6.10.10

Caperucita Feroz*

Ya no se oyen los aullidos de la manada. La luz es cada vez más turbia pero aún le resta un buen trozo de bosque por cruzar. Su cuerpo avanza sigiloso y mudo a través de la nieve. Cada tanto el crujido de una rama lo alerta; se detiene y tantea el aire con esa nariz como de cuero húmedo que tienen los lobos. Lo hace para orientarse y también para beber el aroma de la madera de los álamos que exhiben, inofensivas, sus garras desnudas. Con cada exhalación una nube de vapor se forma en el aire gélido sobre su cabeza y se desvanece; parece que lo persiguiera un fantasma. Las patas desmesuradas dejan un hilván de huellas a través de los troncos negros y pelados como rejas. De pronto la ve allí, como si hubiera salido de la nada. Está de pie a corta distancia, revelada a medias detrás de un árbol. Con una contracción imperceptible, el lobo baja un poco la cabeza y apenas retrocede sin dejar de mirarla a los ojos. Su instinto lo sosiega: no es un cazador, es solo una niña, una hembra humana, cachorra, como él, cruzando el bosque en sentido contrario. No quiere asustarla ni quiere huir. Algo hay en ella que lo deslumbra y lo desespera a la vez: formas que nunca ha visto, sensaciones y olores que no sabía que existían. Sin gestos ni palabras aquel organismo lo desafía a perder la cautela y acercarse más. Tal vez sea por el presentimiento de esa piel nacarada y fina como la de una muñeca de porcelana; tal vez por la inocencia salvaje de su mirada. Al acortar la distancia, la fragante acidez de sus axilas y el vaho de un pubis infantil que de lejos intuye poblado de un vello incipiente y rizado, le adormece los sentidos. Su naturaleza astuta y prudente cede ante el anhelo de una caricia. Se acerca a la niña haciendo un rodeo; agita la cola manso pero con tanta convicción que el movimiento le nace de las costillas; los últimos pasos hacia ella los da doblegando las patas delanteras y ofreciendo el tupido pescuezo en señal de entrega. Pero como en todo gesto de sumisión, su cuerpo declina la pretensión de ver de cerca aquello a lo que por amor se ha sometido. Por eso no ve la daga desde siempre engarzada en la pequeña mano lampiña. Y no reconoce en el pecho el calor de la sangre sino la tibia caricia; y en la nieve humeante que se tiñe cree ver solo el gorro rojo que su niña ha dejado caer. Por eso el lobo no entiende, por eso no puede levantarse, por eso no sobrevive. *El título del relato es el mismo del taller que lo motivó y del cual participé el pasado septiembre: "Caperucita Feroz, arquetipos femeninos e historia personal", dictado por Gabriela Onetto y Gabriela Palma, el cual recomiendo con énfasis.

1.9.10

ANTES Y DESPUES DE SANTA ROSA

Desde el balcón de casa, imágenes del mismo paisaje, de anteayer y de hoy. El viento es tan poderoso que el edificio oscila, vibra el doble ventanal y el piso tiembla bajo mis pies. Hay un zumbido permanente; una música afónica de erkes invisibles afinando a través de todas las cosas. El cartel de chapa en la azotea aporta los bajos cóncavos al heavy metal de esta tarde. Las gaviotas -parece que les encanta el clima- hacen breves vuelos rasantes sobre las olas y luego detienen las alas contra el ventarrón que las arranca y las lanza con ferocidad hacia arriba como a decenas de pequeños parapentes emplumados. No sé nada de pájaros, pero juraría que están jugando. Playa no hay, ni rocas, ni Isla de las Gaviotas nos queda ya en Malvín. A no confundir la tormenta de Santa Rosa con la melancolía de cualquier lluviecita invernal. La tempestad contagia una euforia interior torrencial, una súbita arrogancia que te hace sentir poderosa, soberana, capaz de todo. Voy a aprovechar este breve estado tormentoso para hacerme otro café y escribir un poco, a ver qué sale. No la veo, pero sé que pronto, a la vuelta de esa nube negra, se asoma una nueva e inofensiva primavera.
Lo cómico es este extracto del pronóstico meteorológico que salió en el diario:
“(...) Pero el mal tiempo, sin embargo, cambiará el lunes. Se anuncia nubosidad variable, vientos moderados a leves del sector este con una mínima de 5 grados y una máxima de 21, por lo que el "veranito" de los últimos días iniciará una nueva semana”.

27.8.10

NOCHE DE PARAGUAS

Homenaje a Mario Levrero lunes 30/8, de 20 a 22 hs en Pacharán, San José 1186 (e/ Michelini y Gutiérrez Ruiz) Escribo desde toda la vida, sin embargo, de un modo que me llevaría más tiempo y espacio explicar, Levrero me enseñó a escribir de nuevo. Cuando me partí la cabeza con El Discurso Vacío, hacia fines de 2005, no sabía que era un libro de alguien que había muerto hacía tan poquito: corrí a internet a googlear más información sobre el tal Levrero porque lo quería conocer inmediatamente (y supe que nos cruzamos por un pelito); a partir de ahí empecé a tirar y tirar de un hilo que sigo ovillando y tejiendo hasta el día de hoy. Este lunes 30 nos reunimos para celebrar la vida de Levrero como a él seguramente le hubiera gustado, escribiendo y brindando con una copita de vino. Y digo la vida, porque aunque sea la fecha de su muerte la que nos reune, el día en que al señor Varlotta se le ocurrió pasar a mejor vida, el escritor Mario Levrero acabó de parirse a sí mismo. La invitación es abierta y gratuita a todos quienes admiran su obra y lo han conocido a través de su persona o de sus libros. No hace falta ser experto en escritura ni mucho menos para participar. Solamente, traer lapicera, papel y espíritu lúdico para entrarle a una de las consignas de este gran maestro. Por cuestiones de organización, hay que confirmar asistencia a nochedeparaguas@gmail.com. Los que están lejos y quieren participar escribiendo y enviando su texto, pueden pedir instrucciones de la consigna al mismo mail. Por las dudas traer paraguas, porque el lunes 30 también es la célebre tormenta de Santa Rosa -no confundir con Chacel- no sea que nos agarre la lluvia a la salida, y no precisamente la de letras, que con esa mejor andar a la intemperie saltando charcos.

25.8.10

Apostillas a una receta

Sentada a la mesa de la cocina espero su respuesta como un caballo la señal de largada. Tengo el lápiz en la mano y un pedazo de papel adelante, el cuerpo inclinado sobre la mesa esperando que Tonka, de pie, empiece a dictar. Hago pequeños círculos en el papel, garabatos, mosquitas de tinta, no nerviosa, pero sí atenta; pedirle cualquier receta a mi madre –y tan luego ésta- es como consultar el oráculo de Delfos o sentarse a aguardar que el Dalai Lama transmute un pan de manteca en un lingote de titanio; sucede, pero lleva su tiempo. Levanta la vista, sus ojos de un celeste translúcido buscan los ingredientes en algún lugar suspendido entre el techo y mi cabeza. El gesto grave, las yemas de los diez dedos apoyadas apenas sobre la superficie de la mesa como animales agazapados a punto de saltar. No es una exageración decir que se trata de un momento histórico en la genealogía familiar: ha llegado la hora de apuntar la receta legendaria. La hemos probado cien veces y la centésima es la mejor; la que piden los amigos, los yernos y los ex, las consuegras y las ex consuegras para un cumpleaños, las compañeras de yoga para el fin de año, los vecinos cualquier rato y hasta algún conocido lejano, con la caradurez y la impunidad que da la gula. Ella siempre y a todos nos da el gusto; va a buscar lo que le falta a lo de los chinos y se pone a batir y a amasar. Al fin, empiezan a gotear las palabras, dichas con un carraspeo inicial y en el mismo tono de un conjuro: “Doscientos gramos de harina leudante; si no hay leudante, usar harina común; una cucharadita de bicarbonato; otra de Royal y una pizca de sal”. Su mirada medio sargentona busca la mía para cerciorarse: “anotaste sal? No te olvides la sal; una siempre olvida la sal en las tortas”. Sal en las tortas y en el café a la turca: la marca en el orillo de los Kostelich (y la cebolla, pero eso es otro cuento). Ella va contando, mechando alguna anécdota en el medio, algún recuerdo, una variante, "mamá le ponía canela en vez de cascarita"; yo escucho y escribo todo. Sin dejar de verla veo a la baba Lucija, vieja y luminosa, a mi hermana y a mí misma, con una trencita finísima y blanca, con los hombros y las caderas anchas, percheronas, los ojos chiquitos y vivos por el peso de los párpados, las manos como el mapa de un tesoro perdido. ¿Tendré las manos de mi madre cuando envejezca?, pienso mientras escribo de corrido ingredientes, artes y chismes, en automático como queriendo capturar -si pudiera, ay, si pudiera- la fonética suspendida entre los renglones. (Pensé en grabarla, no lo niego; luego abominé de mi propia codicia de querer quedarme con todo, secuestrar letra y música de su voz; algo en mí no quiso conservar más de la cuenta en la memoria; así es como se crían los ídolos que tanto cuesta romper después, por la ambición de conservarlo todo; por la pretensión de ganarle a la muerte con algún truco pueril que solo serviría para embalsamar, no para devolver la vida. No, una receta hay que anotarla y punto). “Y con la masa que sobra de los recortes del molde, hacés galletitas; las ponés en el horno y aprovechás el último calorcito para que se terminen de hacer. Y ya está”. Hasta ahora, jamás hice la mitológica torta de ricota de Tonka, no solo porque no soy cortesana del reino de los dulces, sino porque este es aún el tiempo de mi madre, no es mi tiempo. (Pensaba lo mismo el otro día, hincada sobre las plantas, podando a destajo cada arbusto, cerco y arbolito, con la sangre fría de un samurái y la brutalidad de un asesino serial; mi madre, en cambio, dedo verde, lo hace con tanto amor, parsimonia y talento, hablándoles y acariciando las hojas una por una; lo mío es apenas un gesto haragán de mantenimiento sin el cual las pobres plantas no sobrevivirán el verano; pero ya me llegará el tiempo a mí también, me digo). Alguna vez, cuando ella no esté -dentro de mucho pero mucho tiempo, una eternidad- y cuando el teléfono no sirva para pedirle las recetas, voy a abrir este cuaderno y a seguir con el índice las líneas que fui copiando. Y voy a sacar los huevos un rato antes para que se templen, y voy a tamizar la harina y tener la sal a la vista para no olvidarla, y haré galletitas con los restos de masa y también voy a agregar como una pócima ("¿de veras mamá solo era eso?”) el secreto-de-los-secretos de la torta de ricota el cual, por supuesto, únicamente será revelado a la próxima o próximo en la posta generacional. A la noche, llamo a mi hermana: “¿Sabés? Hoy anoté la receta de la torta de ricota de mamá”. Y porque entiende, me dice: “Uy, pero qué día nena”.

15.5.10

Procesos y procesos

La semana pasada, en Buenos Aires, fuimos a cenar con dos queridos amigos. La Cabrera de Palermo Viejo nos ofreció su mejor bife de chorizo y una mesa junto a la ventana que fue la última en vaciarse. “Mis amigos son todos superhéroes”, llegué a decirles, repitiendo lo que dice otro amigo mío. Pero W me asegura que no, que solamente son abogados. El, alemán, un hermano, con su media sonrisa de malevo y su sempiterna campera de cuero negra (que no siempre lleva pero con la cual lo pienso); el otro, que parece un vikingo pero es un porteño incorregible con un corazón varios talles más grande que el normal. Ambos trabajan con el Atlántico de por medio y a destajo junto a organizaciones sociales y familiares en los juicos por desaparición forzada de la dictadura argentina. Durante años curtieron una laboriosa tarea jurídica de gota que horada la piedra, con alto nivel de militancia, paciencia y sano escepticismo. Pero hace poco, desde la abolición de las leyes de punto final, obediencia debida e indulto, son más de 500 los militares procesados y cerca de 60 las condenas por desaparición forzada, torturas, robo de bebés y otras cosas por el estilo impunes hasta ahora. La catarata de testimonios judiciales, causas reabiertas y juicios orales y públicos no se puede parar. Las tapas de los grandes multimedios aplacan pero no logran silenciar del todo lo inédito de lo que está pasando hoy en la Argentina al nivel de los derechos humanos. Esa noche, brindamos por la justicia, no digo con alegría, pero sí con la emoción de comprobar que conviene no dejar de creer en lo imposible. Terminamos con el bolsillo agobiado por tantas botellas de malbec y nos despedimos en la placita, sin lograr hacer el 4. No fue hasta volver a Montevideo que consulté la libreta negra grande, con páginas y páginas de escritura apretada, fechas que van de diciembre pasado a febrero de este año y un título de trabajo que no llegó a consumarse hasta hoy: procesos/notas para el blog. I. En diciembre del 83 acababa de cumplir 15. Flor de pánfila. No es necesario invocar el testimonio de los que me conocen de entonces para asegurarlo. Qué se yo, buena piba, medio monja (quería ser Santa, cuestión a la que dedicaré un post completo más adelante, supongo que a modo de exorcismo. Hay, incluso, documentos escritos comprometedores). Creía que podía salvar al mundo (al mío, no digo a todo) munida de un lápiz, un papel y una única verdad; era justiciera, voluntariosa y naif pero con ínfulas de chica ilustrada. Procuraba dejar marcada mi presencia con frases inteligentes y de relevancia fundamental para el interlocutor. Derecho que me atribuía secretamente por haber devorado un par de libros más que la media. Las siete maravillas de Borges, a la cabeza, algo de Cortázar, Rulfo y Arlt y, luego, todo Hesse, Tolkien y Castañeda a los que tendría que agregar, para ser del todo sincera, la obra completa de Lobsang Rampa y dos anaqueles completos del Selecciones del Reader`s Digest, obras estas que no considera yo a un nivel inferior que el resto. Quiero decir, era una paparula encerrada en mi globo de papel. Hasta que algo empezó a chamuscarlo, abrasarlo y convertirlo en cenizas. Era el domingo siguiente a la asunción de Alfonsín. Lo recuerdo cuadro a cuadro, como una película en slow motion. Fue el día en que me contaron que en Argentina había desaparecidos. Estábamos en la terraza, mi viejo hacía un asado de los suyos; C. (un amigo de la familia que luego se convertiría en enemigo) y yo, le hacíamos el aguante. Tomaban cerveza. Yo, supongo que agua. Llevaba el atuendo típico de esa época; una especie de disfraz de “próximamente religiosa de clausura o profesión similar que implique retirarse del mundo y huir de la condición femenina”: jeans talle G de varón, remera ídem a rayas celestes y blancas, tipo preso o pirata, pelo de loca desatada, otra que frizz y lentes de marco cuadrado, casi sin aumento (que usaba y había logrado que me recetaran deletreando mal a-d-r-e-d-e la última fila del cartel del oftalmólogo, todo para parecer más madura y lista). Debe haber alguna foto por ahí, seguro mamá tiene una; algún día me ocuparé de destruirla. Lo de los desaparecidos me lo dijo C. ese día, antes del asado. Me mató. Lo soltó con un dejo burlón. Yo lo admiraba, mucho. Digamos que llegó a estar un par de escalones más abajo que el Che Guevara; pero en el fondo era un cretino con carné de izquierda, tuve que golpearme y perder perder perder, para verlo. C lo contó con detalles, disfrutando el poder enseñarle algo a alguien que cree que se las sabe todas. Con el ceño fruncido, que ahora me parece sobreactuado pero entonces no, C. me describía los horrores del pasado reciente. Yo lo escuchaba, y de a poco me iba queriendo escapar por debajo de las sillas de hierro blanco de la terraza, hacerme líquida como la cerveza, escurrirme por la rejilla de la terraza y desaparecer. Lo que escuché me provocó tristeza y vergüenza; además, quedé asustada (“Pero ¿de verdad-de verdad los secuestros se acabaron?”). Un año antes, en el 82, mi viejo, electricista naval, había vuelto de Malvinas. De ahí venía la conversación en la terraza ese día. Papá dijo "a los que no se los chuparon los mandaron a la guerra y se cagaron muriendo de frío". C. arrugó el ceño ante mi gesto de interrogación: “Pibes. Y pibas como vos, un par de años más grandes y con alguito más de compromiso político. O te creés que la pesada les cayó encima porque eran ovejitas de algodón como vos, pendex; qué se creen que van a salvar al mundo tocando la guitarrita en un geriátrico o yendo a la villa a hacer los deberes con los guachos”. Entonces empecé a preguntar y a recibir respuestas que jamás hubiera imaginado antes. ("Uno no se podía imaginar semejante cosa, me dijo una vez una amiga diez años más grande que yo") C. no ahorró pormenores. La picana, el submarino, las ratas en la vagina y la carne a la parrilla, los estudiantes secundarios (“de tu edad, pendeja”)- arrancados de sus casas, torturados y desaparecidos; que la masacre de Trelew y la cancioncita, y las monjas francesas, y el Padre Mujica y los curas Palotinos ejecutados ("esos sí que no iban a tocar la guitarrita nomás, como vos"); que los cuerpos de los “marineros chinos” que las corrientes del Río de la Plata -esa gran tumba colectiva- devolvía a la orilla. Y los bebés arrancados de los brazos de sus padres. "Los bebés, los bebés, los bebés...", creo que dejé de escuchar ahí. Pregunté, cuántos eran. Miles, me dijo, miles. No se sabe. Sentí que nada de lo que había vivido hasta ese momento era real. Que esos jóvenes sí habían tenido una vida y una muerte reales. ¿Y ustedes, dónde estaban? No recuerdo el detalle del discurso que hizo C. pero sí el silencio y la tristeza en los ojos de papá. Empecé a atar cabos. A la vuelta, la casa de las mellis, por ejemplo; se decía que una noche sus viejos se escaparon por los techos y nunca volvieron a buscar a las nenas que al final quedaron al cuidado de una vecina (qué malnacidos esos padres, pensaba yo hasta entonces). En esa casa después, sobre la calle Navarro, funcionó durante años la veterinaria y hogar de MAPA, el Movimiento Argentino de Protección Animal. Yo iba siempre para pasar un rato con Quasimoda, la perrita beagle malformada y paralítica que tenían en una canastita en la puerta de entrada. Entendí también lo inexplicable de aquel recuerdo absurdo mío, de muy chica, el de una noche que los milicos entraron a mi cuarto y encendieron la luz pasando junto a nosotras con violencia. Resulta que en mi cama dormía la tía Julieta que se había quedado esa noche y yo en un colchón en el suelo. Levantaron el colchón con la tía arriba! Los pies desnudos se le salieron de la frazada y ella chilló sobresaltada. Después apagaron la luz y se fueron. Buscaban a alguien. Sumé uno más a mi colección de silencios de la dictadura cuando le pregunté a mamá a quién buscaban. O la locura que significó en realidad aquella otra vez, cuando ella, mi madre, que había escuchado pasos en la terraza, encaró hacia arriba vestida solo con combinación y gritando desde el patio “Identifíquese o disparo”. O los colimbas sentados en la vereda de la vuelta, con sus fusiles y sus viandas, esperando para volver l trabajo de levantar las paredes de lo que sería la casa parroquial de San José, que estaba enfrente de la mía. “¿Por qué usan soldados en vez de albañiles? Qué tendrá que ver?” pensábamos con mis amigos de la primaria. Todo empezó a cerrarse esa tarde en la terraza. O, más bien, a abrirse. El terror había estado en mi barrio. No exagero ni un milímetro al decir que lo que supe ese día, me cambió la vida. Lo que pasa es que me sigue dando inexplicable vergüenza la nimiedad de mi biografía justo al borde y por fuera de la historia. Porque aunque era tan perejila (o justamente por eso), tuve la certeza de que, con tres o cuatro años más, estaría flotando en el fondo del río atada a un balde de cemento o enterrada en una fosa común. La idea me aterrorizó. Tuve pesadillas todas las noches. ¿Preguntaba y preguntaba a mis viejos y a sus amigos, ¿Y ustedes, dónde estaban? Supe que tenía que hacer algo para pagar esa falta mía de no haber hecho nada, de no haber sido lo suficientemente mayor para hacer algo. Pobre tonta. Tan presuntuosa era que creía que podía apropiarme de semejante culpa, la de no haber llegado a tiempo para tomar la autopista a la santidad. En aquellos días, C. me trajo un libro de regalo. “Con un oído en el evangelio y el otro en el pueblo”, de Antonio Puijané. Justito para mí. El resto fue la ira de recordar las clases de historia de “la Noly” de ese tercer curso, en el sempiterno y egregio Instituto San Vicente de Paul, del cual logré huir ese mismo año. Pero este será tema de otro post; al menos eso sugieren las (cuántas!) páginas que me falta releer de la libreta negra de este verano en el que "no escribí nada", aunque en realidad lo que no pude es procesar ni hacer visible el trabajo interior que significaron. Lo que sí sé, es que estas líneas del todo biográficas y lo que queda en el cuaderno negro despertó a la lumbre del post anterior a este y que debería haberse llamado: nunca hay que perder la esperanza en lo imposible.

26.10.09

No te salves

Las banderas nos peinaban al pasar. Termo y mate. Mi hijo agitando una espada de luz, con los cachetes tricolor y colgado de los hombros del padre. Poco a poco nos fuimos colando entre la gente hasta trepar a la explanada circular frente al Hotel NH. Sobre el puerto caía un sol monumental y translúcido, contrastado de banderas y siluetas negras trepadas al farallón de la rambla. Sin euforia, nos sentíamos felices de estar ahí. "Sublime el sueño que me dejó, en el lugar justo donde estoy", parecía decirnos la brisa de ese mar. Hace un año atrás, cruzando la Plaza Matriz, pasé frente a una de las primeras mesitas destinadas a recolectar las firmas para plebiscitar la anulación de la ley de Caducidad. Yo no estaba de acuerdo con el plebiscito sino con la anulación parlamentaria, sin embargo, instantáneamente me dispuse a firmar. Fue un acto instintivo, casi a la vez que me daba cuenta de que no podía hacerlo porque soy extranjera. “Bueno, no sos tan extranjera, pero solo firman uruguayos”, me dijo la militante con una sonrisa de premio consuelo. Aunque ayer no votamos, igual que todos, nos comimos las uñas a la espera de los resultados. Mandamos y recibimos frenéticos mensajes. Cruzamos los dedos. Como Galeano repetimos el Abracadabra de la contratapa de Brecha: “envía tu fuego hasta el final”. Es que hay dolores que nos desdibujan las fronteras y, tanto ayer como hoy nos sentimos del lado de adentro de este nosotros hecho de pena, de rabia y de esperanza. Porque como también repite Galeano -y parece que tampoco lo entendimos esta vez-, es un error confundir domicilio con identidad. Ya no me acuerdo quién fue el que me mandó ese primer mensaje diciendo que la primera vuelta no, pero que la ley de Caducidad ya estaba casi segura. No fui la única, estallaron varias euforias en cadena festejando con los celulares en alto, marca en el orillo de estos tiempos electorales. Hoy creo que no fue solo por la altura del vuelo anticipado que las alas quemadas y el pavimento en la cara fueron más duros y ardientes. Las cifras en pantalla gigante de la televisión nos mostraban que una vez más, las mayorías decidían soberanamente perpetrar la injusticia -y aunque estábamos esperando la salida del Pepe desde hacía dos horas- no sentimos más deseos de estar allí. Caminando a contracorriente, encaramos la vuelta. Tampoco fuimos los únicos. No hay nada peor que vivir creyendo que no es posible cambiar nada. Ni siquiera una ley declarada anticonstitucional por todos los poderes del Estado, y que además viola varios tratados internacionales. En el plebiscito del 89, el pueblo uruguayo, aplastado todavía por el pulgar de la dictadura decidió amputarle al Estado de derecho su potestad de hacer justicia ante los crímenes cometidos por los militares. Pero ayer, ¿a qué le teníamos miedo? ¿A que algo cambie? Aunque no soy uruguaya también soy huérfana política de una generación que fue presa del mismo Cóndor. Acá nomás, del otro lado del charco, borraron del mapa a toda una posteridad de dirigentes. Toda una generación de jóvenes comprometidos asesinados. Algunos de mis amigos, mayores que yo, siendo muy jóvenes dejaron sus años más fértiles en las cárceles de la dictadura argentina y/o uruguaya. Fueron perseguidos, torturados y privados de su libertad. Otros, muchísimos, sufrieron una tortura distinta pero demoledora, obligados a desterrarse de su tierra para salvar la vida. Muchos no sobrevivieron. Fueron asesinados por los mismos militares que, amparados en la impunidad, hoy caminan a nuestro lado por la rambla, que van al cine y hacen la cola en el Devoto. Ensañados con sus mentes, desaparecieron sus cuerpos, robaron sus bienes, fueron detrás de sus amigos y de sus familiares. Son asesinos. Se robaron a los hijos de sus víctimas. Aún cuando creo que no se debería haber plebiscitado una ley que podría haber sido anulada por ambas mayorías parlamentarias, está claro que el militante común del Frente Amplio en su mayoría, puso su voto para anularla. No fue suficiente. A estas horas, y solo con los votos observados pendientes de revisión al plebiscito de anulación de la Ley de Caducidad le hubieran faltado dos puntos para haber sido aprobada. Cómo deben estar festejando los impunes. Sin el apoyo claro y explícito de candidatos y dirigentes de la izquierda, tampoco fue suficiente –por poco, por tan poquito- el trabajo de los militantes que dejaron el alma -casi sin apoyo y sin presupuesto, un trabajo heróico- para llevar esta causa a las urnas. ¿Hubiera cambiado el resultado con un mensaje claro y en voz alta de Mujica, de Astori, de Tabaré, de los ministros y referentes políticos de izquierda? Estoy segura. Me duele horrible decirlo pero creo que al Frente no le interesa juzgar a los criminales de la dictadura. Así como es claro que, con sus luces y sus sombras, es el gobierno con mayor vocación distributiva y promotora de derechos que ha tenido Uruguay en los últimos cien años. Pero no les interesa juzgar a los responsables de la desaparición y asesinato de los padres de Macarena Gelman, de Martina, Soledad y Valentín, de los hermanos Julien, del padre de Verónica, de Mariana Zaffaroni o Valentina Chavez, entre tantos otros. No les interesa. Si no, hubieran apoyado la anulación de la ley con énfasis. O mejor, no les interesa, porque de lo contrario, ni siquiera hubiera existido el plebiscito. No les interesa hacer justicia por aquellos que dieron la vida por un país y una América Latina como la que a este gobierno de centroizquierda el pueblo le ha dado la oportunidad de empezar a construir. En la marcha del 20 de octubre, mi hijo de 5 años me preguntó por qué estábamos ahí caminando, forrados de pegotines y globos rosados. Yo misma me asombré de lo clara que puede ser la verdad cuando uno quiere que sea clara: Mirá -le contesté- hace tiempo, acá, en Argentina y en otros países, unos ricachones y muchos militares se organizaron para tomar el poder de prepo. Muchísimos jóvenes se opusieron y entonces los mataron y escondieron sus cuerpos porque creían que sin cuerpo no los iban a agarrar. Después los militares hicieron una ley para que no los pudieran juzgar. “Qué vivos”, me dijo Tino, y agregó, “claro, entonces, si sacamos la ley, vamos a poder mandar a los policías malos a la cárcel y saber dónde escondieron los cuerpos de los chicos”. Lo han dicho las Madres de la plaza, girando como locas alrededor del mismo eje: mientras existan ciudadanos desaparecidos, hay un crimen que se sigue perpetrando ante nuestros ojos, un crimen que sigue vigente, flagrante, y criminales peligrosos que están sueltos. Ayer perdimos una gran oportunidad para hacer justicia. No la única, pero la más certera. Habrá que tragarse la amargura (hoy me es imposible, mañana será otro día) y el desaliento y seguir buscando el modo. Tal vez, cuando a fin de mes gane el Pepe, como es tan espontáneo y apasionado, por ahí nos da una sorpresa, un regalito de Navidad. (Esto se lo escuché decir ayer, alegremente, a una señora vestida de rojo, azul y blanco). O quedará en manos de los jueces, caso por caso. O de la justicia argentina o la chilena. Pero ya no, lamentablemente, en manos de la ciudadanía uruguaya. No te salves No te quedes inmóvil al borde del camino no congeles el júbilo no quieras con desgano no te salves ahora ni nunca no te salves no te llenes de calma no reserves del mundo sólo un rincón tranquilo no dejes caer los párpados pesados como juicios no te quedes sin labios no te duermas sin sueño no te pienses sin sangre no te juzgues sin tiempo pero si pese a todo no puedes evitarlo y congelas el júbilo y quieres con desgano y te salvas ahora y te llenas de calma y reservas del mundo sólo un rincón tranquilo y dejas caer los párpados pesados como juicios y te secas sin labios y te duermes sin sueño y te piensas sin sangre y te juzgas sin tiempo y te quedas inmóvil al borde del camino y te salvas entonces no te quedes conmigo. Mario Benedetti 1920 -2009

5.10.09

Duerme Negrita

La primera vez que escuché Unicornio lo hice cabalgando en la voz oscura y densa de la Negra. Llegó a mi vida -y a la de millones- como una especie de canción imposible, amarrada a una voz imposible (Por cierto, todo era imposible en esa época, empezando por los amores). Mi primer Silvio y también el Pablo Milanés inicial, mi primer Caetano y Milton llegaron montados en ese caballo rebelde y noble que es la voz de la Negra. Su muerte es de esos sucesos que le ponen un antes y un después a la biografía de los otros. Que te explican, por si no lo entendiste, que el tiempo pasa a rabiar y que cambia, todo cambia. Algo parecido a lo que nos pasó hace muy poquito con la muerte de Benedetti. Leí en la Diaria que cada vez que la Negra tomaba prestada una canción, no se quería ir más de su lado. Las canciones se dejaban apropiar mansamente por ella, amaestradas por su dulzura, como si hubiesen sido compuestas para ella. Se que hay en el mundo por lo menos una persona que en estos días tiene guardada en la retina la imagen de una noche en el Opera. Escucharla, llevarla adentro y verla era parte del mismo ejercicio; no se trataba de un show musical, era una experiencia. La estoy viendo con aquel gesto roto y una mirada loca, por encima de nuestras cabezas, más allá de la gente y el teatro, como si viera fantasmas, qué se yo, la cana y el exilio, el desprecio amargo de muchos de sus contemporáneos, que habrá sido lo peor, pero no la mató, No quepo en su boca. Me trata de tragar pero se atora con un trébol de mi sien. Creo que está loca. Le doy de masticar una paloma Y la enveneno de mi bien. Me acuerdo de otro recital, en Obras creo, con el grupo Markama, al cual nunca más volví a escuchar. La Negra, de poncho rojo, cantaba inclinada sobre un mar de encendedores y fósforos, cantaba como si estuviera por ponerse de rodillas, con los ojos cerrados y la mano en el pecho: Quién dijo que todo está perdido Yo vengo a ofrecer mi corazón. Cuando me fui y no antes, me enteré de algunas cosas que dicen de los argentinos. La mayoría son verdades o medias verdades y no son agradables al oído pero no es este el caso. Dicen que los argentinos somos un público especial, que vibra de manera diferente y da mucho de sí a sus artistas. Este amorío de ida y vuelta, esta crianza mutua entre artista y público es algo que respiré muchas veces con León, con Charly, con la Negra Sosa. Si tuviera que elegir un momento musical en toda mi vida, seguro sería alguno de los tantos junto a León Gieco. Tal vez, aquel recital en vivo con él y la Negra, abrazados debajo de las estrellas, frente a un nosotros compacto y fugaz, un público poseído de belleza y de nostalgia, pasandose a Carito de boca en boca, Mi suerte quiso estar partida Mitad verdad, mitad mentira Como esperanza de los pobres prometida. Con la Negra, un pueblo aprendió a cantar de nuevo. Aprendimos y le enseñamos a cantar a nuestros hijos. Yo con él. Pocas canciones me son tan insoportablmente conmovedoras como el Cuando ya me empiece a quedar solo de Charly en labios de la Negra. No puedo escucharla más. Allá lejos y hace tiempo, nos gustaba entonarla al final de la noche, cuando te tocaba la guitarra y no la podías devolver; cuando se acababa el vino y empezaba la ronda de mate de madrugada hurgando en la caja, la pizza fría. Tendré los ojos muy lejos Y un cigarrillo en la boca El pecho dentro de un hueco Y una gata medio loca. Otros fueron los que resistieron desde adentro y desde lejos con la lumbre encendida de su voz. Mi generación se prendió la palabra democracia al pecho, con el alfiler de su nombre y su regreso. Recién, en la cama y después del cuento, Tino me pide que le cante. De buena gana acepto siempre esa especie de radio viviente en la que me transforma todas las noches. Cantame Duerme Negrito, me dice. Le tomo la mano y le canto despacio, con intervalos hechos de susurros, tratando de rascar dentro de mí para encontrar la voz guardada de la Negra. La lámpara encendida, la casa silenciosa, la gata enroscada en nuestros pies. Mi país, velando, del otro lado del mar. Empecé cantando pero termino tarareando nomás, mis labios apenas vibran sobre la frente dormida de mi hijo, duerme, duerme Negrita.

15.9.09

Al borde de la primavera

Lo planeamos hace tiempo y al final se armó: fin de semana de escritura en Solís. No faltó ni una. Nueve musas. Nueve reinas. Ligeras de equipaje y consignas preestablecidas, asistimos al encuentro con papel y lápiz, (o laptop), una caja de buen vino y las ganas volver a enhebrar el hilo de la escritura. El sol acompañó, ensayando una primavera anticipada. Llegamos, nos acomodamos, algunas ya desde el viernes. El sábado, cada cual se había apropiado sigilosamente de su rincón. Un rato de esos, levanto la vista ensimismada de mi propia pantalla y las veo, esparcidas por la vegetación como enanos de jardín. Una, estirada en una lona entre el castaño y las azaleas, otra en la hamaca bajo la palmera riendo sola frente a la hoja de papel o dormitando encima del cuaderno en la terraza; cerca del naranjo, al rayo del sol, una en la reposera, mirando concentrada a un punto fijo más allá del cerco de jazmines. Hubo también, el par que prefirió antes que nada el amparo de la estufa a leña y el futón. Yo me quedé en el quincho, gentilmente oscuro para la pantalla y no tan a la intemperie. De a poco, fui vichando primero un par de capítulos, fotos, información y me pude ir reencontrando con el proyecto de la novela postergado, sin pena ni gloria, desde hacía más de dos meses. Cerca del mediodía y después de un par de horas intensas de concentración, me pasó algo raro. Estaba mirando unas fotos de wikipedia que guardé hace tiempo para trabajar un tramo de la historia y lo que vi me comprometió tanto emocionalmente, tanto me sumergí a bucear en el argumento, que empecé a sentir primero un mareo leve, después, mucho asco, y cuando me paré a buscar agua, ya era tarde y tuve que correr al baño a vomitar (¡!). Quienes me conocen desde la adolescencia, saben que –sin bulimia de por medio, al menos sin diagnóstico- yo solía ser una chica de arcada fácil. Nervios, ansiedad, parciales, amores rotos: yo bajaba la pelota vomitando. No es nada elegante ni glamoroso, ya sé, pero qué le voy a hacer, no lo puedo evitar. Por interpósita ayuda de mi analista, San Carlos V., dejé de expulsar mis problemas de un modo tan -por llamarlo de algún modo- naturalista. Hacía muchísimo tiempo que no me pasaba y jamás, que yo recuerde, me había pasado en maniobras (o descarrilamientos) con la escritura. El encuentro del fin de semana me sirvió, entre otras cosas, para darme cuenta que, a veces, los obstáculos de un proyecto literario pueden no ser de orden externo (falta de tiempo, mucho trabajo, poca intimidad) aunque a simple vista así parezca. Puede ser que ese estar trancado, en blanco venga más de cuestiones viscerales (y en mi caso no es metáfora!) del proyecto mismo, de la relación del autor con el proyecto. Siempre, de algún modo, nos escribimos o nos tachamos a nosotros mismos. Claro, se puede escribir más tangencialmente y no tocar fondo, mirar de reojo y no arrojarse vértigo del abismo. Tengo decenas de páginas muy bien escritas de ese modo. No es que sean una porquería, pero son letras muertas, inventos intelectuales (una porquería, sí). No me interesan. Es más, aunque nunca había encarado un proyecto de tan largo aliento y esta novela me está costando mucho más sudor del que imaginaba (los vanidosos y autosuficientes caemos de más alto) cuando me toque el glorioso momento de corregir todo el mamotreto, sospecho que estos lindos textos bien escritos, serán puestos de nuevo en el asador o irán a parar a la papelera de reciclaje. (Por ahora me dan un poco de pena y ahí quedan, como muestra de que el infierno (literario) también está empedrado de buenas intenciones). En fin, todo esto tan importante gracias a que me di (nos dimos) el permiso de dedicarle a la escritura tanto tiempo como a las otras cosas importantes de la vida: la familia, el amor, el trabajo. Bien a tono con la época del año, el equinoccio de primavera, momento en el cual la noche se iguala al día, para luego ir retrocediendo ante la temporada más fértil del año. Restaría decir, para terminar esta breve crónica, que quedaron defraudados aquellos (compañeros y amigos, varones, casualmente) que manifestaron sus dudas acerca de si la célebre locuacidad y espíritu fiestero del grupo B&T sería más tentadora que la introspección creativa y el aparente silencio de la letra. Pues, no. Tal como cuento aquí, hubo recreos ruidosos y corrieron las botellas de Alamos malbec junto al fuego la noche del sábado; pero el resto del tiempo fue pura maravilla creativa (y alguna siesta larga). Habrá que mejorar, para la próxima, la capacidad de compartir y leer lo escrito bajo la sombra de los eucaliptus, pero podemos festejar un muy buen primer tramo de la experiencia que nos habíamos propuesto. Próxima estación: equinoccio de otoño.

11.8.09

Ausencia

No hubo ni un solo día sin su nombre en estos años de olvido. Lo que alguna vez fue su abstracción, se fue convirtiendo en una ausencia maciza, cotidiana, parlante. Me habla desde un hueco ciego, como un ventrílocuo, y me dice qué hacer, cómo multiplicarme en la vida sin su mirada-espejo. De pronto me sorprendo preguntándome qué pensaría de tal o cual cosa, qué diría en equis situación, la cara que pondría si, el gesto, si no. Y lo veo, clarito, pasando por detrás de mi frente como una película. Sin embargo, su presencia no es. Es su fantasma el que me mueve a control remoto. Ni siquiera es el que es hoy (ignoro por completo su paradero, señas particulares o aficiones) ni el que fue ayer, que es historia. Lo se. Es inverosímil. Cómico. Inevitable. No lo amo ni volveré a amarlo. Pero cada día de mi vida, esa ausencia que lleva su nombre, se despierta conmigo y se enciende aquí, en el plexo solar, como un apéndice, un tumor. Como una antena.

7.8.09

Cinco años

Cinco años atrás, a esta misma hora la vida me llevaba meta y salga de la bañera. Si lo pienso, me parece oler el romero sobre el vapor del agua caliente; después, me duermo y me despiertan de pronto las contracciones, no muy dolorosas ni alarmantes, pero bien molestas (el dolor todavía no es suficiente para suponer que ESAS son las verdaderas contracciones, las famosas, las intransmitibles. Aquellas, las primeras, son "otra cosa, algo previo"). Enseguida, como buena alumna, voy a buscar reloj, anotador y lápiz. Naaa, falta. Los retortijones infames vienen una vez por hora, y cuando retroceden, abandonarme a la modorra es agradable. Como ahora, dejan de importarme los tiempos verbales: pasado, presente; todo es futuro, por venir. Dejo de anotar. Leer un rato. El Palacio de la Luna, me acuerdo bien. Sueeeño. Dolor. Sueeño. Dolor. A eso de las 3 am., sacudo a R. del hombro porque la masacre en la tripa, sumada a los ronquidos –los estoy escuchando ahora mismo y no es un deja vu- es tortura lisa y llana. Entre las 3 am. y las 6 me siento en el living con un reloj a tomarme el tiempo. Ahh, si hubiera existido el sms, sé de un par de amigas a las que no hubiese dejado dormir.
Todavía es de noche pero una resolana asoma por encima de los techos. Ya no me es posible dormir entre un amasijo y el otro. A las 6.30 despierto a R. y le pido que llamemos a la partera o al médico o al hombre araña. En algún momento alguien llama a Sarita, la partera, y ella resuelve que nos vemos en la clínica a las 8. Una dulce, Sarita, eso pienso yo, parada en ese lugar intermedio del umbral del dolor, sin entrar todavía. A las 7, R. llama a un taxi urgente y le pide por favor a la operadora que mande a una mujer “porque son más precavidas al manejar”. Cuando me entero del pedido, me pongo a llorar -literalmente- de solo pensar cuánto se podría tardar en encontrar a una mujer taxista en Buenos Aires y a esa hora. Ya me veía yo, pariendo en el paliere. Igual, no culpo a R.; era una mañana extravagante. Y estaba recién despierto. Y yo hice cosas peores ese día. Bolsito, listo. A las 7 y media de la mañana, nos subimos al taxi –no se si es varón o mujer; creo que varón-; estoy enferma de dolor. A partir de ahí, los recuerdos son claros, indelebles, pero muy fragmentados. Como un cristal roto en mil pedazos; cada uno refleja una parte de la historia. Ha llovido o hay humedad en la avenida Santa Fe. La fresca, como le dicen. Las llantas silban al frenar. La calle parece lustrada. Un sol rojo sobre el asfalto brillante. Recuerdo que pensé: voy a recordar esto. Llegamos enseguida, pero a mí me parece una eternidad. Hace frío, creo, pero si fuera por mí me desnudo ahí mismo en la puerta de la Suizo Argentina. Me incendio. R. me ayuda a bajar del taxi y me deja -no más de 10 segundos- sola, parada, abrazada, amarrada a una columna, para ir a buscar una silla de ruedas. Lo odio por dejarme sola. Lo odio por no dejarme sola. Lo odio por la silla de ruedas y por ofrecerme el brazo. No es en el segundo piso. Y eso que pregunté como tres veces la semana anterior. Otra vez al ascensor, al quinto. Ocho de la mañana en punto; soy un desastre, tengo los pelos parados, huelo a adobo de romero, me agarro la panza y grito, me lamento, por el pasillo; nada me avergüenza, no tengo pudor, soy impune. No puedo precisar el lugar del dolor. Soy el dolor. Sarita la partera, aparece. Pantalón negro, pelo largo y negro y lacio, uñas pintadas, maquillaje. Parece una modelo madura y yo una fiera suelta, rabiosa, desgreñada. Sarita hace un gesto como de que estoy exagerando. Cuando lo percibo, siento instintos asesinos. Me llevan a una salita. Salita, Sarita. Está Enrique. El Doc. Era el ginecólogo pero se transformó en obstetra. El hombre con las manos más grandes que he visto (y no sólo he visto). Todos parecen saber lo que hacen. Es el momento más descontrolado de mi vida. No tengo timón. Me muero de dolor. No puedo pensar. Todo lo que leí en esos libros editados en España, el parto sin miedo, el contacto con el centro y la respiración, el contro. Qué control ni control, pindonga control. Por nada del mundo, quiero estar dormida. Lo digo. "No quiero que me duerman y no quiero que me duela!". Me incorporo al grito de "Peridural!". Nadie me contesta. Se que estoy algo paranoica. Ni modo. En la camilla. Me siento atada. Estoy atada? Camisas verdes. Barbijos. Ojitos que van y vienen. Gran reloj frente a mí. Las 9. El que entra ahora, con gorrita verde y camisón, me parece conocido: es mi esposo. Me toma la mano, la amasa, le pego y me desligo de ella. La vuelvo a agarrar, la estrujo. Pido, exijo, !peridural!. Tengo que sentarme en una posición rara para que me la den. Una posición que no me sale. Me recuesto, el dolor cede, cede, cede. Alguien me dice: Pujá! Madre, pujá! (Esa soy yo? Madre, mirá vos, es la primera vez que respondo al título.) Hago fuerza y vuelve a doler como el carajo. Qué hice para merecer esto? Saco el pujo y parece que no alcanza. No lo voy a lograr. Grito. Sarita me dice, no grites así, mujer! Se sube a la camilla en cuatro patas, me aplasta la panza, me em-puja. No me gusta, no me gusta nada. Cómo me va a aplastar la panza? Me pellizca la pierna sobre la baranda de metal. Le pego en un brazo. No me la devuelve -faltaba más- pero me agarra las muñecas. La detesto. Podría matar a esa burra en este intstante sin ningún remordimiento. Debajo del pantalón verde hospital, le veo los tacos aguja. Demonio. Siento como si cortaran una telita gruesa de jean. Criiic. Escucho, Sale! Sale! Y un Ploop. Y ya no duele más. De pronto, se acaba, ni rastro del dolor. Qué curioso. Estoy medio mareada, entontecida, borracha. Y entonces lo veo, el cuerpito de sapo azul, dulce y baboso, alguien lo pone en mi panza y trepa por mi vientre; es un camaleón escalando hacia las tetas que caen a los dos lados como grandes banderas sin viento. Le alcanzo una. Puñito y trompa que prueba, abre grande. Yo no sé cómo se hace, pero él mama con la destreza del que ha hecho lo mismo siempre; perito en teta, maestro. Ya no soy el dolor, lo sé: desde este instante soy la leche. Casquete de pelo miserable con islas peladas. Olor a sangre y fluido. El padre nos abraza y llora y besa. Ahora lo puedo ver. El hijo, resbaloso y gris, ajeno a todo lo que no sea teta. No ama, mama. Y así fue. Podría contarlo de cien maneras distintas. Es un recuerdo con capas y capas. Esta es una. Hoy, hace cinco años. Mi Valentín.