13.8.07

Choques

L. chocó con el auto. Tenía que suceder. El domingo volvió de un cumpleaños por otro camino; trató de evitar la rambla porque a esa hora hacen las espirometrías y ella sabía que estaba pasadísima de alcohol. Se llevó puesto un bus de Copsa en Rivera, a cinco cuadras de su casa. No se hizo nada, ni una marca. Cosa difícil de creer después de ver cómo quedó el coche, estacionado en la vereda de la seccional de la calle Velsen. “Es un aviso”, se lo íbamos diciendo todos, a medida que llegábamos a visitarla a su casa. Yo recién fui a verla a la nochecita. Estaba en la cama, con una camiseta de hombre y el pelo revuelto. Linda, irreverente, desamparada. El rimel desteñido le pintaba un antifaz de humo alrededor de los ojos. El rectángulo resplandeciente de la estufa eléctrica me encandilaba y tuve que sentarme medio de costado para no quedarme ciega. La abracé, le dije que era una forra. Sé que le gusta escucharme decir ese insulto, tan porteño. Y se puso contenta cuando olió desde la cama el guiso de lentejas recién hecho. Nos quedamos hablando un rato acerca de cómo encarar lo que se viene. Terapia y demás; suerte que nadie se lastimó; "Suerte que ya no tiene auto", dijo R. En la puerta de su casa, los amigos nos quedamos pensando en cómo ayudar. Yo no lo dije, pero pensaba que nosotros hablamos mucho pero después L. se queda sola. Nos sentimos buenos amigos y buenas personas al decirle qué hacer y cómo hacerlo. Pero después, cada uno a su casa. A repechar cada cual su propia soledad. Y L recorre a solas el sendero congelado del invierno. Tiene a sus hijos, pero hablo de otro tipo de soledad. Sola con el sobrepeso, con los años que pasan, con las cosas que se van rompiendo; sola para encarar la quematutti sin leña, sola haciendo equilibrio en la humedad que resbala por las paredes, sola con el olor a media vieja que tiene el fracaso. "Todos estamos un poco solos", "Hay que hacerse cargo de uno mismo", me dirán, y esto también es verdad. Me costó muchísimo llegar a casa de L. y más todavía, regresar. Justo antes de salir, la rambla se había cubierto de una niebla lechosa y espesa, apenas transitable. Apenas podía ver unos metros más adelante del auto. "Cuesta llegar a algunos lugares y cuesta salir también", pensé. También pensé que sería un mal chiste que yo chocara en el camino hacia la casa de mi amiga recién accidentada.

11.8.07

Locos bajitos

"I per si muove!". La frase la digo pensando en mi espalda, después de la fiesta del cumpleaños de Tino. Tampoco se puede quejar (mi espalda) porque ya estaba dolida de antes; y sobre todo cuando el resto de mi cuerpo y cada célula anímica también, está rebosante de una especie novedosa de alegría. Una felicidad encendida por la celebración de la existencia de un niño. En tantos años de reuniones de adultos, había olvidado el verdadero sentido de la fiesta: jugar, cantar, sorprenderse, vivir un rato en una dimensión mágica, paralela e independiente, mimar los sentidos. Hoy por la tarde, los chicos se apropiaron del lugar sin tapujos sabiendo que todo era para ellos. Los payasos convirtieron a L. en gato, a Tino en chancho e hicieron desaparecer a un A. feliz de regresar de una sola pieza. A. llegó tarde y se sentó en mi falda como un cachorro de león. Estaba ansioso por encontrar el momento de entregar el gran paquete al cumpleañero. En sus ojos, como en los de otros niños que vinieron hoy, me encontré con el poder de la mirada primitiva, genuina, sin doble intención, transparente, verdadera, con la fuerza intacta. En la mirada de los niños hay poder. Me pregunto qué hace que los adultos perdamos esa manera de mirar. Al final, cuando todos se habían ido, pusimos bien fuerte el cd de Los Redondos y bailamos los tres haciendo pogo y en ronda sobre los restos de la fiesta: migas, globos, papeles de regalo, guirnaldas caídas como ramas multicolores sobre el claro secreto de un bosque.

10.8.07

Recuerdos de un camaleón

Estoy esperando a que el Henna haga efecto con un plástico en la cabeza y una toalla alrededor. Después, me toca terminar de forrar el baúl de pirata y cocinar la carne para los burritos. (Aunque podría descongelar el locro. Hay suficiente para un ejército de mutantes hambrientos; lo pensaré mientras cambio de color). Al menos no me pica. Tengo aproximadamente 15 minutos más de espera. No estoy muy segura de cómo va a quedar el color; se supone que, efectivamente, me voy a deshacer de las canas por unas semanas, detrás de unos reflejos castaños parecidos a los míos. Eso dijo la empleada de la farmacia. Le creí, aunque ella misma tenía un espantoso color anaranjado. La duda sigue ahí, enroscada en mi cabeza como la toalla. Lo que pasa es que la mezcla de Henna –es la segunda vez que uso esta, la anterior usé otra marca- no se veía castaña en el pote de vidrio al mezclarla con agua hirviendo. Era de un verde musgo, casi fosforescente. Acerqué mi nariz y realmente olía a verdín o a esos líquenes de los bosques que se reproducen al pie de los pinos. Me pregunto si el pelo me va a quedar de ese color. No es que tenga temor, sonará raro, pero no me preocupa que el pelo quede, por ejemplo, fucsia. Si no me gusta, me lo corto a la nuca como en el ´91. Me acuerdo de aquella vez, fue cuando terminé mi relación con P. Necesitaba un cambio. Y creo que también, necesitaba expresar mi sufrimiento interior de manera visible, cruenta. Cortarme la melena de hada de medio metro fue un acto de violencia. Fue arrancarme la feminidad estúpida, ponerle corte al duelo, acabar con la ilusión de una vez. Me acuerdo que, entonces, cuando salí de la peluquería, caminando por Santa Fe, sentía la falta de peso, el hueco en la espalda. Recuerdo también que disfruté con cada una de las exclamaciones de espanto de los conocidos cuando me vieron casi pelada. Y, desde ya, fue glorioso ver la cara que puso P. cuando me vió. Sus ojos decían: “¿Por qué me hiciste esto? ¿Ese cabello no era tuyo, creció ante mis ojos todo este tiempo, no te pertenece, como todo el resto, es mío”. Mejor me voy a sacar el Henna. Ya voy con cinco minutos de retraso y no tengo planeado cortarme el pelo esta vez. P.S.: Uno, no es mi color, pero tampoco quedó verde. Es de un castaño más claro en las puntas que en la raíz; me hacer acordar a un pastor irlandés que tenía mi tía Olga, al que llamaban Fleco. Al acercarme al sol de la ventana, ví mi imagen reflejada en el dibujo de Luisa Lane. Juraría que mi nuevo color vira un poco al rojo. Pero el efecto sólo se ve en el reflejo del vidrio de ese cuadrito, no en el espejo. Veremos. Dos, me quedo con la opción de los burritos que se comen con las manos más fácilmente y no hay que lavar cazuelas.

7.8.07

Hoy, hace tres años

Hoy me desperté a la madrugada. No pude volver a dormirme por un par de horas. Estaba inquieta, daba vueltas en la cama en un duermevela insólito. Sentía una especie de terror sin nombre, pero no podía asociarlo con la imagen de ninguna pesadilla. Justo antes de volver a dormirme, Tino se despertó sobresaltado; fui hasta su cama. Me preguntó si estábamos en casa. Le contesté que sí, y me pidió que lo llevara a la cama grande. (No es muy común en él, en realidad, duerme toda la noche en su cama). Hoy, cuando abrí los ojos a la mañana y saludé a mi hijo en su tercer cumpleaños, me di cuenta de que me había despertado exactamente en el momento en el cual, tres años antes, comenzaba con el trabajo de parto. En ese momento, mi compañero y yo no vivíamos en nuestra casa de Montevideo, sino en un departamento prestado en Buenos Aires unos días antes de nacer el crío. Raro? No creo. A veces me parece que el cuerpo tiene una memoria paralela, más aguda que la memoria de la mente. Como si la piel, los huesos, los músculos recordaran las sensaciones en las que estuvieron muy comprometidos. A propósito, recuerdo ahora un relato sobre esta experiencia. Un texto que quiero mucho, no tanto por su calidad como por el proceso importante que significó trabajar en él. Es un trabajo surgido del maravilloso taller de Mitología y Escritura de G. Onetto. Voy a ver si logro pegarlo acá para compartirlo. Se llama Mae.

6.8.07

Mae

Como é lindo o canto de Iemanjá Faz até o pescador chorar Quem ouvir a mãe d'água cantar Vai com ela pro fundo do mar El parto está más cerca; lo sé porque el dolor es menos irregular. Es de madrugada, no se qué hora. Santiago duerme todavía. No lo lamento; en cierto sentido intuyo que nací para estar sola con este dolor. La casa está alerta y en silencio. Espero a que termine la contracción y voy hasta el baño. Siento la presión de su pequeña cabeza en la palma de mi mano bajo el vientre. “Calma, calma, niña, no es momento de salir”. Una vez más, quito el tapón de la bañera y la vuelvo a llenar con agua tibia. Le agrego las sales y la esencia de romero. Me recogo el cabello con una hebilla. Entro y me recuesto. Inspiro. Expiro. Tengo que esperar unos instantes hasta que la loza fría se entibia al contacto con la piel de la nuca y los antebrazos. El contraste me reconforta. Cierro los ojos. Un insecto se agita desesperado atrapado en el foquito del baño; no lo veo, lo escucho indolente cada vez más lento y más lejos. Debo haberme dormido porque no me doy cuenta cómo llegué hasta esta playa. A decir verdad el fenómeno no me resulta tan extraño como ver que no tengo ni la barriga ni la angustia de su ausencia. Me pregunto si es un sueño, sería lo lógico. Aunque los sonidos y los olores son tan vívidos. Pertenezco al lugar al cual he llegado. Me siento ágil y estilizada. Suelta y hermosa. Bailo con otros en medio de una rueda. De un modo inefable se que son los míos. Los amo y mi amor baila con ellos. Saber que mis hijos me rodean me hace sentir amada y poderosa. La camisa amplia deja pasar la brisa marina y me eriza la piel. Las ofrendas están prontas. El aire huele a sal y a sandía. Ahí llega otra vez y me arrastra de regreso. Primero sutil, el dedo del dolor araña a la vez el ombligo y la vejiga y viaja luego por mi cuerpo desnudo que lo deja pasar como al viento una casona abandonada. Soy una esfera blanda, una bola cálida y acolchada. Ruedo durante segundos, tal vez cientos de años, junto con el dolor. Luego el calambre empieza a ceder desde la mandíbula hacia el cuello, el vientre, los muslos. El dolor queda acorralado en la cima del coxis y es un fosforito que se apaga lento. Me imagino a mi misma en miniatura, diciéndole adiós con un pañuelo, adiós dolor. Expiro. Gota fría. Gota fría sobre el empeine. Gota y gota. Repique que marca el ritmo de una llamada. Sonrío y nuevamente encuentro multiplicada mi sonrisa en los rostros de la ronda que me abarca y me ayuda a girar. El verano suena como un solo tambor. Es esa hora del día en la cual el amanecer y el atardecer son idénticos y hay que esperar para ver si será día o noche lo que vendrá. Yo espero intuyendo la luna mientras danzo con los demás. Soy el centro de una espiral sin fin unido a otros centros. Hay mujeres y hombres. Jóvenes y viejos. Negros, blancos y caboclos. Mi gran enagua celeste escarba la arena en la danza circular. Soy teta y escote de abalorios; muslo que tiembla y rebote de caderas. Mi voz también se pone de pie. Ellos responden “...Oguntê, Marabô, Caiala e Sobá, Oloxum, Inaiê, Janaína e Iemanjá, São rainhas do mar...”. El murmullo cíclico del mar me está llamando, giro la cabeza para responderle y me demoro un siglo en el gesto. El agua de la bañera que se ha enfriado me recuerda que debo salir. Me incorporo y tomo conciencia de mis dimensiones. Estoy demasiado pesada, podría caer. “Ahí está tu espalda niña, te estoy sosteniendo”. Me apoyo en los azulejos. “Calma, no temas, voy a hacerlo despacio”. La toalla me absuelve de la imagen en el espejo. Camino hacia la sala frente a la estufa y me recuesto en el sofá. El fuego es apenas una lengüita entre dos leños. Desde aquí puedo escuchar el ronquido infantil de Santiago en la habitación. Me conmueve, como siempre. Si estiro un poco mi cuello también puedo ver su tobillo y parte de la pierna velluda, casi colgando del borde de la cama. La primera vez que despertamos juntos, me hizo creer que era un fauno cuya misión era protegerme toda la vida. No lo dudé cuando descubrí esas pantorrillas musculosas, casi triangulares y los pies desmesurados. Y ahora llega esta hija de los dos. Me acaricio la panza bajo la toalla. El dolor regresa, esta vez es más fuerte. Despierto a Santiago, es hora de partir. Mis hijos han puesto una piedra blanca en mi mano derecha y me han dado un poco de aguardiente de caña para animarme en el ritual. Ahora tocan apenas mis codos y me empujan suavemente haciéndome girar hacia la orilla. El coro responde a la voz cantante: “...Rainha das ondas, sereia do mar, como é lindo o canto de Iemanjá, faz até o pescador chorar quem ouvir a mãe d'água cantar”. Siento que la diosa Iemanjá mira por mis ojos. El amor hacia los que me rodean es inmenso. Los conozco por sus nombres. Se quiénes son y de donde vienen. Soy mar y ellos, ríos. “Esto es un sueño, un regalo del dolor”, pienso o digo. Otro pensamiento me responde en un susurro: “¿Y si no fuera un sueño? Y si se te estuviera dando a elegir entre dos mundos?”. Por alguna razón, Iemanjá, madre de todos los Orixás desea habitar este cuerpo de mujer. Me halaga la invitación. ¿Cómo resistirse a ser la diosa más bella, la más poderosa, la eterna? ¿Cómo renunciar a ser amada y temida por miles de hijos en el mundo entero? Y sobre todo, ¿Cómo no añorar la bendición de otorgar riqueza a los pobres, salud a los desvalidos, justicia a los desamparados, vida a los moribundos? La ambulancia se ha detenido bruscamente. Cuando el dolor comienza a ser intolerable la mano de Santiago está ahí; aunque la hago a un lado desesperada, me alivia su presencia. Puedo tocar la cabeza de la niña a punto de salir entre las piernas. Creo escuchar que Santiago me dice que he esperado demasiado tiempo. ¿Tiempo? ¿Qué es eso?. El tiempo no existe. Sólo hay dolor, eterno sufrimiento; tanto que no puedo describirlo. No se han inventado las palabras para definir este desgarro del cuerpo y la mente. Mis huesos se separan. Dos manos invisibles se han metido en mis entrañas y revuelven todo lo que hay allí. Temo que podría desistir de la maternidad en este momento. Todas aquellas fantasías durante el embarazo, la visión intuida del rostro de mi hija, la certeza de su amor, la alegría de sentirla moverse; todas estupideces, al lado del dolor. Detesto el día en que conocí al hombre que aquí puso su semilla. Pero, ¿Qué hice? ¿Cómo pude hacerme esto a mí misma? ¿Quiénes son todos estos que giran a alrededor de mí vestidos de blanco? Ninguno comprende este dolor. Me dicen que falta poco, que debo pujar, me obligan a hacer fuerza, boca arriba, maniatada y furiosa. Como un felino, la enorme mujer de blanco se trepa a la camilla metálica y aprieta mi vientre con ambas manos. Las luces me ciegan. No voy a soportarlo. Debo huir. El corro de túnicas blancas me conduce hasta el mar con levedad. Me reclino sumisa sobre el agua; sé que soy parte del universo. Soy la diosa y la esclava de su reino. Aquí no hay dolor, no hay orfandad ni miedo. Soy la que toma el poder y es tomada. Puedo ver cada partícula del presente, el pasado y el futuro. Soy salvadora y soy salva. A mi lado reconozco por su nombre a cada uno de mis hijos. Mi hija Oxupá me abraza desde el cielo negro. Mi hermana Ogum levanta mi cuerpo manso y me ayuda a incorporarme. La playa es un sendero dibujado con claveles y candelas que me indica los pasos hacia el camino elegido. De pronto, lo escucho. Un grito me llega desde otro espacio y otro tiempo y éste que me rodea, detiene su aliento. El feroz alarido original me recuerda quién soy. Sé que es la voz del mundo desde que es mundo. Sé que es el hilo que debo seguir ciega para encontrar el camino de regreso. Sé también que es el llanto con el que despido a la diosa que habita en mí.

4.8.07

Dos más del cardumen

Hoy llovió todo el día, pausadamente, sin parar. Como sigo sola con mi hijo, encerrados en casa, decidimos ir al cine, comer papas fritas, comprar cotillón para su cumpleaños y un par de bombachas para mí, porque las que tengo están o muy viejas o me quedan grandes. Menejé toda la rambla bajo la lluvia. Los parabrisas no servían. Tino y yo éramos como Nemo y su padre nadando en el Océano. Me sentí extrañamente bendecida por un ser superior al ver que en el estacionamiento del shopping había un solo lugar disponible y yo estaba frente a él. Primero subimos a comer algo (papas fritas y una hamburguesa, yo sólo tomé un helado). Para el cine, estábamos tarde; creo que Tino estaba feliz de haber perdido la función; se hace el valiente -un agrandadito como la madre- pero ví terror en sus ojos cuando me preguntó si en Shrek había "dibus malos". Después, nos paramos en un pasillo lateral y nos dejamos llevar. Tuve que alzar a mi hijo porque como es petiso, casi se queda enredado en el vaivén de los pies de la gente. Hubiera sido todo mucho más cómodo en patines, como cuando era adolescente e iba a patinar sobre hielo. Los pretendientes te tomaban la mano y te arrastraban, te sentías un poco como la protagonista de castillos de hielo. Si hoy hubiéramos tenido patines, nos hubiéramos dejado llevar por los codos, sin hacer fuerza, casi flotando sobre el aire azucarado del shopping. Pero no, esta tarde fue una odisea para mi fobia a las multitudes. Paso lento, codazos, parar donde no quería, seguir de largo cuando tenía que doblar. Tufo a perfume importado de vieja, tapado de piel de viuda y sombrerito de viuda mezclado con olor a hamburguesa, alfombra sucia de polvo, lana, cartón, caramelos de leche, plantas de plástico y ropa nueva en grandes bandejas de liquidación. El olor del shopping se te pega en el cerebro. Y el ruido, al menos a mí, me atonta por algunas horas, como una droga. Papeles arrugados, risas disonantes, cajas registradoras, máquinas de café, agua de la fuente, gente que busca gente, reproches de parejas cansadas de estar juntas, niños hartos de parejas cansadas de estar juntas. Quise parar en la tienda de libros, pero una señora se llevó a mi hijo colgado de la cartera; él agitaba su manito como si se lo tragara un ciclón. Después de rescatarlo, fue imposible volver sobre mis pasos hacia la librería. Y yo? Yo era la santa impoluta del consumismo y la vorágine? La virgen santa y su niño regordete paseando arrogantes y benevolentes por el palacete del pecado? Pues, no. Entramos a la tienda de cotillón y gastamos bastante dinero en globos, (ahora tenemos globos hasta el cumpleaños de 15 de Tino), guirnaldas, parches de pirata (qué bueno, no tengo que fabricarlos) y papel para las invitaciones. Me compré tres bikinis nuevas y dos jeans (dos!). (No son jeans nuevos ni los compré en el shopping, sino en el second hand de enfrente, el que está en García Cortinas). Además, tomamos un chocolate caliente y un brownie, a medias. Compramos chicles. Me costó encontrar el coche en el estacionamiento; no sabía si lo había dejado en el nivel ciervo o conejo; pero caminamos tranquilos los dos, lejos de la gente, con el aire fresco que entraba al final del túnel, con olor a cemento, a llantas y a lluvia. Volvimos a casa callados, por la rambla. Seguía lloviendo. Hicimos el trayecto de vuelta escuchando dos temas de Sabina y Brindis por Pierrot.

2.8.07

El primer día

Medianoche. Mi compañero está de viaje. Mi hijo de (casi) tres años acaba de dormirse. Esta ha sido una de las semanas más extrañas y plagadas de desaciertos de lós últimos años. También ha sido intensa en emociones, abrazos y reencuentros. Vino C. -a quién no veía hace siglos- y mi querido F. pasó un par de días en casa. Hasta hace media hora, no pensaba crear este blog, ni ningún blog, en realidad. Mi intención era leer los textos del taller, tomar mi té e ir a dormir. Pero hice clic en "haga clic aquí para crear su blog", como lanzando una botella al mar. O, más bien, hice clic como iniciando el ejercicio inconsciente de un diario que se empieza a escribir todavía dormido, con el lápiz en la mano. (sí, yo suelo escribir con lápiz). Necesito que alguien venga a rescatarme? No; en principio, se está bien en esta isla desierta. Así que vaya donde guste la botella flotante. F. dice que va a abrir un blog cuando vuelva a su pueblito de ruinas romanas. Lo hará bien y le hará bien, estoy segura. Pero esto -este clic mío- es otra cosa, solamente un barquito de papel a la deriva, fruto del ocio y la marea alta de mis hormonas, teniendo en cuenta el día del mes que es. Y, teniendo en cuenta también, que el primer título que se me ocurrió para el recién nacido blog es el de la novela que estoy escribiendo a paso de tortuga, también se me ocurre que haber hecho clio en "Haga clic aquí...", es un modo de inventarme un lector/a imaginario o no, parte del cyberespacio o la madretierra, quién sabe. (Ni siquiera sé qué viene después de darle enter a esta ventanita). Así es la vida. No sé qué viene después. Por el momento, empiezo, sin mucha preocupación por la forma o por el contenido: "Querido Blog..."