Mamá, vos sos Papá Noel, sí o no?
Levanto un poco el libro abierto para esconder la cara y la mueca, para darme una milésima de segundo de descuento, para responder sin tartamudear . Mamápapánoelmamápapánoelmamá... no pienso nada de nada, las palabras reverberan en círculos concéntricos como al tirar una piedra en un lago. De pronto sé que es un antes y un después, una línea de tiza en la rayuela del camino.
Nadie te enseña. Escuchaste anécdotas de otros, juzgaste unas respuestas mejores que otras, te imaginaste vagamente qué harías; sin embargo, por alguna razón, estás completamente sola y sos la única, la primer madre o el primer padre del mundo en responder.
Con el dedito me obliga a bajar el libro y mostrar la cara. Nos conocemos bien; la inteligencia emocional de este chico arremete como el Halcón Milenario, a la velocidad de la luz. Supongo que al descubrir mi expresión ya sabe la respuesta pero igual repite la pregunta.
Y entonces sucede. Las palabras están ahí, guardadas prolijamente en un cajón que no sabía que existía, listas para decirlas por primera vez, para estrenarlas como un vestido nuevo:
una vez que sepas la verdad no vas a ser el mismo de antes
porque vas a poder elegir si creer o no.
Se lo digo a él a la vez que me lo estoy diciendo a mí. Aprendo al mismo tiempo que enseño. No es la primera vez que me pasa en estos seis años de crianza, pero sí es la primera vez que me doy cuenta tan crudamente. Es claro que no se trata solamente del viejo de traje rojo que baja por la chimenea y deja regalos a cambio de ilusiones.
Le pregunto si de veras quiere saber. El usa los ojos para asentir, como el que ha tomado la decisión mucho antes. Se acomoda frente a mí, las piernas huesudas cruzadas, apoyándose en sí mismo, el codo en la rodilla y el mentón sobre el puño.
Entonces le cuento. Cruzo el umbral. Sí, tu papá y yo... los regalos. Comienza el interrogatorio, los detalles ineludibles: qué hacemos con las cartas (“se guardan en una caja como tesoros y no se pueden volver a ver hasta, por lo menos, los 20”), dónde escondemos los paquetes, si todo el rollo de subir a la terraza para ver si viene a las 12 es para poner los regalos.
Mientras contesto (confieso), en otro plano, me recuerdo o me imagino –a veces creo que es lo mismo- a mí misma, bastante más grandulona, en el momento de saber. Estaba armando el árbol con Tonka, picando algodón con los dedos para hacer nieve y colocarla sobre las ramas de plástico. Pienso en mis padres cuando eran niños, en mis abuelos, en las épocas en las que Papá Noel traía manzanas lustradas y muñecas de trapo en vez de legos o playmobiles. Se me cruza la imagen del sueño que una vez me contó un amigo: trepaba a una duna con su hijo pequeño de la mano, pasaban junto a un montón de huesos que eran los de su padre y más adelante, su hijo se soltaba de la mano y cruzaba un alambrado que él no podía atravesar, y entonces su hijo lo dejaba atrás.
Se volvió una costumbre: casi todas las noches, después de leer un rato, nos gusta quedarnos charlando otro poquito con la luz apagada, antes de dormir. Hablamos de todo. Es nuestro momento.
Me lo dice susurrando, casi en secreto, pero con esa determinación que él tiene a veces:
Ma, ahora que sé la verdad, quiero seguir creyendo.
Yo también hijo, yo también quiero creer, lo digo en voz alta, le doy un beso y le digo ahora dormite, querés.
Con ese credo, esa esperanza y estos amores quiero cruzar hacia el nuevo año. Felicidad para todos. Aguanten Los Reyes.
1 comentario:
Encantóme muchérrimo.
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