Si ha tenido un día
de porquería, pruebe con el siguiente ejercicio.
Conduzca por la rambla como
habitualmente lo hace pero, esta vez, evite el informativo y clave el dial en
una frecuencia romántica de calibre bizarro[1].
En pocos minutos emergerá del parlante una melodía como la que se adjunta más
abajo a modo de ejemplo[2].
Suba el volumen e inmediatamente empiece a intensificar el pensamiento en torno
a algún viejo amor del pasado[3].
Cuanto más lejano en el tiempo, más útil será. Asocie la idea del recuerdo de
esa persona que alguna vez quiso o lo quiso a usted, con la canción que escucha. Pasados
algunos segundos, abandónese a la emoción. Llore a discreción, según lo
requiera su estado o la duración del viaje. No se preocupe por la letra de la
canción; no es importante. Si usted realmente tuvo un día inmundo y realiza el
ejercicio de manera comprometida, verá cómo más o menos, cualquier canción del
estilo sirve para ilustrar el amor que usted eligió recordar. Si su pudor lo
demanda, puede subir la ventanilla. Relájese, llore, respire[4].
Luego de experimentar una corta pero intensa sensación de desdicha irreparable,
y en la medida en que la música cambie o
vaya llegando a destino, comience a regresar del estado de desconsuelo. Mire el
horizonte, suénese los mocos, cambie a la radio pública o apague el aparato.
Verá que, sin más, de pronto se siente inesperadamente
afortunado, que valora el lugar donde
vive y añora las minucias rutinarias que lo esperan al llegar. Si ha realizado
correctamente el ejercicio, se habrá instalado en usted la saludable idea de
que no todo tiempo pasado fue mejor; que usted ha tenido, efectivamente, un día de mierda, pero que ha habido peores, que ha estado rodeado de personas
más pusilánimes, más tóxicas o que lo han querido peor, y que aún así ha
sobrevivido.
Si el ejercicio ha sido realizado de manera cabal, entonces usted
sonreirá, estacionará frente a su casa, pensará en su día con cierto cinismo, en los otros con más piedad o indiferencia, y
en sí mismo como una persona con suerte; y, después de todo, se mirará en el espejo y se
dejará de pavadas.
[1]Metrópolis, Aspen, FM 100, Azul: no importa el lugar del planeta donde se
encuentre, en su aparato habrá alguna señal de frecuencia modulada con este
nombre.
[2] Es
indispensable que la canción sea en español. El idioma portugués suele
distorsionar el ejercicio debido a su naturaleza jubilar; el inglés,
desconcentra y, a menos que se tenga un perfecto manejo del mismo, deja
librados a la imaginación estrofas que podrían ser vitales para el efecto
deseado. El alemán hace imposible la ejecución de la prueba.
[3] La
elección del recuerdo debe ser espontánea, aunque puede planificarse de
antemano su disponibilidad para estos casos. No conviene evocar grandes amores, al contrario.
Se sugiere recurrir al pensamiento de algún amor de esos que pudieron haberse diluido en
la coyuntura vincular de pequeñas mezquindades, bajezas y egoísmos; detalles todos que, pasados
los años, uno tiende a olvidar, dejando la aparente sensación de una pérdida
irreparable.
Abro el cierre. Las páginas traslúcidas ceden a las yemas de los dedos ¿Puede recordar un libro la piel de quién recorrió su piel de papel?
Sé que es necesario buscar y ni siquiera sé cuál es el tiempo, si es ordinario o no. Acudo a san Google: descargar Oficio Divino para Android. Olvídalo.
Tampoco era muy orientada entonces. Los dos tenían que esperar a que terminara de encontrar las partes. Se me caían las cosas, el libro se cerraba sin querer, se me enredaban las cintas de seda. A. ponía cara de qué pesada; para S. el incordio parecía encerrar, como casi todas las cosas, cierta inocente comicidad. Secretamente, me gustaba molestar a A., llamar su atención con mi torpeza. Con los ojos a media asta y una paciencia resignada, me quitaba el libro de las manos, me miraba, hacía una mueca de fastidio simulado, ponía la cinta verde en el salterio, el rojo en el propio del tiempo, el blanco en el salmo y los demás. A ver si aprendés de una vez; pero no lo decía. Carraspeaba antes de empezar.
Dios mío, ven en mi auxilio. Señor date prisa en socorrerme.
No es la memoria la que trae las palabras perdidas, es algo que sigue ahí, misteriosamente disponible. Cierro los ojos. Recupero el vago aroma a incienso y los susurros.
La imagen se desliza desde el vientre del breviario al piso. La alzo. No es una estampita, es una foto. La tomó Ricardo. Ella, sus ojos casi humanos, su hábito marrón. Milagro en blanco y negro, la vimos aparecer juntos en la batea de revelado, una de esas tardes de cuarto oscuro.
En agosto, solían sacarla y dejarla delante de la nave central, del lado izquierdo, con los brazos abiertos abrazando a la gente. Cuando se iban, y solo quedaba yo y la gotera invisible marcaba el tiempo eterno, me iba corriendo poco a poco de mi lugar, deslizando el traste por los listones lustrados del banco -ala izquierda, tercera fila, casi sobre el pasillo- para quedar justísimamente adelante de la mirada de yeso. Así me parecía que de veras Ella me miraba a mí.
Después de muchos años, volví a entrar y no estaba más. Di toda la vuelta, pero nada; solamente la del cuadro, la Laura Vicuña, el San Vito, el pobre y torturado Cristo yacente y los demás viejos conocidos.
Dijeron que se la habían llevado a otra parte. Así debe ser envejecer: te van sacando las cosas, te las ponen en otro lugar y no te dicen dónde. Me prometí no entrar nunca más a ese templo de la virgen equivocada.
Como entonces, no doy con lo que busco pero una vez más, encuentro lo que necesito,
"La noche no interrumpe su historia con el hombre, la noche es tiempo de salvación”.
Cantan los pájaros de la madrugada. No me molesta este insomnio, este estar en vela; tiene sentido.
Que la fe no es un sentimiento, me dijo una vez, con esa manera de gruñir en vez de hablar; que es un don, se tiene o no se tiene; y si se te pega no se puede evitar; y si no, se pide, y a veces se te da y otras, a aguantarse.
Hoy supe que murió. Pocos días después de cumplir setenta. No tengo tristeza ni ganas de llorar. Como si no sintiera nada. Debe ser como la fe.
Sostener este libro de cuero en las manos hasta el amanecer, es la única forma que tengo de despedirme y decirle qué equivocado que estaba.
La sensación que me provoca es amargamente familiar. Recorro
las fotos de los carteles que los manifestantes de #43x43 enarbolan en
estos días en su marcha de Iguala al D.F. para exigir justicia. Aparición con vida dicen las pancartas todavía después –o justamente,
más que nunca, después- de la conferencia de prensa de la procuraduría que
muestra las horrorosas evidencias del casi seguro pero parece que muy difícil
de probar destino de los 43 muchachos de #ayotzinapa. Los desaparecieron.
Las familias de
los estudiantes y los activistas insisten: #AparicionConVida. Si uno recorre las
redes no es poca la gente que corrige el estatus ajeno con, total que ya se sabe
que están todos muertos y algún diario local elige incluso informar sobre la “tragedia”
en la que “los familiares se niegan a creer” hasta que haya pruebas.
#AparicionConVida es un hashtag que conocemos muy bien en nuestra línea de
tiempo de historia reciente en la que se ocuparon de desaparecer a generaciones
enteras de jóvenes. Decenas de miles de desaparecidos en el marco del Plan Cóndor en América del
Sur, 30 mil solo en Argentina, 45 mil en Guatemala, primer país en el que la
desaparición forzada se empezó a usar como herramienta para aterrorizar a la población.
A diferencia del asesinato la desaparición forzada es un crimen que supone la participación del Estado, el
ocultamiento, la continuidad del delito y el sufrimiento. Un cuchillo que se
sigue clavando en la espalda de la víctima que no está muerta, está
desaparecida. La desaparición forzada no prescribe; el crimen no acaba hasta
que no se conoce la verdad. El delito de desaparición forzada viola los
derechos de las víctimas pero también de los familiares, los amigos, y no solo
el derecho a la vida; el derecho a la justicia, a la identidad, a la
reparación.
Hace treinta años, el reclamo absurdo de Aparición con Vida de unas viejas locas
con pañuelo que caminaban de manera circular e interminable alrededor de una
pirámide, enfureció a los militares de la dictadura argentina. Muchas también
desaparecieron. Hoy son ellos quienes están tras las rejas.
Vivos los queremos es la trampa de la
sociedad a la impunidad. Vivos los
queremos cambia la lógica de las cosas y nos mantiene de pie y no llorando
en los altares de resignación de los muertos, en donde somos tan fáciles de tratar.
Aparición con vida es el enroque de la sociedad al Estado para exigir, por ley,
justicia y verdad por más absurda que pueda parecer la correlación de fuerzas. Es
la única garantía de no repetición. Para los 43 militantes de Ayotzinapa, para los
miles de desaparecidos en México y por todos nosotros. Porque sin aparición con
vida, no hay nunca más.
Leo en los diarios que en muchos países se organizan en estos días manifestaciones
en solidaridad por los muchachos de Ayotzinapa y los miles de desaparecidos en
México.
Se los llevaron porque estaban vivos. ¿Lo estamos también nosotros?
No sé qué pensar, vengo soñando con perritos de manera recurrente. No con
perros, como otras veces, mastines esbeltos negros azulados bien formados,
listos para atacar o defender, perros enormes parecidos a panteras. Sueño con
cachorros indefensos que están expuestos a cualquier peligro o descuido y a
merced de cualquier buena voluntad de ser salvados. A veces no son sueños
completos, solamente retazos; despertar con el recuerdo fugaz de esas naricitas
húmedas y unos ojos interrogantes, sin culpa ni deseo.
En uno de los sueños, el último, estoy parada en la esquina de un barrio donde hay una
cantidad incontable de perritos recién nacidos desparramados en una avenida que
podría ser Beiró o Agraciada. Una avenida ancha y desierta, de madrugada. Hay cientos
de ellos. Tan recién paridos que no pueden correr, que reptan sin saber bien en
dónde están, sin madre ni dueño. Se mueven en la avenida como
puntitos, ciegos de nacer, olfateando el aire, no saben desplazarse todavía, tan frágiles patas tienen que algunos lo intentan y ruedan sobre sí mismos. Gimen en
una sordina entrecortada. Algunos son marrones; otros, color canela o gris. Una
camioneta blanca atraviesa de pronto la calle; no sé bien de marcas de autos
pero es una de esas gigantescas camionetas tipo Nissan que acelera indolente y
entonces saltan los perritos o pedazos de perritos ensangrentados que salpican
la cámara. Hay partes de perritos desmembrados por todas partes. Me desespera y
no puedo detener nada de lo que sucede. Gora aparece de repente con uno de
ellos en los brazos. Tiene una expresión que es de ternura y de potestad, como
de quien ha podido salvar y se apropia a la vez de lo salvado. Tomo el perrito
de Gora en mis brazos. Es chiquito, mismo. Hundo la nariz en su cuello peludo, me
relaja ese aroma a cachorro, mezcla de polvo y leche y sal de nacer. No
quiero y no voy a devolverle el cachorro a Gora. Me lo voy a quedar. Es mío ahora.
Sé que no tiene sentido, porque si realmente quisiera salvar a los perritos de
la avenida, podría elegir otro, y al menos entre ambas, salvaríamos a dos, razono.
Pero no. Yo quiero el perrito esede
Gora. Como Gora me molesta, porque no le va a gustar que le quite su perro, la
desaparezco del sueño; chau Gora. En la vereda de enfrente, hay un viejo que me
mira con desaprobación. Está en camiseta y tiene lentes, es un viejo abandonado
y medio sucio. Es Levrero. Lo miro mejor. Qué tipo horrible, pienso. Me
fastidia su mirada displicente y su juicio mudo, distante. De pronto, no es más
Levrero, es mi abuelo Humberto. Cómo se parecen los dos, Levrero y mi abuelo.
Los dos me desaprueban, niegan con la cabeza, qué mal lo que estás haciendo.
Pero enseguida, no es ni uno ni el otro: es Gospod Simic, el veterano croata que me regaló la
Lettera 22 para mis tres años; la que tenía rota la tecla de la hache. Se parecen mucho los tres
viejos, mirá vos lo que vengo a descubrir en este sueño. Son tres, o son uno, no tiene importancia; me
miran con reproche y desprecio. Yo me llevo a mi perrito igual, qué me importan estos
viejos de mierda.
En el otro sueño, unos días antes, vamos a la veterinaria a
buscar unos perritos. Tengo ansiedad y dinero en el bolsillo. “Al fin llegó el
momento”. La mujer me dice que cada uno cuesta setecientos pesos, le pido que
me envuelva siete o seis. Los va seleccionando y embalando en las cajitas. Las
cajitas son igualitas a las del helado de palito de La Cigale. Me da las
cajitas con los perritos adentro y yo las pongo suavemente en la bolsa de tela
muy satisfecha de mi compra. Enseguida me entra una urgencia de llegar a casa
para sacarlos de la caja. Son setecientos pesos por cada uno, y mientras cuento
apurada la plata, y pienso que capaz debería pagar con tarjeta por el
descuento, la mujer de la veterinaria me dice al pasar que, claro, esos que
llevo y que tanto me gustan, cuestan setecientos pero que los “Golden Blue”
cuestan mil cuatrocientos cada uno. Pone cara de que obviamente es caro, pero
parece que eso me animara y le pido que me ponga, además, un Golden Blue. “No vale
la pena”, dice pero ante mi firmeza, la vendedora-veterinaria, silenciosamente
embala un Golden Blue. Es el Black Label de los perritos, pienso o escucho que
alguien dice, y me da la última cajita, igual a las otras pero con la
tipografía en un lila claro, que acomodo junto a las otras. Las personas que
están conmigo, que vendrían a ser amigos o parientes, gente de confianza, no
están de acuerdo. Muestran fastidio por mi actitud, pero no la expresan del todo, como si
yo fuera una persona a la que no vale la pena tomarse el trabajo de convencer de otra cosa una vez
que decidí pagar tanto por unos bichos cuando supuestamente no valen la pena;
para qué, parecen decirse entre ellos sin palabras; no hay caso, que no habrá forma de
convencerla, que es siempre igual. Salimos de la veterinaria. Voy decidida con
mi bolsa de perritos y estos amigos-conocidos que toleran la situación, unos
pasos detrás; caminamos por una calle
empedrada, repleta de gente y pequeños negocios y puestos. El empedrado está
lustrado, como recién llovido. Me parece una calle conocida; es la acera
lateral de la iglesia de Sacré Coeur en Montmartre. Tengo que llegar a casa y
abrir las cajas y sacar a los perritos, especialmente al Golden Blue. El
pensamiento de que es igual a los otros pero más caro, no me abandona. La
peatonal parece interminable, y sé que no va a ser fácil atravesarla para
llegar adonde quiero ir. Aparentemente voy tranquila, mirando las cosas, pero tengo cierto temor de que
los perritos se asfixien; temor que no quiero que se me note para no demostrar
que capaz no fue buena idea someter a estos animales inocentes a esa
situación. (Es muy parecida a la sensación que tengo siempre que me regalan o yo
misma compro flores en el puesto de la esquina-triangulito del Club Malvín. La
mujer te las pone en una bolsa de celofán tan bien atadas, y mientras le pago no
veo la hora de liberarlas, sacarles todas esas hojas de adorno que huelen a
velorio y ponerlas, solas, en agua fresca). A los perritos los quiero para
venderlos, no para tenerlos; eso lo sé de pronto. Camino mientras hago
cálculos, a cuánto podría vender en Mercadolibre a los siete, y a cuánto al
Golden Blue. Hago cálculos pero no llego a nada muy efectivo. La callecita que
es corta pero se siente interminable como un túnel, está llena de puestos de artesanos,
vendedores de frutas de plástico, monedas, discos, objetos de la China, vejestorios
que normalmente me detendría a escudriñar pero que no me interesan porque mi
única preocupación es llegar y liberar a los cositos. Reconozco de lejos
el puesto de A. La periodista me saluda con su natural cordialidad y paz
interior; le brilla la mirada. No sabía que tenía un puesto en esa feria,
le digo, y me detengo un rato a mirar; no tiene muchas cosas ni son muy lindas; algunos atrapasueños, sahumerios, hornillos y aceites, unas varas o estecas de madera. A. me cuenta detalles de su último viaje al
Líbano y algo sobre los niños sirios, me habla de uno en especial, pero yo no le
presto mucha atención; en cambio, le cuento de mis perritos y como se interesa,
decido sacar al de la caja de cartón que es distinta. Abro la pestaña de la
caja y ahí está el Golden Blue, el cuello velludo acomodado en una moldura de
cartón troquelado como la de la caja de las botellas de Zacapa del Duty Free Shop.
Saco el perrito y, al alzarlo, me asombra el tamaño, que no se corresponde para nada
con el de la cajita, porque es un cachorro de
un par de meses bastante robusto. Es suave, pesado, marrón chocolate, sereno. Protege el hocico debajo de mi antebrazo, siento su respiración.
Llegamos al auto. La gente que me acompañaba ya no está; el auto está
estacionado en una parte tranquila de la zona, una calle paralela de veredas
angostas sin árboles. Tengo que sacar a todos los perritos y ponerlos en el
asiento de atrás, pienso, porque no creo que sobrevivan en esas cajitas de
cartón. Tendrán sed, o necesitarán aire. Mentalmente, calculo el tiempo del
viaje, que es poco. Decido que es mejor conducir lo más rápidamente posible
hasta casa. “Para qué someterlos a un doble trauma si falta poco para que esto
se termine”. Apoyo suavemente la bolsa con las cajitas en el asiento trasero, y
el Golden Blue, sin ayuda, se echa y enseguida se queda dormido. Está exhausto.
Vuelve a aparecer, de pronto, acodada en la ventanilla del auto, la veterinaria-vendedora
y me pregunta con tono burocrático “querés que le diga a Lil que los dope para
que viajen más tranquilos?”. Le digo que no, que para qué, que esto ya se acaba.
Arranco y me voy. La basílica se refleja en el espejo retrovisor, cada vez más alejada,
hasta entrar por completo en el cristal como una postal. Me doy cuenta de que
al final, seguro no los voy a querer vender. Pero no sé qué voy a hacer con
los cachorros. Siento angustia por la repentina idea de tener que responsabilizarme de ellos, en vez
de venderlos. Pero no me arrepiento para nada. Por lo pronto, estoy decidida a sacarlos de ahí. Necesito llegar a
casa de una vez, ya ya ya.
23.5.14
Amurados
Artículo publicado en Replicante, en agosto de 2011
En poco tiempo, millones de personas pegamos el salto desde
el mero mail y el chat a otras zonas más complejas
de la comunicación vía internet:
Facebook, Twitter y sucedáneos. La buena
noticia: podemos vincularnos con nuestros lejanos seres queridos, conocer otras
personas, intercambiar información
o encontrar entretenimiento. La mala: la
gran cantidad de tiempo que, de pronto, insume en nuestra vida y la
tangencialidad
y el carácter compulsivo que suele caracterizar el intercambio.
Esta nota trata de este espacio vincular nuevo que aún no comprendemos del
todo, de la adicción y las secuelas que este paradigma de relación social
imprime en nuestra vida.
“¿Cómo? ¿Todavía no estás en
Feisbuc?”.
La frase se la escuché a una de 60 dicha a otra de la misma generación, ambas
esperando a sus nietos en la puerta de una escuela.
No importa la clase social ni la edad, cada vez es más raro estar fuera de las
redes sociales.
Algunos usuarios se entusiasman con los beneficios de la comunicación
horizontal en pos de la divulgación de un emprendimiento, una convocatoria o un
negocio. Otros, en cambio, nos
regodeamos en el placer de tener con quién compartir música o viejas películas,
hallazgos de YouTube, esa bendita
caja de Pandora en la que siempre hay la esperanza de encontrar lo que creíamos
perdido en las brumas del olvido.
Muchos nos abandonamos al tsunami emocional de recuperar el vínculodiario con personas que estaban -ya no-
lejos en el espacio o el tiempo. Hay quienes se entusiasman participando de
campañas o ejercitando el músculo intelectual en debates de índole política o
cultural, o intercambian información o lecturas como figuritas de un preciado
álbum de historia personal. Están los fanáticos de la broma fácil, los
políticos que dicen buenos días desde el Twitter,
los que que desvisten o trasvisten su alma,
los que dictan cátedra, los del lenguaje críptico o hiperbólico, los que
navegan para pescar algún romance.
Como
es mucha la tela para cortar, es indispensable delimitar el retazo que nos
ocupa (la aclaración, por otra parte, podría aplicarse a cualquier tema en el
cual al pararnos en medio perdiéramos de vista los bordes). Por eso, aunque sea
de suma relevancia, no vamos a tratar aquí la democratización de la información
que facilitan las nuevas plataformas, ni lo revolucionario y masivo del
sistema (aunque lo verdaderamente
revolucionario, conservador o, sencillamente, estúpido, es el modo en que la
gente lo utiliza). Tampoco es tema de este ejercicio el retroceso o no del
periodismo clásico en pos de una mayor circulación horizontal de la información
ni la incertidumbre acerca de quién y por qué la produce.
Los párrafos que siguen son un hilván de fotografías recién reveladas y colgadas
de una cuerda. Postales enviadas durante una travesía a través de las redes
sociales, particularmente, en el territorio virtual del Facebook. Muchas de
ellas, si no todas, surgen de apuntes tomados durante semanas y meses -en un principio,
sin sistematicidad alguna- a partir de reflexiones y preguntas propias y de amigos, usuarios regularesoauto diagnosticados adictos al
Facebook.
Pero, ¿qué es lo adictivo? ¿Qué se pone en juego en el acto del intercambio personal
en internet? ¿Cuál es la calidad de las relaciones en esta nueva fábrica de
vínculos? ¿Cuál es el impacto de las redes sociales en nuestra vida cotidiana?
Partimos del supuesto de que las redes sociales llegan con un formato ideado
para dar (se) permiso, para conceder (se) deseos, para soplar la herida que a
nuestra existencia infringe el sablazo del estilo de vida contemporáneo en las
clases medias occidentales. Esto es, la imposición cultural e inamovible de una
estructura clásica de familia; la postergación de la realización personal en
pos de la supervivencia o el progreso; la rutina y el tedio que nos condena, a
la larga, al ayuno de vínculos significativos; el siempre latente pero paradójicamente
postergado apetito por la belleza.
Como
última advertencia vale aclarar una toma de posición: desde la invención de la
rueda hace seis milenios al contemporáneo “Me
Gusta” de Facebook, es un error pensar que una herramienta tecnológica
viene a instalar necesidades que antes no existían. En este trabajo se parte de la suposición de
que las redes sociales no inventan nada; que, en cambio, interpretan, son emergentes de una época y facilitan el
resurgimiento de formas de vincularnos con nosotros mismos y con los otros.
I–Un millón de amigos
¿Qué necesita cada uno para considerar a otro, un amigo? Alguien en un Murodijo, con razón, que la pregunta tiene tantas respuestas como personas la formulen.
En los vínculos virtuales el perfil de las identidades se conforma con apenas
algunas imágenes, un par de referencias biográficas y algunos comentarios. Mostramos
la punta del iceberg de nuestra forma de vivir y de ver el mundo. Esta configuraciónes suficiente para dejar
sentadas las bases de la afinidad e iniciar una relación. Habrá quien se rasgue
las vestiduras por tamaña frivolidad, pero resulta que la fórmula no es otra
que la aggiornada versión analógica del “¿trabajás
o estudiás?”, proferida tantas veces para hacer contacto en la oscuridad de un boliche o una fiesta, al
amparo de la madrugada.
Dejando de lado a los coleccionistas de contactos –todo un tema aparte que
refiere al asunto borgiano de los abominables espejos que como la cópula
multiplican el número de los hombres, es decir, del propio ego- la primer cuestión es que la red social, de pronto,
nos propone convivir con personas cuyo nombre y foto nos acostumbramos a ver al
pie de la pantalla y con los que cambiamos opiniones.
Amigos cercanos, lejanos, conocidos y desconocidos. Personas que por un
instante nos emocionan, nos enriquecen, nos hacen pensar o reír, nos provocan,
nos enfurecen por su estupidez o nos inspiran sueños eróticos. Sujetos con los
que llegamos a compartir la misma sensibilidad hacia la música, el arte o la
literatura, similar afinidad ideológica o una entrañable hermandad en el sentido
del humor.
La selección de algunos, en la incalculable paleta de gustos, marca las reglas
del juego. Invocando a Bourdieu[1]: por mis gustos me distingo y tengo un rol en el juego y por sus gustos sé para dónde patea el otro. El gusto es la vara sagrada que divide
las aguas. Buen gusto, mal gusto, gusto a poco, mucho gusto. Me gusta. He aquí el campo de batalla
del Facebook. Una cancha delimitada
por la intersección de los gustos y la complicidad. Lo interesante del deporte
depende de los declives, los baches y las proezas de cada atleta. El tamaño de
la apuesta depende del capital simbólico y emocional que cada uno ponga en
juego.
En Facebook se conforman guetos inofensivos, multitudes que observan, apretadas
rondas, círculos de distinción: “All in
all it's just another brick in the wall”. Y si alguien desentona demasiado,
lo quitamos de la vista en el Muro, o lo borramos sin culpa con un solo clic.
A diferencia de la vida real, no hace
falta mucho más para alejar a quienes consideramos o nos consideran imbéciles.
El gusto es el rifle sanitariodel
Facebook. Y disparar puede volverse un inesperado deporte cotidiano.
II.
(No) me gusta cuando callas
En la mayor red social del planeta, el Me Gusta inclusivo, elque habilita y distingue, tiene varias modalidades:aplicar un Me Gusta, comentar, compartir o “robar”
el post para el propio Muro, enviar un mensaje privado o dar un Toque, ese gran enigma semántico.
Es paradigmático, en cambio, el reclamo de muchos de los usuarios de la
plataforma ante la no tan sencilla posibilidad de distinguirse con un No me gusta excluyente. Si así fuera,
sería aburridísimo. Para expresar disgusto en el Facebook no alcanza con un
clic. Una manera usual de excluir al otro es ignorarlo sistemáticamente. Si es
un ser realmente despreciable o fastidioso, su Muro se convertirá muy pronto en
un páramo solitario de tristes mensajes a sí mismo.
Lo interesante es que, para expresar un No
me Gustainclusivo -sin duda el
más apetitoso del hambre de vínculos-, hay que trabajar, poner de uno mismo, pensar
y debatir, decir, al menos una pavada, un emoticón hecho de puntos y corchetes.
Recién entonces la plataforma le da al usuario la opción del dis-gusto.
Pero casi nadie usa el botón Ya no me
gusta. Hacerlo –lo cual no estaría nada mal- supondría que el sujeto se entregó
seriamente a un intercambio: escuchar, argumentar, volver a escuchar, hacer una
devolución, volver a escuchar y, al fin, si no hay consenso, disentir o
disgustarse: ya no me gusta. Pero la
profundidad en las discusiones no es algo, ni de lejos, característico de la
red social.
Por otra parte, los disparos de este juego no son otros que la munición gruesa
de las palabras, lo cual aumenta el riesgo de lesiones, heridas graves y
tarjetas rojas. La palabra escrita dista mucho de la diáfana oralidad, y los
malentendidos y disputas completamente inútiles son el alimento preferido del
monstruo que habita en el centro del Facebook. En esto, quienes dominamos un
poco más la herramienta escrita, tenemos una pequeñísima ventaja. El otro lado
de la moneda es que, confiados en ella, damos rienda suelta a la compulsividad
en el decir, el decir de más y el leer entre líneas discursos que muchas veces
no fueron dichos con la intención que creemos estar escuchando.
¿Qué estás pensando?, propone el
sistema. Las discusiones que se suceden
debajo de una barra de estado nunca son muy largas. ¿Podrían serlo, acaso? Los Muros
no están pensados con la dinámica de un Foro habilitado para construir un
sentido sobre los retazos de sentido de los demás y en el que es posible buscar
un tema, retroceder, retomarlo. (Curiosamente,
en Buenos Aires, y aproximadamente desde los ´80, cuando queremos decir que
alguien pretende ser lo que no es, decimos que hace face. Un book, por otra parte, es el nombre que se le da al catálogo con fines de venta de las top models. No solo, pero también por esa
asociación de ideas, el Facebook me resulta más parecido a un beauty contest que al brainstorming en el que pretendemos
transformarlo).
Algunos debates pueden ser intensos pero suelen ser tangenciales y, sobre todo,
fugaces. Si algo bueno pasó, lo hizo rápidamente. Los intercambios de ideas que
únicamente están atados a los Muros –y no a otros enlaces menos efímeros- son material
descartable. Lastimosamente, las más largas cadenas de comentarios suelen
rondar alrededor de los temas más irrelevantes. Ni más ni menos que como en la
vida misma.
No obstante, la gracia –en sus múltiples y hondos sentidos- del juego está menos en ese Me Gusta superficial anque bipolar, que
en el volcarme por lo que no conozco, por lo desigual. Lo que Me gusta pero me invita al intercambio.
Lo que No me gusta pero me hace ceder
a la tentación de rozar nuestras diferencias, de tocarnos y, a veces, sacarnos
chispas. Lo que me gusta es lo que me completa y no me sobra, dijo una amiga
en su Muro.
Y aunque esta funcionalidad no sea altamente adictiva y, mucho menos, mortal,
es también una dulce droga a la que nos gusta someternos en las redes sociales.
III. Todas las
voces todas
N.B., el amigo más real que tengo en la vida real me dijo, antes de convertirse
en adicto al Facebook, “es lo más
parecido a morirse e irse al infierno: tu pasado, tu presente y tu futuro están
vigentes al mismo tiempo ante tus ojos”.
La configuración de las redes sociales nos permiten ser coleccionistas de
personas. Tener, sin mayores problemas, la fantasía de pertenecer a un grupo
que supera el tiempo, la distancia, el grupo etario y social y otras variables
menos definitivas pero que se articulan de un modo diferente fuera de la red:
el estado civil, la orientación política, la profesión.
El roce con el otro puede ser insignificante. Hay siempre una presencia
latente, agazapada. A veces, en el silencio de la noche, cuando veo aparecer
tres, cinco, diez pequeños globos de diálogo rojos sobre el ícono de un mundito
azul, me siento un poco como Damiel, Cassiel o Rafaela sentados en la estatua
de la Siegessäule sobre Berlín escuchando
los pensamientos de la humanidad. Si se aguza el oído, se pueden oír los
devaneos de las personas en la soledad de sus hogares, en la soledad de unos
pasos sobre el empedrado, en la soledad del bus lleno de gente. Esas
conversaciones internas ven la luz por un instante, son ofrendas fugaces a
otros ángeles urbanos caídos, fantasmas taciturnos que también están solos,
suspendidos en esa franja del blanco y negro, separados de la manzana roja y
jugosa de la vida real.
En ese umbral confortable de ver sin ser visto, de escuchar sigilosamente y estar
no estando, a salvo, del lado inmaterial de los ángeles, está la adicción.
IV. El
caballero inexistente
En la novela homónima de la trilogía de
Calvino[2] hay un legionario que no existe pero cree que existe; la voz sale de
la armadura del caballero Agilulfo como de una gruta porque la armadura está vacía.
No obstante, Agilulfo es el primero en levantarse al amanecer y se dedica a
lustrar su armazón hasta que el brillo de su yelmo ciega al mismísimo sol. Es
el más valiente en la batalla. Jamás retrocede. Los principios que lo guían son
inquebrantables. Los demás lo siguen, lo admiran. Su condición es digna del
elogio -léase Me gusta- del mismísimo
Carlomagno. Pero, atención: su presencia es tan verosímil que casi llegamos a
olvidar que el hidalgo Agilulfo no existe, que se mantiene en pie gracias al acero
de su voluntad y la creencia de los otros.
La repetición minuciosa de las mismas cosas, los idénticos pequeños detalles de
su forma de ser y hacer las cosas, lo convencen de su presencia en el mundo. Por
eso –y solo por eso- Agilulfo no es un cretino. Es noble y leal. No miente:
cree en su existencia porque cree fervientemente en los protocolos que la
confirman.
A veces sucede que en las redes sociales,
la materia que forma al amigo, así
sea un desconocido o una compañera de escuela que no vemos hace dos décadas, está
formada por la armadura de los pocos datos que delinean su perfil, unos vagos
comentarios y un par de gustos.
El resto, la mayor parte de la sustancia de ese otro, suele convertirse en carne por obra y gracia de nuestras
proyecciones, nuestra fantasía y nuestra voluntad. Cuántos nos hemos preguntado
alguna vez como el Mario Levrero de La
Novela Luminosa echado en la cama junto a su amada: “¿este vínculo es cierto o lo
estoy imaginando todo?”. La duda no
es fortuita, porque necesito que ese otro
sea tal y como lo imagino. No importa que, efectivamente, lo sea porque la
tangencial relación con ese amigo o amiga no es real, no tiene impacto en mi
vida (¿no es real?, ¿no tiene impacto?). Eso queremos creer.
Cuando nos damos cuenta de que la huella de ese otro virtual deja una marca real en nuestra vida, pasan dos cosas: o
enloquecemos de euforia y ansiedad -como si nos diéramos cuenta de que vivimos
con un fantasma- o, paranoicos, empezamos a quitar amigos compulsivamente de la
lista hasta verificar que cada uno de los nombres tiene un sentido. Tal vez Facebook hubiera salvado a Levrero al
demostrarle que no estaba solo, que varios millones de personas viven
alimentando conexiones íntimas, invisibles, aparentemente ilusorias, de un alto
grado de espiritualidad.
En el Caballero Inexistente de Calvino hay al menos otro personaje que interesa
al zoológico de las redes sociales. Se trata de Gurdulú, escudero de Agilulfo;
un sujeto que sí existe pero que no sabe
que existe. Y como desconoce su propia existencia se identifica con todo
aquello que ve: cree que es una pera al ver rodar por el prado los frutos de un
peral, se cree rey al ver pasar revista a Carlomagno. Me recuerda a tantos de
nosotros, usuarios de las redes sociales, los seguidores de, los que no saben –hasta que lo descubren y ahí sucede
la magia- que tienen tanta existencia
para ofrecer.
¿Qué provoca más movimiento interior, el vacío o la plenitud? Los muros de Facebook están habitados por Agilulfos
y Gurdulús. Aunque muy pocos quisiéramos admitir que a veces, en la vida o en
la red, vivimos como armaduras vacías o no sabemos quiénes somos en realidad. La red social nos habilita y nos motiva a
completarnos unos a otros, a seguir y ser seguidos con devoción; a
rellenar, a veces, lo inexistente con la cabal materia de nuestra fantasía.
En el movimiento hacia lo que no soy y quiero ser, y lo que el otro no es y
quiero que sea, en esa maravillosa operación de supervivencia de la voluntad,
también está la adicción de las redes sociales.
V. La enamorada
del Muro
¿De qué sustancias químicas se componen los
deseos? ¿Cuál es el motor que lo pone en marcha y lo mantiene encendido? ¿Qué
hace que personas a las que no conocemos en absoluto excepto por una cantidad limitada
de caracteres, se vuelvan deseables?
El deseo, como el gusto o el apetito, no se teje de abstracciones ni
enunciados. El deseo es algo primitivo. Deleuze afirma que uno nunca desea a
una persona sino al paisaje que la envuelve. Uno desea el paisaje que ve
reflejado en la mirada ajena. Esa mirada está amueblada de pensamientos, de viejas
canciones, de palabras y de silencios que pueden ser tan densos como la corporeidad.
Pero no se trata de una naturaleza muerta. En el centro de ese paisaje está,
sobre todo, uno mismo, transformado e
incluido en la mirada del otro. El lente
miope de la cotidianeidad convierte a las personas que nos rodean, -amigos,
familia, pareja y a nosotros mismos- en personas sin paisaje. Nos volvemos
invisibles por el hechizo de la costumbre.
Así como un alcohólico no bebe porque desea la bebida ni un escritor escribe febril
porque desea la escritura, deseamos a una persona para crearnos un nuevo lugar
en el mundo, real o imaginario, una región distinta, una zona liberada.
Deseamos al otro por esa zona del nosotros hecha de planicies visibles e
iluminadas, pero mucho más lo deseamos por los sombríos socavones llenos de
presagios que ese nosotros supone. El valor de esa operación interior del deseo
en movimiento es incalculable y a veces no importa qué tan real sea el
destinatario. Lo que importa es el viaje a esa nueva geografía.
La recuperación del propio deseo es lo más adictivo de las redes sociales. Y,
hay que advertirlo, nadie con una cuenta en Facebook, libertad para elegir y
tiempo para robarle al día o la noche, está libre de una sobredosis.
VI. I want to believe
Desde el ´93, cada martes durante 8 años, el canal Fox ponía los X Files.
Éramos varios los acólitos del cínico y sufrido –infalible fórmula
seductora- agente Fox Mulder y. otros tantos. los que se ratoneaban con el
cerebro hiperdesarrollado de la astuta -y robusta, para qué negarlo- Dana
Scully. En la saga, los agentes enfrentan cantidad de casos de abducción,
misterios paranormales y experimentos del FBI.
Mulder y Scully se admiran mutuamente y son capaces de dar la vida el uno por
el otro, se cuidan, se aman en silencio, con ternura y haraganería. En cada
minuto de la serie se mantiene, tensa, la cuerda del erotismo. Cuando la fibra
amenaza con romperse y el auditorio está por colgarse del ventilador de techo
de los nervios, la agonía amorosa entre
Mulder y Scully se derrama, no en una buena cama con resortes como debe ser, sino
en el inmaculado lecho de la ironía:
Chris Carter, el dueño del kiosco de los
deseos insatisfechos y los aliens, lo sabía perfectamente. Aquello que mantenía
inamovible la columna de fieles no eran ni las conspiraciones de la CIA, ni la
telepatía, ni el cáncer negro, ni las clonaciones, ni los zombis, ni las
posesiones de vientres fertilizados por extraterrestres o los monstruos salidos
de los sumideros. No. Lo que nos tuvo en vilo durante más de 500 capítulos fue
la dulce y dolorosa tensión de ese único beso que Mulder y Scully no se daban.
Un beso siempre al borde del presentimiento, un beso perfecto instalado en el
por-venir.
Se dice que hasta hubieron manifestaciones de seguidores de los X Files -gente
prosaica sin sentido lúdico ni resto para la fantasía- frente a la casa de Carter.
Le exigían con todo y pancartas, que
hiciera algo acerca del maldito beso. El tipo, muy hábil, sabía que la serie y
sus finanzas dependían de ello y, en más de una oportunidad hizo trampa con
algunos memorables capítulos de besos
falsos: o Scully tenía un ataque de amnesia cósmica y olvidaba que él la
había besado, o Mulder no era él sino su clon, o todo había sido un sueño.
Besos de engaña pichanga. Foja cero. A la semana siguiente, los protagonistas
seguían arrastrando la nostalgia del amor no consumado y, mientras tanto, resolvían
algún que otro misterio. El recurso literario se usó muchas veces después de
los X Files, pero en su momento, el truco tuvo su costado novedoso.
¿Qué es más poderosa, la esperanza de un beso o el beso mismo? ¿Qué es más
cautivante, la certeza o el presentimiento? El poeta ebrio tiene su opinión
formada: no hay nostalgia peor que añorar
lo que nunca jamás sucedió.
Ahora, vuelva a leer todo lo anterior pero olvídese de los ovnis y mueva los
argumentos a las relaciones humanas de afinidad en las redes sociales. Ahí
descubrirá la naturaleza de la más deliciosa y perversa de todas las adicciones
del Facebook. VII. El planeta invisible
“No es exagerado afirmar que la cultura clásica de Tlön comprende una
sola disciplina: la psicología. Las otras están subordinadas a ella”, afirma Borges en su Tlön, Uqbar, Orbis Tertius. Allá
por el año 94, bauticé mi primer cuenta de mail con ese nombre: tlon, seguido de la arroba -que costaba
encontrar en el teclado- y signada por el nombre de un pequeño servidor casi
artesanal.
Hoy, la red social más grande del mundo es, cómo dudarlo, ese planeta en sí
mismo. Un mundo sin accidentes orográficos ni abismos. Un orbe redondo y rumoroso.
Hasta las instituciones, los ministerios, los organismos públicos o privados
están obligados a ponerse a la misma altura que todos los demás. Todos eligen,
nadie gobierna; excepto la deliciosa tiranía de la adicción. Los usuarios somos
una llama unida a otras, pocas o muchas sin vocación de fogata. El mar de fueguitos de Galeano, pero al
revés.
El Facebook es ese laberinto separado por muros y calles laterales, una
anarquía de Estadosindividuales,
un infinito planeta en donde cada uno es dueño de una porción de mapa, y en
donde los mapas solo sirven para perderse alegremente. Es una ciudad, una más,
la más colosal de las ciudades invisibles de Calvino, en donde cada uno posee
la partitura de una estrofa de esa gran canción de las tribus de Chatwin, la
letanía interminable y atonal del planeta.
¿Adónde
va todo ese universo de ideas, de filosofía barata, de estupideces, de amores y
rencores? ¿En qué fuego se cuece tanta carne puesta en el asador? ¿Cuál es el
servidor que contiene el alma y la vida de 500[3] millones de personas?
Somos nosotros y no una oficina de
Palo Alto los servidores de esta nuestra Matrix de pantalla plana. Somos los
anfitriones y los esclavos del fragmento de maravilla que nos toca, que nos
cambia en algo la vida, que nos quema por dentro, nos ilumina o nos quiebra.
Una de estas cosas, o todas a la vez.
Como en las redes sociales, las cosas en Tlön tienen también la inevitable
tendencia a desaparecer y a perder los
detalles cuando los habitantes de esa región las olvidan. Los Muros pasan en videoclip, los temas de inaplazable tratamiento son suplantados por otros, los pensamientos circulan veloces hacia ninguna parte. Es imposible
asirlos, se van como arena entre las manos. Y con ellos, se nos va la vida y el tiempo.
¿Tenemos el poder de elegir sobre nuestro retazo de maravilla? La decisión
oscila, pendular, entre la adicción del deseo pendiente o la piel del deseo. Es
nuestra la mano que pone leña al fuego y mantiene encendida esa pequeña llama
de belleza aun sabiendo que es efímera. Es nuestra la decisión de ser un
ladrillo más en la pared o saltar olímpicamente los muros. Las redes sociales pueden ser un techo estrellado para nuestro
desamparo -lo cual en sí es perfecto- o un simulador de lo que podemos ser y
hacer con nuestro mundo interior en la vida
real.
Podemos seguir escuchando los susurros por encima de todo, cerca de los seres
celestiales y la eternidad o elegir el camino de Damiel y dejar caer la
armadura que nos sostiene, solamente para sentir el crepitar de la manzana roja
y fresca en la boca. Nadie más que nosotros mismos tiene la soberanía de elegir
entre el romántico estertor de una carcasa vacía o el toque de un ángel amigo
con una sonrisa en 4D.
Los platos de la balanza se equilibran y en la palma de la mano están esos
gramos de plomo que la inclinan suavemente. No hay juicios sobre qué lado de la
vida elegir porque ambos son, a su manera, valiosos. Pero quisiera no olvidar
que tenemos el poder de hacer crecer una flor verdadera de una semilla
imaginaria.
En las redes sociales, como en el Tlön de Borges, el contrapeso que podríamos
poner para que la belleza y la amistad existan en toda su dimensión puede ser
ínfima, pero decisiva: “es clásico el
ejemplo de un umbral que perduró mientras lo visitaba un mendigo y que se
perdió de vista a su muerte. A veces unos pájaros, un caballo, han salvado las
ruinas de un anfiteatro”.
Amurado / de Julio Sosa / Carlos Gardel
Ilustración: Los Muros de Jericó cayendo, de Gustavo Doré.
[1][1]
“La Distinción, Criterio y Bases Sociales del gusto”, Pierre Bourdieu, 1988, Edit. Taurus.
[3]En 2014, fecha de la publicación
de esta nota, Facebook cuenta con más de 1.200 millones de usuarios y usuarias.
4.3.14
La soledad de Diana Prince (o Qué absurdo sería el mundo sin mi hermana)
La pedí. Insistí. Porfiada. Dicen que
hice todo lo que estaba a mi alcance. Mandé cartas a los Reyes y sus secuaces,
recé todas las noches, se lo pedí a Pipo Pescador por el micrófono, pregunté si
venían de semillas y se podían plantar; incluso cuentan que traté de sembrar
uno en el jardín de tres por tres que da a la calle:
-¿Qué hacés?
-Planto.
-¿Qué cosa?
-Un hermanito.
-Los hermanitos no se plantan.
-Ah, ¿no? Entonces ¿qué?
Pensé que me lo negaban por gusto.
Llegó cuando ya casi había perdido las esperanzas.
Como hasta los tres, mal que le pese,
era gorda. Una niñita fornida que mordía de lo lindo. Exclusivamente a mí.
Avanzaba como R2D2, un tanquecito imparable listo para atacar. A
veces también le hincaba el diente al gato, pero el Negro era peludo y tiraba
el tarascón; y ella prefería morderme la nariz mientras dormía (yo), o algún
miembro desnudo si escribía o dibujaba y no le prestaba atención.
El doctor Nieri dijo que la niña mordía
por cariño.
Una vez, en un saludable reflejo de
autodefensa, intenté inculparla mordiéndome con ferocidad a mí misma el brazo y
denunciando el hecho ante la autoridad materna con la evidencia de las marcas
de los dientes en mi piel amoratada.
Cinco veces mentí en mi infancia y
todas me atraparon: esa fue una. A causa de una pelea en la escuela me había
roto los incisivos, por eso las marcas de la mordida, en vez de dos rayitas
eran dos puntitos, morse delator que provocó el castigo de esa Hipólita, mi madre, y la burla
familiar durante años.
No solía jugar con muñecas. Lo mío eran
los cuadernos, cualquier porquería legible que llegara a mis manos, los bichos
bolita y las rodillas arañadas de trepar, sacar sapos de su agujero con
paciencia zen, las carreras de caracoles y autos con cucharita, mirar correr
los barquitos de papel en el caudal del desagüe en la vereda después de la
lluvia. Fuera de la escuela, andaba bastante sola,
o con compinches varones, la amazona de la cuadra.
La única muñeca que pedí, -una Lucy,
que traía un disquito y decía Hola Soy Tu Amiga en español y
en coreano al apretar un botón en la panza- llegó una Navidad
demasiado tardía. La quise un poco, igual, pero una tarde la puse en fila con
otros muñecos, les lavé el pelo con champú y los pelé a todos al ras en una
disciplinada peluquería penal.
Años antes que aquella absurda muñeca de
plástico, el último día de un febrero no bisiesto, llegó esa milagrosa muñeca
de carne y hueso que se dejaba convertir de manera aleatoria en paciente
operada de urgencia, niña perdida, princesa muda lista para ser rescatada,
perro, cowboy de once pasos, león de domadora, modelo vivo, muerta destripada, policía, clienta en
un almacén. (También pasó por mi peluquería, la pobre; y me sentí
culpable cada día hasta que más o menos le empezó a crecer el pelo).
Llegó para redimirme de la tiranía del número impar, del agobio tardío de las muñecas y de la soledad de la Mujer Maravilla.
Como tanto la pedí, la deseé tanto y hasta el nombre le puse, hasta hoy no abandono del todo la idea de
que yo inventé a mi hermana.
Me seguía a todas partes, me miraba
hacer, con esos ojazos de gato con botas, de un azul oceánico, y una carcajada
explosiva que todavía sigue inalterable. Era una niña bastante terca, hay
que decir, y tenía esa malevolencia de la cual carecemos los primogénitos.
Pero yo la adoraba, le justificaba todo y creía fervientemente que necesitaba
mi protección.
De pronto, a los cinco años, se estiró;
parecía más grande, y a la vez le empezó a dar miedo todo. Se puso como esos
personajes de Tim Burton, puro ojo y ojeras, brazo y piernas largas, con cara
de susto, como si cualquier viento fuerte se la pudiera llevar; ni hablar del
temor al mar abierto.
Ignoro si mi afición a contar historias
terroríficas a los pibes más chicos colaboró en algo con esa traumática etapa
de pánico de mi hermana. Es posible. Lo cierto es que su transitorio miedo a la
oscuridad combinado con las ganas de hacer pis de madrugada, me obligaban a
acompañarla de la mano los cinco metros de la cama al baño, caminando dormida,
pero aparentemente útil como ángel de la guarda.
Lejos de subestimarla, le tomé respeto.
Tenía un carácter irreductible; era cagona en la diaria, pero valiente en la
adversidad. Sus temores nocturnos no le impidieron oficiar de cómplice en un planeado
asalto a la farmacia de la esquina, con una secuaz tres años mayor. La
operación se realizó con todo éxito. Mientras una -5, femenino, alias Ojitos de Gato con
Botas- le pedía ayuda al gordo Geniol que, de rodillas y con ese culazo XXL en
alto buscaba el anillito supuestamente perdido de la niña, la otra -8, femenino, alias Speedy- se afanaba
los esmaltes, labiales y joyitas de fantasía de las canastas de ofertas del farmacéutico. Brillante. Lástima que las descubrieran días después por ostentar demasiado pronto su botín.
Ibamos a la Agronomía a andar en bici y
corretear por los campos de alfalfa con Almendra que ladraba como loca y corría
al trencito; yo me trepaba a colectar moras o subía al árbol, el de las vías
del lado de acá, que tiene un brazo extendido paralelo al suelo, a contar
vagones. Cuando tuve una especie de primer novio, me la endosaban en esas
salidas; supongo que para amortiguar el riesgo de algún beso dado con mayor
efusividad que la recomendable para la edad.
Cuando los viejos se fueron de viaje,
disfracé mi sentimiento de abandono detrás de una faceta de anarquía rebelde hacia mis
abuelos, un consumo compulsivo de TV hasta el cierre del Padre Lombardero y una
sobreprotección a mi hermanita. Pero cuando todo estaba en silencio y el terror
y el insomnio eran solamente míos, me gustaba escucharla respirar, ese mantra
redondo y protector que fabrican los niños pequeños cuando duermen me
tranquilizaba y tomarla de la mano me ayudaba a conciliar el sueño.
El año nuevo que pasamos solas hicimos
fiesta en la cocina: hamburguesas y coca cola, chatarra igualita a la del
Pumper Nic, pero hecha por mis propias manos. Miramos Rey de Reyes, oteando el reloj cada tanto, pero las doce tardaban
en llegar y nos moríamos de sueño. El viejo reloj de loza verde de la cocina
siempre tuvo el cristal roto y las manecillas giraban libres y juntaban polvo. Y
si adelantamos el tiempo, dijo mi hermana, se subió a un banquito, corrió
la manecilla y se hizo el año nuevo, chin chin, el más lindo que recuerdo y el
último antes de irme de casa.
Como regalo para sus 18 nos fuimos solas
a Mar del Plata, con el único objetivo de ir al Casino y la certeza de que nos
convertiríamos en multimillonarias. Por las dudas que fallara el plan,
descubrimos que mamá nos había puesto un pan y un salame en el fondo del bolso.
En esa edad, para seguirle el tren a una amiga,
quiso ser modelo por un tiempo. Atributos le sobraban. Por esas cosas de mi
trabajo ligado entonces a la publicidad, hicimos un book con
el mejor productor, el mejor fotógrafo y el maquillador de la más célebre
estrella de la tele. La intención de modelar le duró menos que lo que tardaron
las fotos en ser reveladas. Pero las imágenes siguen ahí, testimonio de la
belleza élfica de mi hermana.
Tiempo después, en medio de una carrera
y con dos empleos, dio a luz a un sujeto maravilloso. No paró de estudiar ni de
trabajar durante el embarazo. Llegué a contarle trece bondis en un mismo día.
Cuando la panza creció, la usaba, echada en el sofá, de atril para las
fotocopias.
El día anterior al parto, se habían probado unos disfraces de duende que yo tenía para la presentación a la prensa de un perfume
de Avon. Saltaron sobre el sofá, eufóricos, vestidos de dorado con sombreros de
punta y cascabeles.
De mañana muy temprano, la radio bajita
en el informativo, planchaba yo mi camisa para la cosa con la prensa, y ella
viene y me dice, doblada como un junco, me duele la espalda. Le doy
un mate sin levantar la vista y le pregunto dónde
te duele. Me duele y me para, me duele
y me para, es raro, dice.
Desenchufo la plancha y agarro el reloj:
regulares cada cuatro. Llamo a papá. Le digo hay que apurarse. El, por no correr riesgos no logra acelerar a
más de, yo qué sé, iba lentísimo. Mi hermana en el asiento de atrás, aferrada
con una mano a la mano del padre del sujeto maravilloso a punto de nacer, y la
otra, atajándose la entrepierna.
Una barrera de tren, dos, agitando un
pañuelo por la ventana veía pasar los restoranes cerrados de Corrientes,
practicando (yo) la respiración de parto, y exclamando (ella) le estoy tocando
la cabeza, y razonando (yo) que, si nos agarraba el tren y no llegábamos al
hospital, lo mejor sería parar en un restorán, que es un lugar en el que seguro
tienen a) manteles impecables de lavandería, b)agua muy caliente -aunque no
sepa bien para qué pero siempre hay en las películas- y, c)un adminículo
afilado para cortar un cordón umbilical, acto previo al feliz chillido natal.
No hizo falta. Llegamos a la emergencia
y se armó tremendo jaleo. A los pocos minutos de entrar, abrí la puerta vaivén
adonde la habían llevado en una camilla y ahí estaban: el joven padre, mi
hermana de espaldas, las rodillas flexionadas, alzando al bebé, un renacuajo
alargado color morado unido a ella por un grueso piolín como un barrilete.
Como en Hollywood, llegamos al borde
mismo del borde mismo de la llegada del sujeto maravilloso, que sigue siendo,
hasta hoy, un tipo apurado. Cualidad que lo ha convertido, entre otras cosas,
en un golero asombroso, pesadilla de cualquier delantero, que atrapa la pelota
con la destreza entrenada de esa prisa por llegar que trae desde nacido.
Esa mujer me enseñó todo sobre ser
madre; su hijo -que masticaba mi celular-ladrillo, rompía mis libros y hacía
de mí lo que quería- fue mi primer maestro Jedi, mi Qui-Gon Jinn. Por ese gurí aprendí todas las señas y muestras de los trucos que hay que saber y no
están en ningún libro. Por ella supe lo que hace falta para lograr mantener a
un ser humano con vida, contento y medianamente civilizado.
Mi hermanita cumple 39. La pequeña
caníbal que quería devorarme por amor. La que se hizo obrero de la constru
conmigo para limpiar, rasquetear y derrocar décadas de abandono en las paredes
y los pisos de mi primer apartamento. La que en cada uno de sus pacientes ve a
un ser humano irreemplazable. La primera heredera del elfo de oro del clan
ultra secreto. La persona adulta con quien más me río. La que me alcanza los
anteojos de ver lo mejor de mí. La que me acompaña cuando meto la pata y me
señala el agujero cuando estoy a punto de volver a meterla.
Lloró cada vez que me fui. Y aquí
estamos, rompiendo las reglas de la geografía para extender el barrio, esa
única patria sin vanagloria. Que dos barrios tengo, como dos besos, uno en cada
mejilla del Plata.
La llamo y le digo que prepare la pista
para el avión invisible y que tenga a mano el lazo de la verdad porque la
charla va para largo y viene de confesiones. Le pido que vaya aprontando el
mate, que llego en un rato. Mientras, le escribo estas líneas para recordarle
una vez más que yo la inventé, y darle las gracias por creer en mí, y hacerme
creer que puedo volver a inventarme todas las veces que quiera.