La barranca se convertía gradualmente en un socavón vertical y
duradero. Ella caía pesada, con los brazos en cruz y la espalda hundida, desde
lo más alto hacia lo más profundo, en un intervalo difícil de medir en el
tiempo.
La oscuridad y la velocidad la envolvían.
Iba a morir. Sus pensamientos se precipitaban uno a uno en dirección a la muerte, nítidos como los granos de arena en un reloj. Con cada partícula de minúscula piedra convertida en polvo, Bradamante perdía algo de lo que había sido su existencia hasta entonces.
La oscuridad y la velocidad la envolvían.
Iba a morir. Sus pensamientos se precipitaban uno a uno en dirección a la muerte, nítidos como los granos de arena en un reloj. Con cada partícula de minúscula piedra convertida en polvo, Bradamante perdía algo de lo que había sido su existencia hasta entonces.
Cada uno de los seres a los que había salvado. Cada hombre y cada mujer, cada posesión, cada recuerdo. Todo
quedaba atrás. El roble de su infancia, la imagen de una hebra de cabello sobre
la frente de su madre, su perfil confundido en el vapor de la caldera; la
espalda sinuosa de su hermana lavando la ropa en la cisterna; la luz oblicua
del ocaso que transforma al océano en una plancha de acero. Aquel caballero de
la torre con quien solo tuvo en común el gesto del adiós.
Todo quedaba atrás. Aunque la muerte se hacía esperar, se dijo que tarde o temprano acabaría de una vez. Su cuerpo se
desintegraría en el fondo y serviría de alimento para las fieras o de abono.
Sin embargo, no temía por su vida. ¿Alguna vez lo había hecho? ¿Alguna vez había temido a algo tanto como para quitar su existencia de en medio? ¿Acaso no temía perder nada? Se asombró del pensamiento e hizo una enumeración mental de aquellas cosas que consideraba valiosas. Ya había perdido la inocencia y nada grave sucedió. Perdió su hogar, su padre, el amor de su madre y aún siguió viviendo. No tenía posesiones ni una reputación para perder. No tenía miedo de perder el honor, ni la pasión, ni la vida. No había buscado nada de aquello que tampoco lamentaba perder.
Sin embargo, no temía por su vida. ¿Alguna vez lo había hecho? ¿Alguna vez había temido a algo tanto como para quitar su existencia de en medio? ¿Acaso no temía perder nada? Se asombró del pensamiento e hizo una enumeración mental de aquellas cosas que consideraba valiosas. Ya había perdido la inocencia y nada grave sucedió. Perdió su hogar, su padre, el amor de su madre y aún siguió viviendo. No tenía posesiones ni una reputación para perder. No tenía miedo de perder el honor, ni la pasión, ni la vida. No había buscado nada de aquello que tampoco lamentaba perder.
Pero si nada temía ¿acaso tenía algo? Se retrajo
bruscamente, provocando una repentina voltereta en el aire que aprovechó para
deshacerse de la armadura. Tampoco la necesitaba. El metal, al chocar con las salientes de la gruta produjo una
fugaz melodía enclenque y atonal.
Recordó del profeta la historia de los dos que una vez cayeron
desde diez mil metros de altura y llegaron vivos al suelo. Dos que montaban una
nave como un ave de metal. Durante la caída, uno de ellos se convirtió en ángel;
el otro en demonio. Dos entidades de distinta cifra engendrados por la caída.
Alas negras, alas blancas. El bien y el mal que al caer se aferran el uno a
los pies del otro para sobrevivir.
Pero ella no era un ángel, solamente una amazona, no tenía alas y estaba sola en
la caída. «Qué absurdo estar muriendo sin poder hacer nada más que especular
sobre ello», se dijo. Y aunque iba a toda velocidad, el completo descontrol
que de la situación tenía, la hacía sentir inmóvil y paralizada.
De repente la asaltó la idea del hipogrifo. Vio los ojos negros
del águila clavados en los suyos, lo sintió galopar en su
interior. Experimentó el dolor intolerable de no ver más el despliegue de sus
alas, la nostalgia de ya nunca posar su mano sobre el tibio sudor de su lomo.
Jamás volvería a sentir sus articulaciones entre sus piernas al volar, ya no se aferraría a su
cuello ni aspiraría su respiración oscura mezclada con la voz del viento.
Tenía que renunciar a él. Una punzada de espanto la atravesó y
la obligó a plegarse sobre sí misma como un puño, una brasa extinta
que guarda, no obstante, la memoria del fuego en su interior.
Se abrazó las piernas y metió la cabeza entre las rodillas.
De algún modo, su cuerpo de mujer sabía en qué posición esperar
la muerte y naturalmente formuló el mismo gesto corporal con el que se prepara
el feto para un nuevo nacimiento.
Pero a pesar de renunciar a ella con la razón, la idea del
hipogrifo no quería irse. La certeza del sufrimiento del animal, de su desaparición, le causó una
reacción inesperada. La desestabilizaba y le producía un intenso y desesperado sentimiento de pérdida y el deseo irracional de retenerlo. Como si su propia muerte y su dolor no fueran motivo suficiente para
reunir el valor de salvarse.
Defender al hipogrifo, su memoria y su recuerdo, no. Salvar lo
que de él pervivía en ella. Le hizo falta la ilusión en la existencia de un animal imposible
para desear su propia salvación.
Sonrió al pensar en la absurda bondad y la bravura terca del
hipogrifo. «Si yo no creo en él tal vez deje de existir».
Esta vez con determinación, volvió a encogerse sobre sí misma
como el blando y ferviente capullo de una rosa. Una rosa que cae.
Se abandonó a la fuerza de gravedad; simplemente como una mujer, dueña de su propia caída.
Poco a poco, el oscuro despeñadero se fue afinando. Gradualmente
se alisaron los bordes hasta convertirse en un túnel vertiginoso de piedra
helada y lisa.
Los primero golpes contra las paredes de piedra fueron feroces y
le arrancaron alaridos de dolor. La piel sufría, también los huesos y sus
engranajes. Pero enseguida, su cuerpo –que ya había comprendido- se amoldó al
tamaño cada vez más angosto de la galería vertical. Era una bola humana
preservada de la violencia por la misma cualidad cóncava de su organismo. La órbita
que su cuerpo delimitaba se hacía amiga de las paredes que, a la vez que la
detenían y no sin violencia, la atajaban.
Cuando atravesó el tramo final y su cuerpo hizo contacto con el
agua, volvió a estirarse. El golpe líquido le produjo un ardor insoportable
pero el rumor de las burbujas y la caricia del agua helada la aliviaron.
La caída había desgastado todo lo inútil, todo lo accesorio, incluso
su ropa. Estaba desnuda. La punta de su pie derecho tocó la arena levantando un
repentino remolino y contoneando las algas del fondo.
Contuvo la respiración. Flotó deliberadamente hacia la
superficie gozando la sensación de estar viva. Apenas llegó, boca abajo, sintió que dos manos le aferraban el talle y la arrastraban hacia la orilla. Dejó que aquellos brazos la sacaran del lago.
No abrió los ojos para ver quién era ni quiso identificarse. La
oquedad de los sonidos le hizo pensar en una gruta, no en un lago a la
intemperie.
No tenía fuerzas para nada más que no fuera inspirar y expirar. Se durmió de inmediato y no despertó hasta el tercer día a partir de entonces.
No tenía fuerzas para nada más que no fuera inspirar y expirar. Se durmió de inmediato y no despertó hasta el tercer día a partir de entonces.
1 comentario:
dolorosa experiencia, a salvo por fin
saludos
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