8.9.11

Otra Odisea*

Ulises despierta cuando el mar todavía es negro. Es el primero en levantarse y el último en cerrar los ojos. Cada madrugada su sombra blanca cruza el laberinto de corredores desde el camarote hasta la bodega. Allí recoge y se carga la garrafal bolsa de harina como un muerto sobre la espalda.

El Canal Beagle es una nave gris y marcial, un descomunal animal de lata que zarpa cada quince días desde el puerto de Buenos Aires, cargado de petróleo y de fierros. Amaestrado por un mismo contrato estatal de por vida, el Beagle surca cada vez los mismos mares helados hasta el fin del mundo.

Como pasa con los prostíbulos, las cocinas de todos los barcos se parecen. Los tubos de neón tiemblan y se crispan antes de iluminar del todo el ambiente; luego se quedan zumbando como invisibles insectos en la noche. Cada tanto se escucha también el crujir de los huesos del buque.

Ulises disfruta esos primeros ruidos. Luego, hace girar el dial hasta encontrar un tango en la onda corta. Entonces comienza. Mezcla la harina, el azúcar, la manteca, la vainilla. Aprieta y dobla, estira la masa y las estrofas del tango. Corta, tararea y espera. El hojaldre es un libro que se abre poco a poco. Luego el fuego hace crecer los panes y bizcochos para el hambre siempre urgente de los marineros.

A Ulises le gustan las revistas con escotes rellenos de mujeres. Siempre esconde alguna dentro de la marmita grande. Mientras espera al pan que crece, amasa y manosea para él mismo algunos bizcochos en forma de senos generosos. En la soledad de la cocina nocturna Ulises se inspira y las rellena con crema pastelera, con dulce de membrillo o chocolate. A veces se demora en encajes y puntillas de azúcar y sedosas túnicas de impecable glacé, les pone pezones de cerezas y alhajas bruñidas de frutos secos.

Al abrir la puerta de hierro la bocanada infernal del horno le empaña los lentes. “Ahí van, mis chiquilinas” él se alegra, y las llama por su nombre: los pechos erizados de Mimí, las regias ubres de Olga, las tetitas pueriles y prohibidas de Norma. Ulises acerca el banquito de madera a la mirilla para esperar y ver cómo las tetas caseras crecen y se tornan voluptosas y doradas.

Es en ese momento cuando le gusta sentir el chistido de la tapa a rosca de la botella. El primer trago de ginebra es una estampida de toros que baja por la tráquea inflamada. Después, ya no quema ni siente nada.

Cuando están listas, Ulises pincela los bizcochos con almíbar y agua de azhar. Toma entonces una teta humeante y la goza con los dientes apartando los labios para no quemarse. Su boca se demora en pezones de membrillo derretido, resopla y gruñe, arranca negras blusas de chocolate. Aunque ya es un hombre maduro, Ulises saborea con la vehemencia de un joven amante. Al final, la masa desnuda acaba siempre en un precoz bocado y el fuego se extingue con un trago de ginebra.

Antes de seguir con el trabajo de la cocina, previo a la llegada de oficiales, pelapapas y lavacopas, el maestro pastelero envuelve y reserva en el estante más alto un par de tetas. Para la merienda. Eso será todo lo que su apetito pida; así ha sido durante meses.

Desde hace algunas semanas, Ulises también se ocupa de alimentar la variedad de minúsculos monstruos que habitan su camarote. Para ellos amasa panes del tamaño de una uña y emparedados liliputienses de jamón serrano; cuece guisados de bacalao servidos en cáscaras de maní y mezquinas porciones de fideos municiones. Éste es el breve alimento con el que Ulises nutre el zoológico de su imaginación.

Y la ginebra, diseminada en decenas de tapitas por toda la recámara.

Los tripulantes del Canal Beagle lo tratan con cordial desapego. No es raro tratándose de hombres que llevan años viviendo entre hombres sobre un suelo que se mueve. No prestan atención ni a la curiosa obsesión pastelera de Ulises ni a esa jauría etílica de mascotas que esconde bajo llave. Su mollera, descarriada como un tren, apenas les vale la creación de algún apodo ocurrente de sobremesa, una broma o un comentario lateral hecho con picardía y con piedad. No lo juzgan ni intentan socorrerlo porque no pueden dar lo que no tienen. Para un marino, el riguroso respeto por la demencia ajena garantiza la libertad de cultivar la propia. Vivir y dejar vivir; morir y dejar morir. Esa es la ley de a bordo. En tierra firme, la anarquía y la fragilidad de las relaciones humanas los ofusca y los confunde. Se pierden en el amor como perros después de la lluvia. Por lo demás, Ulises se ha vuelto invisible a sus ojos por el hechizo de la costumbre.

El día en que faltó el pan, notaron su ausencia. Fueron varios los que salieron a buscarlo. Pero el universo de un barco es limitado. Fue el capitán quien tomó la decisión de forzar la cerradura del camarote. El ojo de buey al tope dejaba entrar la brisa atropellada. Debajo, sobre una silla, Ulises había doblado el pijama con esmero. Junto al par de chinelas quedaron los lentes. No hubo cartas ni palabras de más. Apenas la letanía de las olas golpeando el casco y una ovación de albatros en el aire.

Cerraron la puerta y pusieron un precinto de plástico amarillo. En la soledad del camarote, sobre la única mesita amurada al piso, gobernaba solitaria una botella de ginebra a media asta. El líquido formaba círculos concéntricos repitiendo del mar los golpes, en un oleaje diminuto e infinito.




*Este relato pertenece a El Horóscopo del Bebedor (inédito) y fue publicado en Malabar, revista digital creada y dirigida por Carlos Pascual.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me mató: "le gusta sentir el chistido de la tapa a rosca de la botella. El primer trago de ginebra es una estampida de toros que baja por la garganta inflamada. Después, ya no quema ni siente nada".

Me pasa lo mismo al descorche de un excelente Champagne, y ese recorrer por el esófago gorgoleando las burbujas.. Ahhhhhh ! Q placerrrrr.

A.