Por más ingenuas
que parezcan, las cebollas no son hortalizas fáciles. Se ofrecen como esas
campesinas virginales -ceden a una caricia y se dejan quitar una o dos capas de
pollera- pero no es tan sencillo
conquistar su mayor virtud.
Me acerco a la canasta debajo de la ventana y tomo, de todas, una. Me gana el
malhumor al verificar en el vaho, la implacable evidencia de que –pasa con las
personas y con las cebollas- otra vez compré un kilo de lindas por fuera y buenas
para nada por dentro.
Apoyo el bulbo en el patíbulo; no está podrida pero ya no tiene la turgencia de
un vegetal joven. La miro con desidia
como a esas mosquitas muertas. Una vez más no me equivoco al presumir que el
tajo de acero dejará a la vista el centro verde rodeado por una virola marrón
que indica el paso prostibulario y obsceno por el frigorífico.
Lo mismo sucede con la siguiente, más grande, y con otra, mediana y engañosa
hasta la médula. No llego a embocar esta
última arrojada con desprecio al tacho de basura. El hedor ácido queda
suspendido en el aire y los ojos se me nublan.
Un rencor irracional me gana cuando las cebollas parecen lo que no son. Antes
no me pasaban estas desgracias. Tenía un
trabajo en el cual flotaba más o menos libremente a lo largo del tiempo; cumplía sí, un tiempo riguroso, de entrega casi siempre desmesurada porque no puedo con mi genio, pero
era la dueña del reloj. Podía trabajar
hasta la madrugada pero me organizaba para ir los viernes al puesto de Leo,
arrancaba una bolsa y procedía a tomarme el tiempo para elegir las
frutas, las lechugas, las cebollas.
Extraño ese instante de escudriñarlas, ponerlas debajo de la nariz y dejar que la memoria olfativa arroje su anzuelo hacia el pasado. Tal vez volvería a pescar la imagen de una anciana cosiendo a la luz de un farol de querosene; la radio de onda corta zumbando en un idioma incógnito y, a su lado, la niña, con los pies descalzos que cuelgan, el lazo rojo casi a punto de descolgarse de la trenza de todo el día, devorando cebollas con crema y pan y mirándose en el trozo triangular de un espejo roto que siempre está sobre la mesa.
A las cebollas, las elijo medianas, de piel oscura y firmes al tacto. Sin brote. Las buenas
cebollas, cerradas en su casco marrón, no tienen más que un desganado y lejano
aroma a polvo y a granero cerrado. Al alzarlas
cerca de la nariz uno experimenta la frescura de la tierra fértil, la calidez humilde
de cualquier atardecer, la promesa de un pan ardido en la lumbre. Una buena cebolla
despierta el deseo suave de la manteca y el crepitar del aceite esperando por
ella en la sartén.
Las cebollas viejas, en cambio, aunque no se vean mal, tienen urgencia por ser
descubiertas y emanan el efluvio amargo del tiempo que se les acaba. Sus
capas fantasmales permanecen separadas unas de otras, la carne porosa como los
huesos de las ancianas, el corazón hueco y reblandecido de las señoras
presumidas.
Antes, como dije, solía
elegirlas con esa dedicación que siempre es recompensada en la tabla de
picar. Ahora no tengo tiempo para bobadas como elegir cebollas. Tomo una bolsa de red completa en la que sé
que habrá vírgenes mezcladas con zorras engañadoras, y me atengo a las consecuencias con una desilusión anticipada y esa indiferencia urbana hacia el propio despilfarro.
No obstante mi decepción, la cuarta que corto -una cebollita alargada y de cutis liso y
opaco- está simplemente apta para servir al apetito.
Corto con el cuchillo el brote de la cabeza, otro corte limpio en la base y
otro más, longitudinal de lado a lado para sacar con los dedos la primer y
segunda capa, junto con la tela que como una gasa las separa de las demás. La
miro un instante, desnuda e inocente sobre la madera. De los extremos sangra una leche astringente. No
es una cebolla perfecta pero no la desecho, la doy por buena, y si no fuera
porque se trata de un reflejo orgánico, diría que su entrega me emociona.
La parto al medio, la fileteo sin reproches, giro el punto cardinal y la vuelvo
a cortar, ahora en finísimos cubos.
El cuchillo danza feliz sobre la tabla. Una
vez que la arroje sobre el aceite, ella y yo habremos olvidado que no era lo
suficientemente fresca para una ensalada.
Temblará en la sartén, regalando el
aroma de una muerte servicial a la espera del ají y la carne que se suman. El
ajo, totalitario, llegará al final, poderoso patrón de la última palabra, con
la complicidad del laurel y el vino impune ahogando al proscenio en un
silencio que apenas dura.
Los tomates, imbéciles e irreverentes, llegan en patota y se apropian de todos
los aromas y los sabores. En la hornalla de al lado, el agua bulle eficaz y
recibe los fideos.
La sal, la pimienta, el orégano. Nada conserva su cifra. Ningún ingrediente es
lo que era después del fuego. Todo es pasado ante la inmanencia de la salsa.
Todo excepto el hambre, que evocará agradecido a aquella cebolla buena e imperfecta -la
única posible- y solo durante el breve tiempo que tarde en desaparecer, también
él, saciado bajo el manto de la siesta.
Este pequeño ensayo fue originalmente publicado en la Revista Replicante. Leerlo de su fuente original tiene la gran ventaja de acceder a los muy interesantes comentarios de algunos lectores sobre el mismo.
Este artículo comenzó siendo una caminata de primavera con un viejo
amigo por la rambla de Montevideo. Me propuso escribir el guión cinematográfico
sobre la historia que relato a continuación para presentar a los fondos
concursables del Instituto Nacional de Cine Argentino. El cuento, de parte de
mi amigo, venía con el sabor de la primera mano porque hace casi dos décadas
conoció al protagonista. El tema siguió con días febriles de escritura del
susodicho guión y la respectiva auto censura antes de ser presentado, entre
otras razones, porque parte del suceso ya había salido a la luz en una especie
de ensayo documental.
La historia es real. Si no me creen, basta buscar en Internet, si es que
confían en todo lo que allí se publica.
I. Entrevista por
fax
Buenos Aires. Verano del 91. Arde el asfalto y el humor de los porteños.
Un joven entra a la redacción de El Cronista Comercial, periódico
de orientación liberal y circulación nacional. El muchacho no es alto, tiene el
rostro manso y una mirada oscura de fiereza mal domesticada. Lleva la tierra en
la piel y calza sandalias. Parece no ser consciente de que es portador de una
estampa mezcla —valga el pleonasmo— de Che Guevara y ángel caído. Camina lento
pero sin timidez.
Golpea la puerta y entra al escritorio del director justo en el momento
en que éste mantiene una conversación alterada con la jefa de redacción.
Es una mañana miserable en el periódico. La nota principal del
suplemento cultural acaba de hacerse añicos y no hay con qué reemplazarla. Una
tapa y una doble es mucho espacio para llenar. Hacen llamadas, barajan
soluciones, todas opacas.
Se presenta con la digna humildad de un cacique desterrado. El nombre
ayuda al hombre: Nahuel Maciel. Llegado desde el hondo desierto patagónico a
las fauces de la gran ciudad. El director puede verificar los datos que
acreditan su trayectoria en ascenso a través de las fotocopias de algunas
colaboraciones suyas en Le Monde Diplomatique y National
Geographic, entre otros medios. Es activista en el campo de los
derechos humanos e indígenas. Ha participado en campañas y ha sido vocero y
orador en actos multitudinarios.
Viene a ofrecer la entrevista que le hizo, por fax, a Mario Vargas Llosa
y trae, además, una carta de recomendación de su amigo y mentor Eduardo Galeano.
Conoce bien al uruguayo porque tradujo al mapuche una parte de Las
venas abiertasde América Latina.
Por lo demás, en la situación en la que están, la llegada de un indio
mapuche que trae una larga entrevista al autor de La ciudad y los
perros es un regalo de Dios —el cual, como dice el manual, es
argentino.
La dirección lo acepta sin muchas más pruebas de vida. Aún no lo saben,
pero se convertirá en el nuevo periodista estrella. Como aquellos indígenas
guaraníes que tocaban el violín para los jesuitas en Europa, Nahuel Maciel
será, por un breve lapso, la curiosidad, el número vivo del ambiente. El aura
primitivista que lo rodea sirve para contrastar todavía más el permiso que este
niño tiene de meter el dedo en la crema y nata progresista de la cultura
latinoamericana.
Las mujeres, muchas de ellas colegas de la redacción, sudan por ganarse
su mirada negra y, si es posible, un lugar en su lecho.
Y si el apuro y la oportunidad fueron los motivos de haber obviado el
rigor periodístico que obligaba a la redacción a cerciorarse de los datos de
aquella primera colaboración, no hay explicaciones contundentes respecto del
haber pasado por alto la veracidad de las notas que siguieron. Muchas.
A la entrevista inicial, Nahuel añade reportajes a Carl Sagan,
Rigoberta Menchú, Ray Bradbury, Umberto Eco y Gabriel García Márquez, entre
otros.
Hay quienes dudan, sobre todo algunos colegas de la redacción. El blanco
manto de sospecha estará manchado, sin duda, por una gota de racismo y otra de
envidia.
Pero la dirección de El Cronista no se va en
pequeñeces. Disfruta sus quince minutos de gloria mirando por encima del hombro
a la competencia gráfica local que supura una envidia amarilla y desconfiada.
Nahuel Maciel se vuelve una pequeña celebridad del estrecho pero ruidoso
planeta del periodismo porteño. Abandona en parte su talante de nativo con
quinientos años de resistencia en la espalda y se deja llevar por los vientos
del abanico de los conquistadores.
Por ese entonces también es enviado por El Cronista a
seguir el rumor de la existencia del Museo de la Subversión en la provincia de
Tucumán. Viaja solo y regresa con documentación escrita y un rollo de fotos
tomadas a un escabroso y secreto muestrario militar con galardones de la dictadura,
sus infamias y aberraciones. Las imágenes muestran partes humanas cercenadas,
rótulos de NN en frascos con órganos, fetos, huesos.
El nombre del diario que da la primicia es catapultado a los cables de
agencias internacionales: El Cronista Comercial. Chan.
Días después, el gobernador tucumano Ramón “Palito” Ortega (sí, el que
en los 60`cantaba “La felicidad ja ja ja já”) niega la existencia del lugar
alegando animosidad opositora en su contra. Los organismos de derechos humanos
de la provincia también están azorados y declaran que todo el asunto es un
delirio. El Cronista Comercial, que ha hecho volar muchas
plumas en el gallinero, de pronto, guarda silencio. No hacerse cargo: Costumbres
argentinas, tomo II.
Por esos días, cuando la dirección de El Cronista insinúa
la posibilidad de publicar un libro con la tremendamente-larga-qué-pena-que-no-es-más-larga-todavía entrevista
al Gabo, Maciel acepta y sugiere para el libro un prólogo de lujo:
Eduardo Galeano. No se habla más. Manos a la obra.
En marzo de 1992 Maciel redobla la apuesta de aquella primera entrevista
al autor de Cien años de soledad con más material listo para editar
entre tapa y tapa.
En la Feria del Libro, y ante un notable público cultural, El
Cronista presenta Elogio de la Utopía. El libro del
periodista mapuche, íntegramente realizado vía fax, con prólogo de Galeano y
doce secciones con introducciones filosóficas de adivinen quién.
Aquel día, ante más de quinientas almas y con gran pompa y emoción,
Nahuel lee una carta muy elogiosa de García Márquez hacia esas intervenciones y
hacia su persona. No puede negarse que todo es a lo grande en Buenos Aires, la
gloria y la vergüenza ajenas.
Dicen que alguien vio que alguien más vio que había visto tal vez, a
Eduardo Galeano saludando a Maciel en medio de la gente en la Feria del Libro.
Se dijo también que un colega periodista osó ir más allá de las sospechas
iniciales preguntando cómo era posible preguntar y repreguntar tan alegremente
y en un texto tan largo… vía fax. O a nadie le convenía escucharlo
u optaron por matar al mensajero. Costumbres argentinas, ambas, tomo
III.
Hay que decir que el libro ostenta una escritura muy elíptica y mal
podada, pero digna. En aquel momento parecía ser una publicación necesaria,
urgente. El aire fresco de la utopía para una militancia quebrada luego de una
dictadura atroz que dejó treinta mil desaparecidos, una primera democracia
pusilánime y el menemismo de los noventa que, como un elefante rabioso, terminó
de aplastar lo poco bueno, útil y público que quedaba.
No obstante, sucedió lo predecible. Días más tarde, como las fichas de
un dominó, las demandas empiezan a caer.
La voz de Galeano suena en el auricular. Denuncia, atónito, que jamás
prologó el volumen, que todo es un fraude y que no conoce ni de mentas al tal
Maciel.
Créase o no, después de eso, El Cronista publica una última y extensa
entrevista central al escritor Juan Carlos Onetti realizada por Nahuel Maciel,
aun cuando existía la advertencia de un escritor santafesino que aseguraba que
el reportaje era idéntico a otro de la uruguaya María Esther
Gillio.
Días después llega la demanda legal de un tal Mamerto Menapace, abad
trapense y escritor de varios libros de cuentos de estilo campestre e intención
catequística. La demanda llega junto con las fotocopias de su propia obra de la
cual Nahuel Maciel plagió cada palabra. Cada palabra, menos una.
Fundida la cera de las alas, Ícaro cae en picada y se estrella en el
duro mar de la verdad.
El director del periódico agita la evidencia en su rostro y lo
interpela: “Es verdad, todo es un plagio”, dicen que respondió, “uno a veces tiene
impulsos que no controla. Como los que se sienten impulsados a matar. La verdad
es que no sé por qué hago estas cosas”.
Se ha descubierto el relleno agusanado del pastel. Maciel es el único
que marcha al horno, aunque -hay que decirlo- han sido más los que batieron los
huevos y añadieron la mantequilla para lubricar un éxito impostor vendido en
porciones durante meses y cobrado en efectivo.
Maciel no se defiende, casi como si hubiese llegado un momento esperado. No
insiste, no da más explicaciones. Desaparece. Su silencio es estertóreo. Y lo
que en Buenos Aires no hace ruido, no existe.
Los responsables del diario, a su tiempo, balbucen explicaciones de lo
inexplicable. El de Nahuel Maciel no fue un artículo publicado por
error. Su mitomanía vino como anillo al dedo para avalar una vertiginosa
carrera periodística en ascenso adobada con la rutilante presentación de un
libro a cobrar en cash. Y recordemos que la -relativa- fugacidad del plagiario no fue obra del
rigor periodístico del diario sino de la intervención y la denuncia de los
autores.
Para resarcimiento de los plagiados, la justicia determinó que era
suficiente la quema pública de la edición completa de Elogio de la
Utopía (aunque no el ejemplar que tengo en mi estante).
Tiempo después, la demanda legal cursada por Eduardo Galeano es
desestimada por la jurisprudencia argentina alegando que aquel prólogo no
constituye propiedad literaria digna de protección puesto que no había sido
escrito por él, y que tampoco existía defraudación pues no perjudicaba de
manera alguna el patrimonio de Galeano.
No es para reírse. Aun cuando este tomo del manual se llame Costumbres
argentinas, la justicia en los `90 como broma pesada.
Pero la biografía del que todavía vamos a llamar, un rato más, Nahuel
Maciel, no termina aquí.
En 2007 se presenta una especie de documental, un ensayo en tono de
burla al colectivo ecologista entrerriano que generó un largo y penoso corte del
puente internacional entre Argentina y Uruguay. La protesta fue a propósito de
la instalación de una planta de celulosa en el río lindero entre ambos países.
Hasta hace unos años fue un conflicto doloroso, con aristas puntiagudas y pendiente de
resolución durante mucho tiempo. La película se estrenó, sin éxito alguno, en
Uruguay pero no en Argentina.
El realizador, Eduardo Montes-Bradley, tomó la historia de Maciel como
eje de su trabajo ya que Nahuel fue uno de los voceros del movimiento a través de
su trabajo periodístico en un diario local. Hay que decir que la biografía de Nahuel Maciel fue ridiculizada y utilizada por Montes-Bradley de forma humillante, igual que la de
otros personajes, para fundamentar la mirada del realizador. Por lo demás, el
filme no aporta información confiable ni de la industria papelera, ni de la
ciudadanía que estaba a favor o en contra de la instalación de la misma.
II. Un Robin Hood de
las ideas
Lo que hace años me sedujo de la historia de Nahuel Maciel no fue la
arista fundamental del derecho a la información, la transparencia y el insoslayable
respeto al contrato de lectura con la ciudadanía. Aun cuando la biografía de Maciel es valiosa en moralejas y también su
arrepentimiento y la madurez al dar la cara en entrevistas posteriores e,
incluso, en la citada película, ni de lejos me atrevo a pensar que es el único
caso de plagio, material apócrifo o lisa y llana malversación de fuentes y
datos en la prensa argentina y ainda mais. Ni en aquellos años 90` ni ahora, en un contexto
político de movimientos singulares en la distribución de la riqueza, con plataformas tectónicas multimedia de pretendida imparcialidad pero con intereses parciales y atados al poder por sórdidos lazos históricos.
Pero no fue este el carozo de mi apetito por la historia. Mi interés en Nahuel Maciel se encendió con el fósforo de
un dato que tal vez ha pasado inadvertido y que mi amigo me contó por primera vez, en aquella caminata por la rambla.
En el
libro publicado sobre la entrevista a Gabriel García Márquez, Maciel transcribe cada
párrafo del texto del abad Menapace; copia cada palabra menos una, la única palabra de
su autoría: donde dice Dios, Nahuel Maciel escribe Utopía.
Si lo único y verdaderamente importante es la información, la literatura
y el pensamiento y no la mano que la escribe, esta reflexión podría terminar
aquí mismo. También si, como afirma Valery, la historia de la literatura podría
contarse sin mencionar un solo escritor.
¿Sería lícito entonces, dejarse llevar por el declive de cierto
ecumenismo creativo, al menos en ciertos ámbitos y géneros?
Confieso que desde el primer momento, y en contradicción con los
principios que defiendo, no pude dejar de ver en Maciel a una especie de Robin
Hood de las ideas. Un ladrón no exento de picardía empática que engañó a la
nobleza para derramar las monedas de la cultura entre el pueblo, sin intención
de enriquecerse seriamente.
No voy a atribuirle intenciones que él mismo no ha manifestado pero, en
primer lugar, no creo que la voluntad principal del plagiario fuera la de la
propia gloria. Esto hace la diferencia entre un mentiroso y un mitómano.
El periodista apócrifo sentía que tenía un rol en la transmisión de un
mensaje. Al carecer, aparentemente, de otras herramientas psíquicas y
personales, puso su propio cuerpo como pararrayos entre la palabra de los
dioses y el destinatario. Y vaya si se quemó.
En segundo lugar, no quiero olvidar que Nahuel Maciel hizo lo propio
para engañar a un medio de comunicación que se dejó engatusar para bien del
negocio. La mentira no le fue ajena a El Cronista. No hay excusas
sustentables para afirmar lo contrario.
En tercer lugar, me resisto a suponer que Nahuel Maciel creyera en la
sostenibilidad de su ardid. Tampoco parece ser una persona enferma (a menos que
alguien me asegure que todos los que poseemos una o varias personalidades en
internet no lo somos, también, en parte).
Por último, es improbable sostener que una mente brillante como la de Maciel y una devoción a cierta línea de pensamiento progresista creyera que
sus mentiras, en realidad, tendrían patas largas.
III. La literatura
y el plagio
Como borgiana devota me gusta pensar que la literatura es parte de un
gran canto sin fin erigido por todos los artistas de la historia y del cual
todos los artistas de todas las épocas abrevan.
El plagio, no obstante no deja de ser un error y un recurso cobarde, absurdo y
reprobable.
No me tiren piedras los defensores del derecho de autor, que no a la detracción
de este me refiero, sino a la
bienvenida de la circulación cada vez más colectiva del pensamiento, la
literatura, la música y los contenidos en general y a los cambios en los
parámetros de propiedad intelectual.
Basta con hacer la prueba de sacar en un tris y un solo clic una
cuenta en una red social —y pasar cinco minutos o cinco horas, todo depende del
estado mental, el objetivo y las ganas de navegar— para dedicarse a dar voz a
distintas facetas de la propia personalidad, ser el escritor negro de sí mismo
o -y vaya si sucede- replicar el pensamiento de otros como propio.
Avatar, así se llama el nombre de un usuario en Twitter. La piedra que un
avatar tira en las redes sociales puede provocar ondas expansivas de intensidad
relativa, de acuerdo a su creatividad e imaginación y al número de seguidores
que tenga. La mayoría de las personas todavía no comprendió qué significa el Twitter.
Es notable observar la fruición y la furia con la que algunos usuarios
denuncian las ideas robadas, recicladas a veces, y devueltas como propias a la
red. En otra acepción, son avatares de la red, circunstancias que
vale la pena saber antes de colectivizar una idea, un texto o un poema en el
mar de la web.
Se trata de aguas virtuales mal iluminadas en las que, por lo demás, es
muy fácil tirar la piedra y esconder la mano. Aguas en donde el plagio nada
libremente por ser el líquido virtual conductor por excelencia de la
electricidad del pensamiento global.
Curiosamente, un avatar es también el nombre que en el hinduismo se le
da a la encarnación terrestre de un dios, en particular
Visnú, que junto con Brahama y Siva forman la tríada creadora cuyos atributos
son la bondad, la pasión y la ignorancia.
La asociación libre tiene su coherencia: Internet es paradigma de
creación original de múltiples autores, de intercambio solidario, apasionados
lazos virtuales y, también, un propalador divino de la estupidez y la ignorancia.
IV. Errores reales, virtudes virtuales
El gran error de Nahuel Maciel fue intervenir en la historia del
pensamiento vía fax.
Su equivocación fue del tipo 1.0. Su insensatez, llegar antes de tiempo
a la fiesta de confusión de lenguas en la Torre de Babel de internet. Como el invitado que
acude vestido de pingüino a una fiesta de gala y al que siguen recordando,
llorando de risa, años después y disfrazados, los mismos invitados de entonces.
El punto no es la mediación tecnológica en sí sino sus consecuencias en
el contrato de lectura y el capital simbólico del que da cuenta. Lo que en los
90`escandalizó de Nahuel Maciel y su particular modo de mentir para
decir su verdad hoy suele ser pan de todos los días, en el
trinar del pajarito de Twitter tanto como en el amplificado clarín del gran
diario argentino. No con el mismo modus operandi, pero sí con
los mismos resultados.
Defiendo la propiedad intelectual y el amparo de la obra cuya creación
costó ese 99% de transpiración. Pero me pregunto qué es lo propio y lo ajeno en
un mundo de creaciones que se repiten y pasan de mano en mano como una
antorcha, de avatares e identidades extendidas, un mundo que va demasiado
rápido en la línea de tiempo y donde todo se olvida tan fácilmente.
El otro error de Nahuel Maciel fue decir a través del periodismo lo que
debería haber intentado a través de la creación literaria. Mentir es condición
de la literatura; los escritores somos embusteros por naturaleza.
La escritura altera la rutina de la vida, la enjaeza, le da una
dimensión fantástica, absurda u onírica. Por eso escribir es un ejercicio
curativo y transformador que puede cambiar la vida.
Apuesto a que un hombre que pudo recrear una ficción de tales
dimensiones podrá crear las mismas historias —siempre son las mismas— de su
propia mano. Me alegró mucho saber que a esto se dedica actualmente.
Por mi parte, la sola esperanza de tratar de recuperar la propia voz que entonces no llegó a
oír y que ahora intentaría conquistar le otorga los cien años de perdón.
Por último, debo decir que el protagonista de esta historia no es mapuche.
Que nació en Corrientes y allí fue criado. Nahuel Maciel es, a su vez, un
seudónimo, un avatar elegido por el muchacho que fue anotado en el registro
civil bajo el nombre de Arquímedes Benjamín.
Algo parecido a lo que sucede con una servidora, Vesna Kostelić. No soy
croata aunque es cierto que fui criada por abuelos balcánicos. Desde adolescente utilizo mi
segundo nombre y mi segundo apellido para firmar cualquier tipo de intervención
literaria. Mi avatar es @bradamante. Al respecto, también debería decir “No sé por qué hago estas cosas”.
Del hombre a quien elijo seguir llamando Nahuel Maciel aprendí que
el alter ego de una persona es a veces una forma de ser más
fiel a la propia identidad y no a la que impone la cédula, la rutina y la
supervivencia. Es el verdadero nombre escondido en el nombre.
A veces los avatares son como esas muñecas rusas, huecas, tramposas y
ocultas una dentro de la otra. Hace falta la voluntad de abrirlas una por una
para llegar a la verdad.
Abajo en el valle, el
pastizal se mecía como una cabellera. Un lunar avanzaba lento, dibujando un
surco hasta convertirse en un ser humano, tal vez un pastor.
Entrecerró la mirada rapaz: sin duda era ella. Aunque al principio le había
parecido un pastor, eran los ojos y la mente de águila los equivocados. El
corazón de caballo supo quién era aún antes de que se acercara lo suficiente
para reconocer su perfil.
Bradamante llegó a pie. «Al menos, no me ha cambiado por otro», se alegró por
dentro el hipogrifo.
Llevaba un cayado en la mano, por eso le pareció un pastor ¿Dónde se ha visto una guerrera apoyada en un bastón? ¿No había recuperado su espada acaso? Pero no parecía herida. Solamente lo usaba para avanzar. Caminaba erguida pero
con el paso aletargado y un cansancio infinito, como si cargara sobre los
hombros una piedra invisible demasiado pesada hasta para una amazona.
Desapareció un momento de su
campo visual; todavía tenía que escalar un poco para llegar a la cima del
peñasco. Se preparó. Se sacudió el lomo,
bajó los ojos. Hizo como que picoteaba el pasto entre las piedras buscando un
gusano. No quería que ella lo
descubriera alerta y se diera cuenta de que la había estado esperando todo el tiempo.
Había pasado madrugadas enteras en la cima del otero hurgando su presencia entre las
sombras. Durante cuatro lunas y sus
fases, mirando el valle negro hasta perder el conocimiento, olfateando a la
distancia cada ser vivo hasta cerciorarse de que no se trataba de ella.
La vio
caer al vacío una y mil veces, pero jamás dudó de que hubiera sobrevivido ni que algún día se volverían a encontrar. A veces se
despertaba sobresaltado, creyendo reconocer su llegada en cada alteración
nocturna, el blando roce de las patas de un zorro en la tierra
húmeda, el crujido de la lengua de los ratones, el trino de los pájaros
hundidos en los álamos.
Bradamante emergió sobre las
piedras, a contraluz del atardecer. Por el rabillo del ojo vio que se detenía
un momento antes de saltar al refugio de arena entre las rocas. Algo tembló
dentro de su pecho de caballo. La figura negra de la amazona se recortaba sobre
el cielo anaranjado.
Cuando sus sandalias tocaron el suelo, tiró el cayado con
desprecio hacia un costado. Uno siempre detesta los objetos que solo fueron útiles para sobrevivir las
etapas aciagas. No solo dejan de tener significado sino que nos recuerdan la
fragilidad de la que fuimos presas.
Sin mover un solo músculo
del rostro Bradamante sonrió con los ojos. Chocó las palmas de las manos, a la
vez para quitarse el polvo y para anunciar su llegada. El hipogrifo levantó la
vista, sereno, mirándola con indiferencia y sin ferocidad, lo cual es algo casi
imposible para la fisonomía de un águila.
-Y bien ¿cómo te las
arreglaste sin mí? - preguntó con un dejo de ironía.
-Perfectamente -respondió él-, no he salido a volar seguido, es cierto, pero tampoco nadie ha intentado
asesinarme por transportar a una obsesa en salvar damiselas raquíticas o pusilánimes caballeros
encerrados en torres que ellos mismos erigieron.
Bradamante suspiró. No
quería discutir, estaba más cansada de lo que jamás hubiese creído posible.
-¿Te apetece estirar un poco
las alas?
El hipogrifo aguzó los
pequeños ojos y dejó que la amazona se aferrara a las plumas de su cuello para
montarlo de un salto.
Todo se veía más claro desde
arriba, con la brisa en la cara y ella abrazada a su espalda.
La barranca se convertía gradualmente en un socavón vertical y
duradero. Ella caía pesada, con los brazos en cruz y la espalda hundida, desde
lo más alto hacia lo más profundo, en un intervalo difícil de medir en el
tiempo.
La oscuridad y la velocidad la envolvían.
Iba a morir. Sus pensamientos se precipitaban uno a uno en
dirección a la muerte, nítidos como los granos de arena en un reloj. Con cada partícula
de minúscula piedra convertida en polvo, Bradamante perdía algo de lo que había
sido su existencia hasta entonces.
Cada uno de los seres a los que había salvado. Cada hombre y cada mujer, cada posesión, cada recuerdo. Todo
quedaba atrás. El roble de su infancia, la imagen de una hebra de cabello sobre
la frente de su madre, su perfil confundido en el vapor de la caldera; la
espalda sinuosa de su hermana lavando la ropa en la cisterna; la luz oblicua
del ocaso que transforma al océano en una plancha de acero. Aquel caballero de
la torre con quien solo tuvo en común el gesto del adiós.
Todo quedaba atrás. Aunque la muerte se hacía esperar, se dijo que tarde o temprano acabaría de una vez. Su cuerpo se
desintegraría en el fondo y serviría de alimento para las fieras o de abono.
Sin
embargo, no temía por su vida. ¿Alguna vez lo había hecho? ¿Alguna vez había
temido a algo tanto como para quitar su existencia de en medio? ¿Acaso no temía
perder nada? Se asombró del pensamiento e hizo una enumeración mental de
aquellas cosas que consideraba valiosas. Ya había perdido la inocencia y nada
grave sucedió. Perdió su hogar, su padre, el amor de su madre y aún siguió
viviendo. No tenía posesiones ni una reputación para perder. No tenía miedo de perder el honor, ni la
pasión, ni la vida. No había buscado nada de aquello que tampoco lamentaba
perder.
Pero si nada temía ¿acaso tenía algo? Se retrajo
bruscamente, provocando una repentina voltereta en el aire que aprovechó para
deshacerse de la armadura. Tampoco la necesitaba. El metal, al chocar con las salientes de la gruta produjo una
fugaz melodía enclenque y atonal.
Recordó del profeta la historia de los dos que una vez cayeron
desde diez mil metros de altura y llegaron vivos al suelo. Dos que montaban una
nave como un ave de metal. Durante la caída, uno de ellos se convirtió en ángel;
el otro en demonio. Dos entidades de distinta cifra engendrados por la caída.
Alas negras, alas blancas. El bien y el mal que al caer se aferran el uno a
los pies del otro para sobrevivir.
Pero ella no era un ángel, solamente una amazona, no tenía alas y estaba sola en
la caída. «Qué absurdo estar muriendo sin poder hacer nada más que especular
sobre ello», se dijo. Y aunque iba a toda velocidad, el completo descontrol
que de la situación tenía, la hacía sentir inmóvil y paralizada.
De repente la asaltó la idea del hipogrifo. Vio los ojos negros
del águila clavados en los suyos, lo sintió galopar en su
interior. Experimentó el dolor intolerable de no ver más el despliegue de sus
alas, la nostalgia de ya nunca posar su mano sobre el tibio sudor de su lomo.
Jamás volvería a sentir sus articulaciones entre sus piernas al volar, ya no se aferraría a su
cuello ni aspiraría su respiración oscura mezclada con la voz del viento.
Tenía que renunciar a él. Una punzada de espanto la atravesó y
la obligó a plegarse sobre sí misma como un puño, una brasa extinta
que guarda, no obstante, la memoria del fuego en su interior.
Se abrazó las piernas y metió la cabeza entre las rodillas.
De algún modo, su cuerpo de mujer sabía en qué posición esperar
la muerte y naturalmente formuló el mismo gesto corporal con el que se prepara
el feto para un nuevo nacimiento.
Pero a pesar de renunciar a ella con la razón, la idea del
hipogrifo no quería irse. La certeza del sufrimiento del animal, de su desaparición, le causó una
reacción inesperada. La desestabilizaba y le producía un intenso y desesperado sentimiento de pérdida y el deseo irracional de retenerlo. Como si su propia muerte y su dolor no fueran motivo suficiente para
reunir el valor de salvarse.
Defender al hipogrifo, su memoria y su recuerdo, no. Salvar lo
que de él pervivía en ella. Le hizo falta la ilusión en la existencia de un animal imposible
para desear su propia salvación.
Sonrió al pensar en la absurda bondad y la bravura terca del
hipogrifo. «Si yo no creo en él tal vez deje de existir».
Esta vez con determinación, volvió a encogerse sobre sí misma
como el blando y ferviente capullo de una rosa. Una rosa que cae.
Se abandonó a la fuerza de gravedad; simplemente como una mujer, dueña de su propia caída.
Poco a poco, el oscuro despeñadero se fue afinando. Gradualmente
se alisaron los bordes hasta convertirse en un túnel vertiginoso de piedra
helada y lisa.
Los primero golpes contra las paredes de piedra fueron feroces y
le arrancaron alaridos de dolor. La piel sufría, también los huesos y sus
engranajes. Pero enseguida, su cuerpo –que ya había comprendido- se amoldó al
tamaño cada vez más angosto de la galería vertical. Era una bola humana
preservada de la violencia por la misma cualidad cóncava de su organismo. La órbita
que su cuerpo delimitaba se hacía amiga de las paredes que, a la vez que la
detenían y no sin violencia, la atajaban.
Cuando atravesó el tramo final y su cuerpo hizo contacto con el
agua, volvió a estirarse. El golpe líquido le produjo un ardor insoportable
pero el rumor de las burbujas y la caricia del agua helada la aliviaron.
La caída había desgastado todo lo inútil, todo lo accesorio, incluso
su ropa. Estaba desnuda. La punta de su pie derecho tocó la arena levantando un
repentino remolino y contoneando las algas del fondo.
Contuvo la respiración. Flotó deliberadamente hacia la
superficie gozando la sensación de estar viva. Apenas llegó, boca abajo, sintió que dos manos le aferraban el talle y la arrastraban hacia la orilla. Dejó que aquellos brazos la sacaran del lago.
No abrió los ojos para ver quién era ni quiso identificarse. La
oquedad de los sonidos le hizo pensar en una gruta, no en un lago a la
intemperie.
No tenía fuerzas para nada más que no fuera inspirar y expirar. Se durmió de inmediato y no despertó hasta el tercer día a partir
de entonces.
Cuando volvió en sí y abrió los ojos, otra mirada, la más bella
y más triste que jamás había visto, la contemplaba junto al fuego de la gruta.
El relámpago parte en dos el cielo de negro raso y
alumbra a los contendientes por un intervalo.
De un lado, Bradamante se yergue montada en el hipogrifo. Es un ser majestuoso
de amplias alas negras y el pico afilado del mismo material indestructible que
los cascos de caballo. La mujer lo domina, lo obliga a hacer pequeños círculos
a un lado y al otro en un signo de infinito que pronto acabará.
Del otro lado,
el mago la espera de pie en la atalaya. Pinabel ríe pérfido y demencial con el
arma homicida al costado del cuerpo.
La espada destila a sus pies una alfombra
de sangre. Ha asesinado a los reyes y
sus vasallos, a los hidalgos y las damas del palacio, a sus nodrizas, a los
niños, aún a los recién nacidos. De todos ha conservado para sí el avatar, el
soplo de vida eterna que hay en cada ser, y los ha arrojado luego al vacío que
se yergue tras los cimientos.
Los luchadores son tragados nuevamente por
la noche sin luna.
Un trueno se desenrosca lerdo, es la
detonación de cien tambores que da inicio a la contienda. La mujer aprieta los muslos y clava los
talones en el abdomen del animal con más apremio que el usual. Casi podría afirmarse
que para corroborar su lealtad, desea producirle dolor.
Una agitación y un jadeo recorren el cuerpo
afiebrado de Bradamante. El águila advierte, sin embargo, que
esta vez se trata de un salvataje diferente. Aunque ella jamás lo admitirá,
aquel caballero encerrado en el punto más alto de la torre no es solamente otra
misión que el emperador le ha encomendado a su mejor servidora.
Ella no lo conoce, nunca lo ha visto, pero el animal intuye que la amazona le
ha jurado una entrega desmedida, sin reservas y sin pretensiones de posesión. A
veces poco importa poseer lo que se ama, sobre todo cuando uno sabe que jamás
tendrá un lugar seguro donde conservarlo.
El hipogrifo recibe las señales del organismo de Bradamante por el contacto que
tiene con su alma. O tal vez es al revés, nunca lo supo con certeza. En cierto sentido son el mismo ser: en parte
rapaz, en parte corcel y en parte mujer. Una
criatura monstruosa y difícil de entender.
El amor, en su calidad cegadora, la torna tremendamente vulnerable, y a él lo desconcentra.
Lo que de ave rapaz hay en el hipogrifo duda un instante en obedecer la señal
de atacar en picada o huir, esconderse, llevársela de allí. Su lado equino, en cambio, no piensa, nunca
razona, pone su cuerpo y su magnífico impulso siempre hacia adelante; estúpido
animal con el que le ha tocado compartir la existencia.
La guerrera se aferra a las crines y se
abalanza sobre el villano. Del choque de los aceros brotan nuevas centellas a
la par de las que el cielo profiere. Lejos del riesgo, con un segundo refucilo
del cielo, la silueta del caballero se hace visible, recortada tras la ventana
de la torre. El hipogrifo podría jurar que el cautivo observa la batalla con
los brazos cruzados.
Bradamante va a luchar hasta el final. Para
eso ha sido concebida. Su amigo lo sabe
y es claro que vencerá o morirá junto a ella. No hay más destino que aquel que nos
elige.
El animal mitológico rodea al mago, se
ladea y echa hacia atrás las formidables alas para permitir la parábola más
amplia al filo de la espada de su compañera. Un corte en el rostro y otro en la
espalda agrega la sangre de Pinabel a la de los inocentes.
De pronto, el hipogrifo siente una
inesperada pérdida de peso. La amazona ha saltado a la atalaya y ahora pelea
cuerpo a cuerpo con el enemigo. El caballo se agita pero no ve el peligro. El
águila flanquea a los contendientes avivando el aire denso con las alas.
A punto de ser derrotado, Pinabel retrocede,
precisa apoyarse en la baranda caliza. Con la espada empuñada a la altura del
cuello, la amazona avanza casi sin rozar el suelo para dar fin al malvado.
Un rayo imposible rompe el cielo en pedazos y perfora la piedra; el pináculo de la torre empieza a arder endemoniado. Todo es muy veloz a partir de
entonces.
La décima parte de un instante es lo que Bradamante utiliza para mirar hacia el lugar donde permanece el cautivo. Ni el águila ni el caballo
sabrán jamás lo que ella vio. Pero ese instante es el mismo tiempo
insignificante que Pinabel aprovecha para tomarla de los cabellos y empujarla
al precipicio.
La espalda de Bradamante cruje contra la piedra y su cuerpo gira
en una contorsión hacia el vacío.
El hechicero la sostiene del cabello, sobre
la nada, solo el tiempo suficiente para lanzar una carcajada.
Lo que sucede después, llevará mucho
tiempo comprenderlo.
La espada de Bradamante cae en la oscuridad y no toca el fondo. El mago abre el
puño y la suelta. El hipogrifo se lanza fulminante detrás de ella y con la última
pluma negra del ala, rígida como una lanza, arrastra al tirano hacia la muerte.
Pero entonces, en caída libre y con el rugido más feroz que jamás una mujer ha proferido, la amazona le ordena salvar al hombre en la
torre.
El águila se negará, se partirá en dos su alma, pero es el caballo el
que manda. Siempre es el caballo.
Bradamante cae más pesada todavía por el peso de su
armadura y más rápido; su cuerpo desaparece de inmediato hasta convertirse en
un punto ciego en el abismo.
¿Quién puede juzgar el error cuándo es el amor
quien lo motiva? ¿Es posible salvar a otro sin pagar el precio de emplazar un
abismo insuperable entre el salvador y el salvado?
El hipogrifo piensa en ello mientras
transporta al caballero de regreso al pequeño reino al que
pertenece. No le preguntará su nombre.
Tampoco será capaz de juzgar si merecía o no el alto precio que se ha
pagado por su salvación.
Intuye que Bradamante no morirá con la caída.
Las mujeres y los abismos se entienden bien.
Su parte de caballo seguirá
trotando alegremente con el correr de los meses. El otro, su lado de águila, no
dejará pasar una sola noche de luna sin sentirse abandonado.
Cuando la vi sonreír supe que llegaría a
amarla. Supe también que aquel amor desigual no cambiaría de estación.
La tarde a la que me refiero, la lluvia
caía pesada y burocrática, como si el cielo tratara de deshacerse de todo el
agua en el menor tiempo posible.
La adiviné cruzando en sordina el corredor
de baldosas resbaladizas. El cansino rumor del aguacero y los truenos
esporádicos eran la coartada perfecta para cualquier delito.
A la vez que el cielo, escuché el tronar de
sus rodillas junto a la cama. El sonido de su respiración despertó al pájaro en
su jaula. Y ese animal narcotizado que habitaba a la vez entre mis piernas y en
el esternón, abrió las fauces para cazar al vuelo su mirada de colibrí.
Lo que vino después se repitió otras veces;
pero yo la retuve como una única tarde fatua, poblada de visiones. El secreto
de mi nombre gemido en otro idioma, el mechón pendular sobre su frente en el
vaivén de la cópula, mi dedo dibujando caracoles en su espalda.
Sentada sobre mi vientre, era una cebra
pintada por el eclipse de los relámpagos a través de las persianas. Hubiese podido
escribir mil ficciones sobre aquellos renglones de luz. Hubiera deseado viajar kilómetros por la
colina de esos senos ínfimos; pechos ingrávidos, de margarita, deshojados una y
otra vez en la quimera de la palabra que jamás habríamos de pronunciar. Mucho, poquito. Nada.
El verano acabó; aquella mujer, no. Todavía
llueve su nombre en mi cuerpo longevo como un desierto. Todavía fulgura su
silueta imposible, un boceto agitado, hecho a mano, onírico y fugaz, en el
papel en blanco de la siesta de un domingo.
«Viajar, hacerle un tajo de lado a lado al mundo a bordo de un barco».
Se despertó pensando en el océano. Estaba mareado. En su cabeza se multiplicaban
las ondulaciones del alcohol de la noche anterior.
Vagamente, recordaba la discusión con su
jefe por unas monedas de menos, la injuria y la defensa, la piedra certera en
la vidriera del bar. Daba igual. Estaba hastiado de ese
empleo absurdo desde el primer día.
Había caminado durante horas, olfateando el
rumbo como un animal doméstico que se ha perdido después de la lluvia.
Al
llegar a la pensión, apenas quiso comer un poco de pan con queso. Recostado
sobre la mesa, había gastado la noche entera junto
a la botella de Tres Plumas y el cuaderno. Al
mediodía siguiente, no le quedaba ni un solo rastro de lo que había pensado o tal vez, escrito; tampoco del momento en el que la ebriedad había derrotado su
conciencia y lo había arrojado vestido sobre la cama.
Se levantó, puso agua a calentar y esperó
junto al fuego. Los pensamientos y las cosas reverberaban. No había manera de que se estuvieran quietos.
Una baranda, el faro,
la piedra. Los fragmentos del sueño que había tenido explotaban frente a sus ojos
como pompas. Una falda roja, una noche
sin luna, una bahía.
El hormigueo de la caldera le avisó que el
agua ya estaba caliente. Preparó un café negro y volvió a la cama con la taza, el
cuaderno y la birome. Algo sonrió en su interior cuando advirtió que era bien pasada la hora de entrada al trabajo. Quiso rescatar aquel sueño del olvido pero el gorjeo
de una pareja de gorriones en la ventana le robó la intención. Los chiflidos le
llegaban abultados, como si él estuviera
de un lado de un tubo y los pájaros del otro. Cuando apoyó la lapicera en el
papel, las visiones del sueño se habían escondido. No hay caso; correr detrás
de las pistas de un sueño es tan inútil como perseguir a un cachorro con una
rama en el hocico. Hay que ignorarlo. Hacer otra cosa. Entonces el sueño vuelve y te deja atrapar las imágenes tras los barrotes de los renglones.
Pensó en buscar pan y deshacerlo en migajas
sobre la ventana pero desechó la maniobra pensando que las aves se asustarían y
luego tardarían en volver.
Volvió al cuaderno. Al principio su mano
estaba muda. Después las nociones fueron llegando, primero de a una, luego
asomándose varias y agolpándose para salir de sus dedos como una multitud
desordenada y ruidosa de niños huérfanos.
No era la primera vez que, en estado de resaca, su afición natural por la escritura rodaba con facilidad. No escribía nada inventado; es como si estuviera copiando, a la mayor velocidad posible, algo pronunciado en su interior, algo que normalmente no es posible escuchar. Escribía frenético, las cursivas se dibujaban
carnosas y orondas sobre la página en blanco. Cuando detuvo la lapicera, una
mancha de tinta creció desde la punta y se derramó hasta formar una verruga
negra sobre el papel. Se quedó mirando la gota hasta que fueron dos en vez de
una. Tuvo ganas de oler la tinta y se llevó la hoja a la nariz. La gota se
derramó formando una lágrima invertida; respiró aquel sudor astringente con los
ojos cerrados. Olía a azul, pero era negro.
Recién entonces una puntada leve empezó a
picotearle la frente. «Tengo los gorriones adentro». El súbito
pensamiento lo impresionó porque al levantar la vista los pájaros ya no estaban
en la ventana. Tomó un sorbo de café pero
no quiso buscar una aspirina. Mientras el dolor fuera así, un pichón distraído
en su cabeza, quería soportarlo.
Varias veces se había sorprendido a sí
mismo tolerando pequeñas molestias físicas: la rodilla de la humedad, un dolor
de cintura, la carne afiebrada alrededor de una cutícula. Le gustaba transportar
esos dolores sin atenuarlos, como un íntimo ejercicio de resistencia. El alcohol tenía el poder de espantar al miedo y sin él,
el sufrimiento era inofensivo.Por obra
de la resaca, el dolor redondeaba sus aristas, se volvía esférico y acolchado, confortable. Con la espalda incrustada en la almohada y
en la soledad del cuarto, recordó haber leído que ciertas tribus de
Oriente Medio decidían sus estrategias de guerra en total estado de ebriedad.
Mientras los generales del ejército se daban la gran farra acodados en la mesa
sobre los mapas de la región, un escriba abstemio anotaba las decisiones
tomadas por los jerarcas. Maniobras, traiciones, batallas; todo lo que decidían
los borrachos quedaba registrado. Todo se anotaba con precisión, por más
extravagante, suicida o sanguinario que fuera. A la tarde siguiente, con la
cabeza fría, los generales se reunían en el mismo lugar y se leía en voz alta
lo que el escriba había anotado. Casi nunca se cambiaba una coma de lo escrito
y el documento se utilizaba como protocolo. De guerra, como si hiciera falta aclararlo.
Los gorriones habían vuelto. Ahora
picoteaban las rendijas de masilla de la ventana. Pensó en los
generales. Volvió las hojas del cuaderno hacia atrás y empezó a recorrer,
curioso, las páginas que había escrito bajo el mando del alcohol la noche anterior. Cuando
terminó de leer, cerró el cuaderno. «Por qué no?»
Se dijo que, en sus decisiones, aquellas tomadas con el razonamiento intacto y abstemio, las personas
sobreestiman aquello que tienen para perder. Y aunque creen decidir por sí mismas, muchas veces es el miedo quien decide. El alcohol, como los sueños, no ayudan a razonar con mayor claridad pero sí es un gran consejero para identificar el lugar en el que se alojan los deseos. Se puso
de pie y abrió las ventanas de par en par. Las aves huyeron; la ciudad entró a
su cuarto. Ofreció su mejilla a la cachetada del viento y le devolvió
un suspiro.
No había nada más que pensar. Tomó una ducha,
se calzó el vaquero y las botas. Buscó su mochila debajo del ropero y puso sus
pocas cosas adentro –la ropa, los tres libros, el reloj, la foto de su hermana y
de su madre- y cerró los cordeles. Antes de salir, deshizo una hogaza de pan
sobre el alféizar de la ventana.
Caminó calle abajo, hacia el puerto. De
lejos vio al barco cargando grano. Probablemente zarpara ese día. ¿Hacia dónde? Qué importaba. Se sentía un poco por encima de las cosas, a salvo de todo, de la
rutina, de la prudencia, del control. Mientras la brisa marina le iba lavando
la resaca, se dio ánimo. Cantaba por dentro y todavía sentía una punzada en las
sienes.
Nunca antes había subido a un barco; por eso se sintió más mareado de lo que ya estaba cuando cruzó el breve puente entre el muelle y la cubierta.
El viejo estaba hincado sobre una gran rueda de aparejos gruesos y encerados. Se rascó la barba cana y lo midió palmo a palmo al escuchar la pregunta. Le dijo que que, efectivamente, era su día de suerte; salían ese día y les hacía falta un marinero.