero porque no… leo” (!).
III
Probé de todo, valeriana, melatonina, pasionaria, ramas de lavanda, digitopuntura, meditación, yoga, sexo, tecito “Duérmete!”, plidex. El té, que tiene pasionaria, en dosis doble, creo que me ayuda, al menos forma parte del rito personal de “finalmente, tenés que ir a la cama y dormir, carajo!” (habría que abrir un capítulo aparte sobre las manías del insomne y aquellas otras ejercidas meticulosamente para conciliar el sueño). Pero, si realmente quiero dormir, si debo hacerlo por razones de vida o muerte, tengo que tomar un somnífero del estilo Rivotril para arriba. (Tengo que pensar la palabra del medicamento porque siempre la confundo con Rivendel, la tierra élfica de Tolkien. Una vez, incluso, dejé perplejo a un farmacéutico).
Entonces, con la pildorita blanca, caigo como una piedra al fondo de un lago, sin cansancio ni sueños; sin disfrutar nada de lo disfrutable del dormir, amanezco igual de embotada que si hubiese dormido poco y con algún brazo o la cara aplastada y con surcos por estar toda la noche en la misma posición, no diría descansando, sino recuperándome del knock out químico. (Por eso no uso Rivotril desde hace años, aunque no lo descarto del todo para alguna época crítica en la cual necesite imperiosamente dormir temprano).
En estas últimas semanas, encima, estoy durmiendo muy, muy tarde y a veces me despierto con la primera luz del alba. Siento los párpados de papel de lija y empiezo a experimentar, aún sin levantarme, una especie de mareo que arrastro toda la jornada. Durante el día necesito hablar en voz muy baja y moverme con lentitud, como si estuviera en “modo de ahorro de energía”.
Ni hablar del estado en el que quedo si la cena anterior estuvo regada con más de dos copas de vino o más de dos puchos. Pero sobrevivo. He descubierto que soy fuerte. Ya no es usual que me angustie al paso de las horas de desvelo, salvo en esas ocasiones en las que soy yo la que está más sombría que la noche. Y, aunque me gustaría aprender a dormir un poco mejor, no sé si cambiaría mi condición desvelada por la de una mañanera corredora de la rambla; esas con expresión brillante en los ojos, las que tienen la piel de nácar y las respuestas rápidas antes del mediodía.
IV
Recién ahora, a los cuarenta años, casi, y con un hijo de tres, empiezo a reconciliarme con mi naturaleza noctámbula. Ayer, por ejemplo, me quedé leyendo hasta las 2 (una biografía espléndida de C. Lispector). Hoy me desperté a las 6 de la mañana porque no podía seguir durmiendo. En la madrugada había un corro de voces e imágenes rondando alrededor de mí. Como los pensamientos en la cabeza de Damiel y Cassiel. Impresiones, escenas que me parece que soñé o que simplemente están ahí ante mis ojos, que suceden con mi protagonismo pero sin mi voluntad, como una vida paralela.
Así es como estoy durmiendo las últimas semanas, para la mierda.
Durante todo el año pasado en el cual me dediqué exclusivamente al trabajo literario, no digo que mi sueño mejoró, pero mejoró mi relación con el insomnio. Por primera vez desde mi adolescencia, dejé que mi insomnio me mostrara su lado fructífero y benefactor.
Es distinto desvelarse por la noche sabiendo que, al otro día, habrá la posibilidad de seguir trabajando en la simiente de un relato nacido al borde de la vigilia y con una siesta de por medio, que la realidad inminente de tener que estar bien descansada para funcionar, andar veloz en tacos, parecer inteligente y convencer de ello a un grupo de expertos en traje y corbata con gerundios infames en inglés del estilo Leveraging, Fostering, Strengthening, Promoting, Improving. Es ingrato.
V
Estos primeros meses del año me tienen a mal traer. No escribo (no tengo el espacio, el ocio y la energía espiritual que necesito) ergo, no estoy bien, ergo, duermo peor que nunca. (Estoy escribiendo esto, casi en forma automática, como un experimento de exorcismo).
Cuando escribo, bien o mal, duermo mejor. O bien, mis insomnios son de mejor calidad. Si no escribo, duermo pésimo y los insomnios son de terror.
Me levanto malhumorada y todo el tiempo siento que debería estar haciendo otra cosa. Me la paso pidiendo disculpas por tratar mal a los que quiero. No soy yo la que está en mí sino un personaje de la galería de los pusilánimes, una sustituta que me fastidia con su parálisis mental.
Este estar fuera de lugar, cansada y enajenada, me contamina el ánimo aún en aquellas cosas que me gusta muchísimo hacer y que me son vitales: estar con mi hijo, cocinar, charlar con R, estar en la casa de la playa. Adoro todo esto, pero no puedo disfrutarlo plenamente si no escribo. Es así, no se cómo funciona, pero es así.
He llegado a pensar que para mí, escribir, no se trata de vocación. Que no tiene nada que ver con un acto estético o algún imperativo de orden espiritual. Que poner el alma en un papel es una necesidad orgánica, una tendencia de carácter obsesivo, arraigada vaya a saber en qué oscuros pasajes psíquicos de mi infancia, mi ego o mi aparato neurológico.
Tal vez, debería empezar a considerar la escritura como una droga.
Así sería más franca conmigo misma y podría elegir curarme, dejarme consumir por ella o morir de sobredosis.
Y dormir, en paz, al fin, por más de ocho horas.
13.2.08
desencanto
1.2.08
2008 RELOADED
11.12.07
Bitácora y fiesta
historia doméstica
28.11.07
Onetto-Levrero: 1, Palas Atenea: 0
19.11.07
Viaje al mundo de Ana
15.11.07
Ciudad Dalila
6.11.07
J, el poeta
30.10.07
El hombre del bosque durmiente
Detrás de él venía su padre como un paje, recogiendo y midiendo las miradas de los comensales con una sonrisa. Iñaqui se detuvo un segundo delante de mí y le dió unos besitos al sapo con un afecto desmesurado, después dió una vueltas sobre sí mismo. Me recordó a Laurel de Los dos Chiflados. -Te compraste un sapo de jardín? -se lo pregunté al niño de la mirada, no al anciano de las manos. Revoleó los ojos, buscó primero apartar al padre; se hacía espacio para hablar conmigo: -Me dejás, papá, un segundo... hablar con los clientes... gracias...
El padre asintió, siempre sonriendo. Iñaqui esperó a comprobar que su padre se sentaba en una mesa al otro extremo, para volverse a mí y contestarme con algo de frivolidad y desinterés teatrales: -No los compro, mi reina, los vendo. -Vendés sapos de jardín? Qué interesante. -Por qué? -se apuró- pensás comprar un sapo? A mí, los sapos de jardín no me gustan y menos de ese tamaño, pero había algo en él que me hacía rogar por el favor de su atención. -Puede ser, según sea el precio... -Cien. Me lo dijo retirando un poco el sapo hacia atrás con las dos manos y la cabeza hacia adelante, provocativo -Bueno, quiero uno, entonces. Para mi jardín. Iñaqui se rió con la astucia de quien sabe que sorprenderá con el as de espada en un truco: -No tengo más... este era el último, y es para Walter. Y agregó en sordina: -Pero te puedo dar mi teléfono y me llamás, así salimos a alguna parte, vos y yo solitos, y te llevo un batracio... Mi marido se despertó de pronto, enarcó las cejas, lo saludó con la cabeza y se puso de pie. "Te espero en el auto..." Iñaqui lo vió salir con el mentón en alto y se volvió hacia mí, confidente: -Si supiera lo que pienso de él... - dijo, dejando caer una mirada de desperecio y cansancio sobre mi compañero, como si no nos hubiésemos conocido tres minutos antes, como si él se hubiera pasado la vida entera disputándole la mina al otro. Entonces me dió la espalda y se fue a buscar el lápiz a la barra para anotarme su direccción de mail. Tino me pedía que lo alzara y le dí el gusto. Entonces, el padre de Iñaqui se paró y se acercó a mi mesa. Un hombre agradable, con la paciencia calcada en la expresión. Me saludó amablemente y me contó que su hijo había tenido meningitis a los seis años. Estuvo en coma profundo durante otros seis. Seis años en coma. Lo había llevado a todas partes, a Argentina, a Chicago. Nada. Iñaqui dormía. Los médicos lo daban por muerto. Un día, contra todos los pronósticos, despertó. Le llevó cuatro años más ponerse de pie. Ahora Iñaqui tiene veintiocho y vende sapos de yeso para pagarle al padre una computadora portátil que no quiere aceptar como regalo. Ya vendió cuarenta sapos. Tiene un retraso leve que lo hace pasar por un excéntrico, un artista desbocado, un seductor con patente. Un minuto después, Iñaqui se acercaba con el papel en una mano y el sapo siempre bajo el brazo. Esta vez en silencio, despidió nuevamente a su padre de mi lado dibujando con la mirada el trayecto del hombre de vuelta a su mesa. -Reina -me dijo y me tomó la mano- un placer. -Y la besó, con una reverencia. Después me acompañó hasta el auto y me abrió la puerta. Para mí que los relojes, a veces, atrasan siglos. Para mí que Iñaqui es un príncipe desclasado y vagabundo, un caballero andante con armadura verde bajo el brazo. Un rey sin corona. El elegido de un reino invisible e infinito en donde el tiempo no importa. Y yo, al menos por un rato, fui su reina.