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6.7.11

Gata Conga

Con niños que no llegan al año o ciudadanos que mueren de frío a unas cuadras de mi casa,  siento que es casi un insulto dejar rodar esta tristeza por la muerte de Conga, mi gata porteña. Hoy llamaron para contarme que murió ayer a la noche. De vieja nomás. Papá la enterró en el jardín, igual que a casi todos los bichos desde que tengo memoria.
Conga es negra y brillante como la noche más negra. Brava y percherona. Cazadora. Cuando camina, lenta y pesada, los omóplatos puntiagudos le asoman sobre el espinazo como a las panteras (Acabo de escribir lo anterior en presente, error que no quiero corregir).

La recogió P. de la puerta de casa en el 94 y se quedó. Estuvo conmigo muchos años en mi primer dos ambientes de chica sola, el de la calle Conde entre los dos Virreyes. Si habrá visto desfilar, esa gata, comedias bufas, dramas y hasta alguna tragedia real. Después se mudó conmigo y los petates. Estuvimos juntas en las buenas y en las malas. Epocas de apego y de indiferencia mutua. No llegó a cruzar el charco. Se fue quedando. Pero cuando visito la casa de mis viejos y la llamo, me reconoce, cómo no, y se trepa por mi pierna arañando el jean.
"Fulgencia", la llama Tonka, porque nunca perdió el gusto por jugar de igual a igual con peluches o cachorros. La semana pasada, antes de irme, me dijeron que estaba agonizando. Bajé del auto, de camino al Buquebús, un momento nomás, para despedirme. La encontré echada junto a la salamandra con apenas una brasa encendida entre el rescoldo. Cada pata apuntaba a una dirección diferente, como una rosa de los vientos hecha pedazos.
Tonka le estuvo dando vitaminas para que tire un poco más. Cuando entré y la llamé levantó la vista enseguida. La piel pegada al hueso triangular de la cabeza, el pelaje opaco y pringoso.  Las orejas desmesuradas por lo delgada, los ojos desorbitados y cubiertos por un velo gris. Me dí cuenta de que no podía verme ni oírme muy bien porque movía la cabeza confundida como buscando mi presencia. Me agaché y cuando la quise acariciar se descansó un poco en la concavidad de mi mano.
«Gracias gata Conga, gracias negra, por tu amor infinito gata mía, gata buena». Les pedí que dejaran de darle vitaminas, que le dieran permiso para irse nomás.
Piedad y agradecimiento, eso sentí a su lado. Casi la misma disposición que hace falta para creer en dios. Justo en estos días alguien escribió que los gatos son eternos. Ojalá. Significaría que gané un ángel felino, negro y vigilante. Llega justo a tiempo.
Sin embargo, todavía no me puedo despegar el asombro de que un animal tan vigoroso pueda llegar a consumirse así, de pronto, en un manojo de extrema fragilidad y pavura. Pensé en nosotros, en qué hacemos con la vida, que por corta o larga que sea, se acaba un poco cada día. Lo pensé así en plural y también en primera del singular.
Conga era muy vieja. Vivió plenamente cada una de sus vidas.  Se dejó domesticar pero nunca renunció a su ferocidad. Hasta hace poco, le gustaba perseguir bolitas de lana o de papel de cocina. Las agarraba entre las fauces, las manoteaba en el aire y se deslizaba por el piso para atajarlas con total agilidad. 
Piedad y agradecimiento, gata Conga, y un duelo pequeño como una bolita de lana, que no sé bien dónde poner.

28.5.11

olvido

Recortadas en el marco de la noche las grúas del puerto parecen dinosaurios. El agua, que de día es negra, refleja una luna temblorosa y anémica. No es seguro recorrer el puerto a esta hora. Pero Ulises no tiene miedo. Camina por el empedrado irregular de los silos desde que tiene memoria. Conoce a todos los mendigos, a todos los chorros, a todas las putas de la Dársena sur. Se sabe la historia de todos los barcos hundidos que están muertos antes de que él naciera. Y aunque todo lo conoce se detiene un momento para ver de nuevo. El pobre Tino B, su cascajo apenas rojo hundido en la negrura. El Alma Mía, abandonado por sus dueños después de incendiarla para cobrar el seguro. El Dolores III que hace sonar sus huesos reumáticos de hierro, y al final, la pobre barca del práctico Lucas -que sigue vivo- con su única lucecita encendida de leer. Hay otros barcos anónimos amarrados a la noche por la precaria cuerda del olvido. Ulises los conoce, los saluda en silencio al pasar, con confianza y buen ánimo, como a pasajeros habituales con quien comparte cada día un viaje de pocas paradas hacia el mismo ningún lugar.

animal jaula

Al león lo conocí enjaulado. Pude adivinar algunos de sus hábitos por los cartelitos pegados en la jaula. Así aprendimos el uno del otro, por estos mensajes en los barrotes. Yo afuera, él en ese adentro. Esto me gusta, dice, esto no me gusta parece decir cuando no dice nada. Me hacés reír decía un papelito amarillo que la humedad despegó enseguida y el viento se llevó. Ahí me di cuenta de que yo también estoy enjaulada. Hay muchas jaulas y todas se repiten.

Las nuestras no se tocan. Nadie se toca. Nadie quiere salir. Todos somos un ni siquiera te conozco. Pero estamos atentos. A veces espío a través de los barrotes. Trato de ver si el león aún sigue vivo o si ha muerto hace siglos como una estrella vieja. Hago sonar los fierros con mis nudillos como un xilofón monocorde. Imagino que abro la puerta de mi jaula -muy sigilosa para no hacer ruido- la entorno y avanzo en puntitas para no despertar a los demás. Las jaulas no tienen llave pero el ojo que vigila te deja pasar a veces. El está hecho un ovillo en su propio rincón. Es un animal majestuoso pero herido y furioso. Imagino que estiro un dedo y lo toco, acá en la columna vertebral. El no se da vuelta, pero detiene la respiración un instante, se revuelve en su soledad, como sabiendo que hay alguien. Sin embargo, no se da vuelta. El sabe que no debe. Son las reglas. Sabe -igual que yo sé- que si lo hace, todas las jaulas del mundo van a apagarse de pronto y no habrá modo de salir de esta libertad.

 
Texto in situ a propósito de la maravillosa obra de Rodrigo Flo en el Torres García. Gracias Morgana, gracias.

24.5.11

Ciudad del sino*

Todavía no son las siete pero ya está oscuro. La tarde se ha licuado veloz en una noche que parece de verano. Acostumbrada a Montevideo amago a cruzar la calle dando un paso sobre la cebra, casi sin mirar. Pero no estoy caminando por el Centro ni por Malvín; esta no es Rivera, ni Avenida Italia, ni 18. Es Avenida San Martín y Nazca y aunque esté en la esquina cruzando por la senda peatonal y con el semáforo a favor, si me pisan, la culpa es toda mía.
La conductora hace sonar los frenos junto con la bocina y una maldición que dedica con vehemencia muy a mi persona. Rubia teñida, arrugada y vuelta a estirar; pudiente, liberada, vulgar; una de esas abuelitas porteñas con cruza de camionero. Seguro que en Gorlero se hace la civilizada dejando pasar a los bañistas frente al Conrad y alabando la idiosincrasia oriental tan distinta de la nuestra, viste. Pero no aquí ni ahora. Siento el rugido de la 4 x 4 junto a las pantorrillas. Retrocedo y levanto la mano en señal de disculpas que no acepta y avanza, pisando el acelerador.
Buenos Aires no es una ciudad. Es una entidad, una especie de fiera mitológica a la que hay que invocar y alabar para que no te devore ni te aplaste. Cuando está de tu lado, es como tener un dios aparte. Pero si no la conocés, si la abandonaste o le tenés miedo, la ciudad lo huele. Te hará temblar como un perro babeante de tres cabezas. Aunque veas que la bestia está atada no podrás confiarte ni adivinar si la cuerda es o no demasiado larga, si te tocará o no, si será esta o la próxima vez.
Decido salir del infierno y adentrarme unas cuadras más adentro, hacia el barrio. En las ventanas entreabiertas se repite el mismo noticiero, las veredas suenan a otoño y huele a merienda. El barrio no es la ciudad; el barrio es distinto; sus calles y sus ritmos están domesticados por la mano benévola de la costumbre y la pereza de un tiempo que no termina de pasar.
No son muchos los mandados que tengo que hacer pero son raros: manteles baratos para la fiesta, flores para las mesas, una cacerola más grande para el gulasch, más tomates cherry para la picada porque se los comieron los nenes.
La china Li no tiene, pero consigo manteles blancos de un plástico que parece tela en lo del turco de Cuenca y la vía.
La verdura del boliviano es sobrenatural: turgente, fresca, aromática; compro más de lo que necesito. El advierte mi devoción, sonríe y me regala una manzana verde de la pirámide.
En el bazar de Nogoyá hay un universo de objetos apilados en estantes desde el suelo hasta el techo. Al atravesar la entrada suena una alarma de campanitas. La dueña es una mujer muy mayor. Está peinada de peluquería, apenas maquillada y es amable. Apoya la escalera en una de las estanterías, se trepa con una agilidad de colegiala y baja con la cacerola en la mano. “¿Seguro que querés esta tan grande, nena?”. Le explico que la olla es para la fiesta de cumpleaños de mi padre. Mientras me cobra pregunta la receta del guiso y la anota en otro papel junto a la cuenta. Yo parezco un Ekeko; apenas puedo sacar la mano entre bolsas y bultos para pagar. Antes de salir del local me pregunta cuántos años cumple. “¿Setenta? ¡Pero si es un pibe!”. Cuando cruzo el umbral, a mis espaldas, su carcajada se funde con las campanitas. Me hace pensar en un hada urbana, laboriosa y sensible, un poco cansada de ser eterna.












*"Buenos Aires, ciudad del sino / duende de un destino /ante la luz de tus amores, de tu misterio divino / hoy no se /mañana tal vez, caiga rendido". Buenos Aires (de tus amores), León Gieco.
http://www.youtube.com/watch?v=3J7514dP3v8

1.9.10

ANTES Y DESPUES DE SANTA ROSA

Desde el balcón de casa, imágenes del mismo paisaje, de anteayer y de hoy. El viento es tan poderoso que el edificio oscila, vibra el doble ventanal y el piso tiembla bajo mis pies. Hay un zumbido permanente; una música afónica de erkes invisibles afinando a través de todas las cosas. El cartel de chapa en la azotea aporta los bajos cóncavos al heavy metal de esta tarde. Las gaviotas -parece que les encanta el clima- hacen breves vuelos rasantes sobre las olas y luego detienen las alas contra el ventarrón que las arranca y las lanza con ferocidad hacia arriba como a decenas de pequeños parapentes emplumados. No sé nada de pájaros, pero juraría que están jugando. Playa no hay, ni rocas, ni Isla de las Gaviotas nos queda ya en Malvín. A no confundir la tormenta de Santa Rosa con la melancolía de cualquier lluviecita invernal. La tempestad contagia una euforia interior torrencial, una súbita arrogancia que te hace sentir poderosa, soberana, capaz de todo. Voy a aprovechar este breve estado tormentoso para hacerme otro café y escribir un poco, a ver qué sale. No la veo, pero sé que pronto, a la vuelta de esa nube negra, se asoma una nueva e inofensiva primavera.
Lo cómico es este extracto del pronóstico meteorológico que salió en el diario:
“(...) Pero el mal tiempo, sin embargo, cambiará el lunes. Se anuncia nubosidad variable, vientos moderados a leves del sector este con una mínima de 5 grados y una máxima de 21, por lo que el "veranito" de los últimos días iniciará una nueva semana”.

27.8.10

NOCHE DE PARAGUAS

Homenaje a Mario Levrero lunes 30/8, de 20 a 22 hs en Pacharán, San José 1186 (e/ Michelini y Gutiérrez Ruiz) Escribo desde toda la vida, sin embargo, de un modo que me llevaría más tiempo y espacio explicar, Levrero me enseñó a escribir de nuevo. Cuando me partí la cabeza con El Discurso Vacío, hacia fines de 2005, no sabía que era un libro de alguien que había muerto hacía tan poquito: corrí a internet a googlear más información sobre el tal Levrero porque lo quería conocer inmediatamente (y supe que nos cruzamos por un pelito); a partir de ahí empecé a tirar y tirar de un hilo que sigo ovillando y tejiendo hasta el día de hoy. Este lunes 30 nos reunimos para celebrar la vida de Levrero como a él seguramente le hubiera gustado, escribiendo y brindando con una copita de vino. Y digo la vida, porque aunque sea la fecha de su muerte la que nos reune, el día en que al señor Varlotta se le ocurrió pasar a mejor vida, el escritor Mario Levrero acabó de parirse a sí mismo. La invitación es abierta y gratuita a todos quienes admiran su obra y lo han conocido a través de su persona o de sus libros. No hace falta ser experto en escritura ni mucho menos para participar. Solamente, traer lapicera, papel y espíritu lúdico para entrarle a una de las consignas de este gran maestro. Por cuestiones de organización, hay que confirmar asistencia a nochedeparaguas@gmail.com. Los que están lejos y quieren participar escribiendo y enviando su texto, pueden pedir instrucciones de la consigna al mismo mail. Por las dudas traer paraguas, porque el lunes 30 también es la célebre tormenta de Santa Rosa -no confundir con Chacel- no sea que nos agarre la lluvia a la salida, y no precisamente la de letras, que con esa mejor andar a la intemperie saltando charcos.

15.5.10

Procesos y procesos

La semana pasada, en Buenos Aires, fuimos a cenar con dos queridos amigos. La Cabrera de Palermo Viejo nos ofreció su mejor bife de chorizo y una mesa junto a la ventana que fue la última en vaciarse. “Mis amigos son todos superhéroes”, llegué a decirles, repitiendo lo que dice otro amigo mío. Pero W me asegura que no, que solamente son abogados. El, alemán, un hermano, con su media sonrisa de malevo y su sempiterna campera de cuero negra (que no siempre lleva pero con la cual lo pienso); el otro, que parece un vikingo pero es un porteño incorregible con un corazón varios talles más grande que el normal. Ambos trabajan con el Atlántico de por medio y a destajo junto a organizaciones sociales y familiares en los juicos por desaparición forzada de la dictadura argentina. Durante años curtieron una laboriosa tarea jurídica de gota que horada la piedra, con alto nivel de militancia, paciencia y sano escepticismo. Pero hace poco, desde la abolición de las leyes de punto final, obediencia debida e indulto, son más de 500 los militares procesados y cerca de 60 las condenas por desaparición forzada, torturas, robo de bebés y otras cosas por el estilo impunes hasta ahora. La catarata de testimonios judiciales, causas reabiertas y juicios orales y públicos no se puede parar. Las tapas de los grandes multimedios aplacan pero no logran silenciar del todo lo inédito de lo que está pasando hoy en la Argentina al nivel de los derechos humanos. Esa noche, brindamos por la justicia, no digo con alegría, pero sí con la emoción de comprobar que conviene no dejar de creer en lo imposible. Terminamos con el bolsillo agobiado por tantas botellas de malbec y nos despedimos en la placita, sin lograr hacer el 4. No fue hasta volver a Montevideo que consulté la libreta negra grande, con páginas y páginas de escritura apretada, fechas que van de diciembre pasado a febrero de este año y un título de trabajo que no llegó a consumarse hasta hoy: procesos/notas para el blog. I. En diciembre del 83 acababa de cumplir 15. Flor de pánfila. No es necesario invocar el testimonio de los que me conocen de entonces para asegurarlo. Qué se yo, buena piba, medio monja (quería ser Santa, cuestión a la que dedicaré un post completo más adelante, supongo que a modo de exorcismo. Hay, incluso, documentos escritos comprometedores). Creía que podía salvar al mundo (al mío, no digo a todo) munida de un lápiz, un papel y una única verdad; era justiciera, voluntariosa y naif pero con ínfulas de chica ilustrada. Procuraba dejar marcada mi presencia con frases inteligentes y de relevancia fundamental para el interlocutor. Derecho que me atribuía secretamente por haber devorado un par de libros más que la media. Las siete maravillas de Borges, a la cabeza, algo de Cortázar, Rulfo y Arlt y, luego, todo Hesse, Tolkien y Castañeda a los que tendría que agregar, para ser del todo sincera, la obra completa de Lobsang Rampa y dos anaqueles completos del Selecciones del Reader`s Digest, obras estas que no considera yo a un nivel inferior que el resto. Quiero decir, era una paparula encerrada en mi globo de papel. Hasta que algo empezó a chamuscarlo, abrasarlo y convertirlo en cenizas. Era el domingo siguiente a la asunción de Alfonsín. Lo recuerdo cuadro a cuadro, como una película en slow motion. Fue el día en que me contaron que en Argentina había desaparecidos. Estábamos en la terraza, mi viejo hacía un asado de los suyos; C. (un amigo de la familia que luego se convertiría en enemigo) y yo, le hacíamos el aguante. Tomaban cerveza. Yo, supongo que agua. Llevaba el atuendo típico de esa época; una especie de disfraz de “próximamente religiosa de clausura o profesión similar que implique retirarse del mundo y huir de la condición femenina”: jeans talle G de varón, remera ídem a rayas celestes y blancas, tipo preso o pirata, pelo de loca desatada, otra que frizz y lentes de marco cuadrado, casi sin aumento (que usaba y había logrado que me recetaran deletreando mal a-d-r-e-d-e la última fila del cartel del oftalmólogo, todo para parecer más madura y lista). Debe haber alguna foto por ahí, seguro mamá tiene una; algún día me ocuparé de destruirla. Lo de los desaparecidos me lo dijo C. ese día, antes del asado. Me mató. Lo soltó con un dejo burlón. Yo lo admiraba, mucho. Digamos que llegó a estar un par de escalones más abajo que el Che Guevara; pero en el fondo era un cretino con carné de izquierda, tuve que golpearme y perder perder perder, para verlo. C lo contó con detalles, disfrutando el poder enseñarle algo a alguien que cree que se las sabe todas. Con el ceño fruncido, que ahora me parece sobreactuado pero entonces no, C. me describía los horrores del pasado reciente. Yo lo escuchaba, y de a poco me iba queriendo escapar por debajo de las sillas de hierro blanco de la terraza, hacerme líquida como la cerveza, escurrirme por la rejilla de la terraza y desaparecer. Lo que escuché me provocó tristeza y vergüenza; además, quedé asustada (“Pero ¿de verdad-de verdad los secuestros se acabaron?”). Un año antes, en el 82, mi viejo, electricista naval, había vuelto de Malvinas. De ahí venía la conversación en la terraza ese día. Papá dijo "a los que no se los chuparon los mandaron a la guerra y se cagaron muriendo de frío". C. arrugó el ceño ante mi gesto de interrogación: “Pibes. Y pibas como vos, un par de años más grandes y con alguito más de compromiso político. O te creés que la pesada les cayó encima porque eran ovejitas de algodón como vos, pendex; qué se creen que van a salvar al mundo tocando la guitarrita en un geriátrico o yendo a la villa a hacer los deberes con los guachos”. Entonces empecé a preguntar y a recibir respuestas que jamás hubiera imaginado antes. ("Uno no se podía imaginar semejante cosa, me dijo una vez una amiga diez años más grande que yo") C. no ahorró pormenores. La picana, el submarino, las ratas en la vagina y la carne a la parrilla, los estudiantes secundarios (“de tu edad, pendeja”)- arrancados de sus casas, torturados y desaparecidos; que la masacre de Trelew y la cancioncita, y las monjas francesas, y el Padre Mujica y los curas Palotinos ejecutados ("esos sí que no iban a tocar la guitarrita nomás, como vos"); que los cuerpos de los “marineros chinos” que las corrientes del Río de la Plata -esa gran tumba colectiva- devolvía a la orilla. Y los bebés arrancados de los brazos de sus padres. "Los bebés, los bebés, los bebés...", creo que dejé de escuchar ahí. Pregunté, cuántos eran. Miles, me dijo, miles. No se sabe. Sentí que nada de lo que había vivido hasta ese momento era real. Que esos jóvenes sí habían tenido una vida y una muerte reales. ¿Y ustedes, dónde estaban? No recuerdo el detalle del discurso que hizo C. pero sí el silencio y la tristeza en los ojos de papá. Empecé a atar cabos. A la vuelta, la casa de las mellis, por ejemplo; se decía que una noche sus viejos se escaparon por los techos y nunca volvieron a buscar a las nenas que al final quedaron al cuidado de una vecina (qué malnacidos esos padres, pensaba yo hasta entonces). En esa casa después, sobre la calle Navarro, funcionó durante años la veterinaria y hogar de MAPA, el Movimiento Argentino de Protección Animal. Yo iba siempre para pasar un rato con Quasimoda, la perrita beagle malformada y paralítica que tenían en una canastita en la puerta de entrada. Entendí también lo inexplicable de aquel recuerdo absurdo mío, de muy chica, el de una noche que los milicos entraron a mi cuarto y encendieron la luz pasando junto a nosotras con violencia. Resulta que en mi cama dormía la tía Julieta que se había quedado esa noche y yo en un colchón en el suelo. Levantaron el colchón con la tía arriba! Los pies desnudos se le salieron de la frazada y ella chilló sobresaltada. Después apagaron la luz y se fueron. Buscaban a alguien. Sumé uno más a mi colección de silencios de la dictadura cuando le pregunté a mamá a quién buscaban. O la locura que significó en realidad aquella otra vez, cuando ella, mi madre, que había escuchado pasos en la terraza, encaró hacia arriba vestida solo con combinación y gritando desde el patio “Identifíquese o disparo”. O los colimbas sentados en la vereda de la vuelta, con sus fusiles y sus viandas, esperando para volver l trabajo de levantar las paredes de lo que sería la casa parroquial de San José, que estaba enfrente de la mía. “¿Por qué usan soldados en vez de albañiles? Qué tendrá que ver?” pensábamos con mis amigos de la primaria. Todo empezó a cerrarse esa tarde en la terraza. O, más bien, a abrirse. El terror había estado en mi barrio. No exagero ni un milímetro al decir que lo que supe ese día, me cambió la vida. Lo que pasa es que me sigue dando inexplicable vergüenza la nimiedad de mi biografía justo al borde y por fuera de la historia. Porque aunque era tan perejila (o justamente por eso), tuve la certeza de que, con tres o cuatro años más, estaría flotando en el fondo del río atada a un balde de cemento o enterrada en una fosa común. La idea me aterrorizó. Tuve pesadillas todas las noches. ¿Preguntaba y preguntaba a mis viejos y a sus amigos, ¿Y ustedes, dónde estaban? Supe que tenía que hacer algo para pagar esa falta mía de no haber hecho nada, de no haber sido lo suficientemente mayor para hacer algo. Pobre tonta. Tan presuntuosa era que creía que podía apropiarme de semejante culpa, la de no haber llegado a tiempo para tomar la autopista a la santidad. En aquellos días, C. me trajo un libro de regalo. “Con un oído en el evangelio y el otro en el pueblo”, de Antonio Puijané. Justito para mí. El resto fue la ira de recordar las clases de historia de “la Noly” de ese tercer curso, en el sempiterno y egregio Instituto San Vicente de Paul, del cual logré huir ese mismo año. Pero este será tema de otro post; al menos eso sugieren las (cuántas!) páginas que me falta releer de la libreta negra de este verano en el que "no escribí nada", aunque en realidad lo que no pude es procesar ni hacer visible el trabajo interior que significaron. Lo que sí sé, es que estas líneas del todo biográficas y lo que queda en el cuaderno negro despertó a la lumbre del post anterior a este y que debería haberse llamado: nunca hay que perder la esperanza en lo imposible.

22.7.08

Las alas del regreso

En Montevideo nos recibió una tormenta extrovertida que sacudió las persianas durante toda la noche e hizo volar las sillas de plástico de la terraza. De algún modo está bien terminar este viaje hacia el verano del Primer mundo con la alerta meteorológica del Tercero. Mientras desempacaba las infinitas maletas y formaba una montañita de ropa sucia que pronto se convirtió en una cordillera, pensaba en todo lo que quise registrar durante el viaje y no hice. No por falta de tiempo; por exceso de vivencias. No siquiera llegué a tomar notas como en los primeros días. Claro, están las fotos, las charlas, los trocitos de recuerdo.
Son cosas triviales, gestos del viaje, retazos coloridos que el tiempo irá deshilachando con el roce de la rutina. Algunos son muy graciosos. Es el caso del estacionamiento para perros del Ikea, el macromercado de diseño alemán, que vimos con Eleuterio y que no podíamos creer; o los cuervos furiosos escarbando la basura y las cigüeñas apoltronadas en las chimeneas como señoras obesas. Es ese libro colectivo que parece el vestigio del Muro rasgado de dibujos, huellas y graffitis y ese otro muro invisible que todavía existe entre los locales y los inmigrantes. Son las alas de la Sieguesäule, la angelota dorada de mis amores que escucha los pensamientos inconexos de los que viajan en los trenes; y son las alas de gasa y brillantina de una niña de cuatro años, el pelo rubio casi blanco, saltando descalza en la hierba con risa de gotitas. A veces me parece que hay textos que se escriben no sobre el papel ni sobre el teclado. Hay algunos que se cifran en el cuerpo y en la propia sombra. Son los autógrafos que nos dejan en la piel las miradas anónimas de los que pasaron junto a nosotros en el viaje, garabatos de historias de las que robamos un instante nada más. Algunos de ellos –el perfil de una casa con el número 13, la mirada del hombre de la bicicleta en Checkpoint Charlie, el gesto de la empleada ferroviaria en un andén mirando la luna llena tras la torre negra- volverán a aparecer en sueños, distorsionados, agigantados. Tal vez de ese modo tengan una segunda oportunidad de ser registrados en el cuaderno verde. Otros se perderán, como me voy perdiendo yo misma. Cuando no me escribo, ni me anoto, ni me miro. Mientras me voy dejando volver, mientras me dejo pasar.

29.3.08

Sala de espera

Cuatro personas esperaban sentadas en los sillones de falso cuero blanco enfrentados como puntos cardinales. Se ignoraban educadamente como si no quisieran contagiarse ni siquiera con la mirada. Un hilo de música funcional hilvanaba la espera de todos. Yo entré y fui directo a la recepción; pero la había visto antes aún de entrar, calcado su rostro en el reflejo del mío sobre el vidrio blindado de la puerta. Ella se frotaba las manos, no digo, con inquietud, era otra cosa, y las volvía a poner sobre las rodillas. Miraba a un punto imaginario en el suelo, un poco más allá de la punta de sus zapatos y volvía a hacer aquello de las manos. Quién sabe por qué, yo, que venía de la calle pensando en nada e iba allí por otra cosa, empecé a preguntarme cuál sería la espera desesperada de aquella muchacha. Fue una flecha de piedad lanzada por el arco de su espalda erguida y altanera, y el gesto cóncavo y triste que lleva siempre una mujer derrotada. No, no siempre, quise decir esa mujer, en ese instante. Fue un picotazo al adentro y sentí de inmediato una culpa insignificante al comprender que ella necesitaba un auxilio que yo podía pero no iba a darle, porque no se estila andar por la vida empuñando una varita o una palabra salvadora o una daga para terminar de una vez con todo. Quise ignorarla porque yo venía a otra cosa, eso lo dije, pero mientras hablaba con la secretaria, no pude evitar prestar atención a esa urgencia de frotarse las manos como si estuviera esperando que un genio apareciera de una lámpara invisible. De pronto, sin dejar de hablar lo que yo hablaba y sin dejar de escuchar las indicaciones monocordes del otro lado de la mesa de fórmica, me ví a mí misma hace veinte años, en una sala parecida pero sin luz de la mañana colada entre las persianas, sin sillones de cuero ni otros ni secretaria. Me traje y me distraje en mi derrota. No dejé ni un momento de hacer mis preguntas operativas, incluso devolví una o dos sonrisas y atendí las explicaciones; sin embargo, era yo esta vez restregándome las manos en una espera desesperada, veinte años atrás, como si jamás hubiese salido de allí, como si en dos décadas no hubiese estado mirando otra cosa que aquel punto en mi mente, justo delante de mis zapatos. Y por extraño que parezca, en ese paréntesis obligado de la memoria, adiviné la cara de oprobio de los otros tres esperadores cuando en unos instantes yo me pusiera en cuclillas justo enfrente de los ojos de la joven, cuando moviera mi cuerpo para instalarme en el centro de su pensamiento; y presentí su desconcierto -y su alivio?- cuando le tomara las manos y le preguntara, como si hiciera falta, te puedo ayudar. Hay imperativos del alma que nadie te impone y que nadie puede impedir que te veas obligado a cumplir. La secretaria extendió entonces el papel para que yo lo tomara, lo apoyó sobre la mesa de fórmica para que pusiera en él mi firma y yo, que quise asirlo pero sucedió lo de aquella brisa a mis espaldas que lo hizo volar. Y entonces me dediqué a atraparlo aplaudiendo en la nada, persiguiendo la hoja leve y oscilante que se estacionaba en el piso encerado y yo detrás, y la hoja que aún insistía obstinada en patinar un poco más, separada del piso por un colchón de aire ínfimo, disparada limpiamente hacia la sala de espera, hasta que pude atraparla en un malabarismo ridículo y un malambo absurdo y certero. Y cuando me agaché y me extendí hacia el papel, en cuclillas, justo frente al sillón vacío, no tuve que darme vuelta para saber que era ella la que había provocado la brisa, la que había decidido no esperar más, dejar de tolerar; la que había huido, en fin, corriendo o caminando; quién sabe cómo hacen los demás para salir. En verdad, solamente queda el recuerdo de lo propio y el vaivén de la puerta entreabierta de las salas de espera de nuestra biografía.

1.2.08

2008 RELOADED

Durante los infinitos brindis de despedida del año viejo y bienvenida del nuevo se repitió la típica advertencia de “A los ojos, a los ojos!”. Pero esta vez, en vez de la explicación de “Brindemos mirándonos a los ojos o vendrán 7 años de mal sexo” (“Oh, no! Otros siete años!”, vociferan algunos) aggiornamos el dicho a la medida de una amenaza más temida (ya que en la otra o no creemos o nos hemos resignamos): “A los ojos, a los ojos o… 7 años sin conexión a Internet!”. El nuevo brindis, más contemporáneo, surtió su efecto sin excepción y las copas chocaron prestas, sostenidas por miradas de ojos de huevo ante la temible, impronunciable, apocalíptica amenaza. Se ve que yo debo haber mirado para abajo, sin querer, durante algún brindis porque es el primer post que logro colgar en mes y medio. Al contrario, y para no perder el pulso, tuve el aliento necesario para anotar cada día algunas frases sueltas, pensamientos a medio camino y, sobre todo, docenas de sueños que, durante el mes de enero brotaron cada madrugada como hongos después de la lluvia. Sueños floridos, surgidos sin duda de la mente descansada, el cerebro relajado y el buen vivir. Vamos a dejar que los sueños escampen en su cuaderno de tapas verdes y, en cambio, voy a transcribir para Crónicas de la Cebolla algunas anotaciones sueltas de enero. Todo muy estival, silvestre, suelto de ropas, como para empezar bien el año de la Rata que carga, por lo demás, con la bendición o la condena de no ser más un año sabático. I – Algunos sms navideños -¿Qué tal si además de proteger a tanta cosa importante también protegemos la alegría?A y C -Soy V. quería preguntarte cuál es la receta de esa ensalada de papa y cebolla que tú haces.Feliz navidad. V. -Hola, feliz Navidad! ¿Me das la receta de la ensalada de papa de tu abuela? P. -¿Qué más llevaba la ensalada de papa tuya además de cebolla? I. -Socorro! ¿Qué clase de cosa se supone que es el espíritu navideño? Mamá Noel. -El Espíritu Navideño duerme la siesta y pronto querrá su mema… (Respuesta) -Abrí un paquete del árbol y había un peludo de regalo. ¿Es esto normal? G. II – Anotaciones silvestres Una de la madrugada. Estoy en la cama con mi libro. Un sapito mínimo corre por mi cuarto. Verde oscuro, asustado. Lo veo pasar, sin ganas de levantarme para sacarlo. Aparece debajo de la cama y da la vuelta. Desaparece. A la segunda vuelta ya tiene la pelusa del cuarto pegada a las patas. A la tercera vuelta, parece un ser mitológico en miniatura, un batracio-yeti. Voy a levantarme a sacarlo. Le tiro un trapo por las dudas que me eche una meada. Meadita mínima. Abro la ventana y sacudo el trapo. Me acuesto. Parece que el sapito se quedó pegado al trapo porque pasa de nuevo, apenas logra saltar de tanta pelusa que arrastra. …. En la casa de Solís hay tres lagartos que nos visitan a la una del mediodía (les pusimos Otelo, Kaos y Negriti). Vienen a pedir comida, restos del asado, frutas (el melón no les gusta, pero la sandía los saca de quicio). Dicen que no muerden. Hay además un búho de plumones blancos que se para en la antena a medianoche. Hay ratones de campo que aparecen y desaparecen en el borde del pasto cortado del terreno, dos gallinetas que parecen Thelma y Patti, las tías de los Simpson, varios mirlos, picaflores y algunos benteveos. Una noche R.vió algo que parecía un zorro o una comadreja. Y está la gata Menta, con su collar verde inglés y su medallita de plata con el teléfono, mirando a toda la fauna slvestre desde su altura de niña rica. La gata Menta ha descubierto su lado salvaje. Nos trajo un ratón igualito a Ratatouille, varios cascarudos y una oruga fosforescente que le daba asco masticar. La gata Menta atrapó a un colibrí que vino a libar distraído las Santa Ritas. Es intolerable verla atrapar a un bicho tan hermoso. Lo tuvo un tiempo atontado. Se sentó delante del moribundo como una efigie. Lo miraba aletear sin piedad y lo cacheteaba cada tanto. O lo hacía saltar medio muerto. Yo me fui para adentro para no sufrir ni coartar su naturaleza felina. Al rato, me había olvidado. Más tarde, debajo del quinotero, encontré abandonada una pelotita verde con un piquito. De madrugada. Me levanto para ir al baño pero me distraigo con algo que se mueve en medio del terreno. Salgo sin hacer ruido. Un ser blanco. No es un perro. Hunde la cabeza en la hierba, husmea el pasto largo y se deja deglutir por el follaje. Se detiene. Me ha visto. Yo ya no lo veo. Diez metros entre el ser blanco y yo. Detrás de la oscuridad, intuyo sus ojos de infierno, de hielo. Ojos inocentes, sin domesticar. Peligrosos. Cierro la puerta y voy a hacer pis al baño. Ya no dormiré. III- Decires de Tino (3 años y medio) -Mamá, si estás de mal humor mandame a Malvín. -Ma, ¿los Reyes viven con Papá Noel en una juguetería? -Mamá, yo no quiero crecer. -Y por qué no querés? -…Porque voy a ser grande como vos y no voy a tener más ganas de jugar. -Ma, ¿tú sos vieja o sos una niña que creció? -Mamá, quiero un hermano… O puede ser un perro chico. -¿Qué hacés, Tino? -Estoy haciendo un cuento… -¿Y qué dice ese cuento? -“Había una vez un niño que estaba dibujando y vinieron a molestarlo…” -Mamá, estoy cansado de descansar.

11.12.07

Bitácora y fiesta

El pasado 8 de diciembre, día de la Diosa, los talleristas nos encontramos en casa de Gabriela. Hubo buen vino tinto, cosas ricas para comer y charla en abundancia hasta tarde. Yo demoré en llegar porque mi torpeza de automovilista novata se encontró con la ciudad vallada por la Fiesta de las Luces. Nos fuimos presentando, tanteándonos con curiosidad entre nombres y seudónimos; algunos nos veíamos por primera vez. "Vos sos de los miércoles?" "Yo soy virtual" "Yo soy presencial del jueves". Un poco parecíamos los brazos de un pulpo que se dan cuenta, entusiasmados, que forman parte de un mismo organismo vivo. Cuando empezaron los estallidos sordos de los fuegos artificiales, a todos nos dió pereza subir a la terraza. Para qué. Si las luces, la magia y la música estaban allí entre nosotros. Gracias Onetto por la idea y a todos nosotros, por las ganas de festejar un año de trabajo y amistad. Para vichar los artificios de la última Bitácora de los talleres de escritura (al menos, los presenciales) clic aquí.

28.11.07

Onetto-Levrero: 1, Palas Atenea: 0

Ayer me dispuse a hacer el singular ejercicio del taller de escritura y me pasó algo curioso. La consigna -entiendo que es de las de M.Levrero- dice que hay que sentarse en un sillón y relajarse, e imaginar que uno va paseando por un parque y vislumbra una conversación a través de los árboles. Entonces, uno imagina que se acerca y “descubre”, desde un punto de vista privilegiado, lo que allí ocurre. Ese es el disparador sobre el que hay que escribir. Como buena alumna, yo me senté en mi futón verde, me relajé tanto como me lo permitió la cortadora de pasto del vecino, recorrí el lado este del parque Rodó (con la imaginación) y visualicé enseguida a un par de mujeres hablando detrás de unos árboles, poco antes del lago. Me acerqué y quise curiosear sin ser vista. Se trataba de una niña muy flaca y una anciana vestida de negro sentada en un banco bajito de madera frente a una mesa. Efectivamente, las ví muy bien y empecé a escuchar perfectamente la conversación, de hecho... las reconocí. Se trataba de mi abuela a los nueve años y una gitana, una vidente. Lo que pasa, es que esa escena entre las dos, es un reflejo corregido –no sé cómo llamarlo- de una escena del primer capítulo de la novela en la que trabajo (casi nada estos últimos dos meses, hasta ayer, se verá por qué) escrito en julio de este año. Me dije que no, “no quiero ver esto”, esto “ya lo ví y ya lo escribí” y quiero otra imagen para el taller. Lo que hice, entonces, fue desechar mentalmente la escena, retroceder con la imaginación sobre mis pasos y volver a intentarlo en otro sector del parque. Volví a acercarme a unos árboles y, ¿quiénes estaban?: sí, de nuevo la chica y la vieja. Bajé un telón imaginario, ya casi ofuscada, y volví a intentarlo blandiendo la infructuosa espada de Palas Atenea: ni modo. Aunque quería imaginarme otros personajes detrás del árbol (porque me había propuesto escribir otra cosa y no eso) no pude. (Si alguien ha llegado a esta parte del relato y está aburrido o le parece estúpido –cosa que entiendo perfectamente porque lo es para cualquiera menos para mí-, puede cerrar la página porque ahora viene la parte más ridícula y la más difícil de explicar). Digo que la escena era un reflejo y no un recuerdo (un recuerdo de algo que yo misma escribí), porque, aunque, efectivamente, la niña y la anciana eran las mismas de mi novela y la escena era la correcta –por decirlo de algún modo porque ya la conocía-, el diálogo y el contexto y lo que sucedió después entre las dos mujeres, no era el que yo había escrito más o menos en julio de este año, SINO QUE ERA OTRO. Entonces, se me cruzó la loca idea de que lo que yo estaba experimentando no era otra cosa que la visión de la escena que realmente la niña -no mi abuela sino el personaje de mi abuela de nueve años- y la vieja querían que yo escribiera. Será eso posible? Probablemente no en estos términos, pero, quién sabe. Por las dudas, volví a mi puesto de observación, me concentré en esas dos, paré bien las orejas y la escena pasó ante mis ojos muy naturalmente. Sin mi intervención, sin manipulación creativa de ningún tipo (excepto, claro, el estar relajada en el futón). De pronto, desapareció el parque, estábamos en una carpa gitana al borde de un trigal y era de noche. Cuando abrí los ojos, fui a mi mesa de trabajo, tomé mi cuaderno azul y tuve la apremiente sensación de estar anotando algo que no debía olvidar, como un sueño o algo que viví y no la experiencia de estar creando algo, escribiendo una cosa surgida de mi invención. No es que crea que haya ocurrido algo extraordinario o paranormal, nada de eso. Me acordé -después de escribir- lo que nos dijo una vez la maestra Onetto acerca de la invención y la imaginación. Es la primera vez que de verdad lo comprendo. En ese sentido, tengo la certeza de que la primera versión del capítulo, la de julio, está escrita en base a la invención y este otro texto del taller (usufructuado convenientemente para la novela, je je) surgió de la imaginación, fue descubierto y no inventado; como venido de una parte no del todo mía, casi diría, dictado por los propios personajes. Así me sentí, una escriba al servicio de otros, una especie de testigo. A partir del diálogo entre la chica y la vieja y la visión de la escena, escribí de cero otra vez -y de corrido, como una loca-, el capítulo uno de la novela. Me parece que es el que vale, el que va a quedar y no el otro. Todavía no me animé a borrar el que había escrito en julio, pero creo que es lo que debería hacer, si me animo, después de subir este post.

31.10.07

Acción de gracias

Hoy al mediodía, vagaba yo por la plaza Matriz haciendo tiempo entre dos compromisos que tenía. A las 12 en punto, sonaron las campanas de la Catedral. Algo dentro de mí debe haber sonado también porque tuve la imperiosa necesidad de entrar. Dejé la chuchería que estaba mirando en la mesa de antigüedades, crucé la calle y subí la escalinata. El altar mayor estaba a oscuras, pero a la derecha, en un altar más pequeño iluminado por falsos candelabros con lamparitas de bajo consumo, había un grupo de fieles escuchando misa. Tocaba el salmo. Me quedé acodada en una columna, de costado, casi como espiando. Una mujer leía los versos, tenía algo más de sesenta años y el pelo completamente blanco; o era una monja de civil o bien podría haber sido una laica consagrada, vestida toda de gris y celeste. Leía las estrofas del salmo y el estribillo lo cantaban todos los fieles: "Yo confío en tu misericordia". No sé que salmo era el que leía, pero decía algo así como: "te agradezco Señor por haberme salvado de las garras de la muerte/ te agradezco por rodearme de amigos que me salvan de mis enemigos". De alguna manera, al escuchar estos versos del salmo, encontré sentido a esa especie de llamado que había sentido unos minutos antes. Como si alguien me hubiera dicho: "vení un momentito nomás, que esto lo tenés que escuchar". O era lo que necesitaba escuchar en estos días, nada más, y estaba en el momento indicado y el lugar indicado. (Y ahora que escribo estas líneas y recibo a la vez un mensaje de R. contándome lo que me contó, me doy cuenta de que hay mucho más para agradecer; en principio, nada más y nada menos que vivir para contarla). Cuando se acabó el salmo, vino el aleluia y después el cura se paró y leyó la parte esa donde dice que los últimos serán los primeros en entrar al reino de los cielos. Cuando el cura empezaba a dar el sermón, yo ya estaba de nuevo bajo cielo nublado de la plaza Matriz.

8.10.07

El triángulo de Montevideo

Salí del café Brasilero pensando en tomarme el siguiente cortado en el Bacacay. Acababa de inscribirme en el taller del día de Muertos y seguía con el tubo de láminas bajo el brazo: el local de marcos de Sarandí estaba cerrado, clausurado, ni rastros del viejo y su galería. La mediatarde ventosa me empujó suavemente por la cintura hacia la Plaza Matriz. Los ojos viajaron a otros tiempos y se metieron en la piel de otras gentes sobre las mesas de los anticuarios. Espejitos, monóculos, anteojos, broches antiguos. Todo llamaba mi atención. Libros, carteritas, largavistas, viejos sacapuntas con formas industriales. Busqué sin éxito unas láminas porno de los años 20 para regalarle a R en su cumpleaños. Las había visto hace meses con L, pero fue en un día sábado, cuando toda la plaza estaba llena de mesas de antigüedades. También quería unos caireles para usar de pesitas en el ruedo de la cortina azul. Cada vez que el viento la infla, la cortina araña la mesa del escritorio y ya por segunda vez se llevó la taza de café al desinflarse, armando un relajo de borra y loza rota sobre el piso de madera. Los caireles, los encontré, pero estaban muy caros. Me habrán visto cara de gringa. Perdí del todo la esperanza de conseguir las láminas porno y entonces, un poco frustrada, pensé que sería buena idea retomar el plan y sentarme en el Bacacay para pensar en otro regalo. Antes de llegar al bar, me detuve en la Lupa a conversar con el librero. Le conté de las láminas para enmarcar y me dijo que fuera al taller de un tal Washington, frente al almacén de Bartolomé Mitre. No necesito muchas indicaciones para ir a esa zona, que viene a ser como mi ombligo montevideano. Pasé frente al ombligo mismo, el Hotel Palacio, y crucé la calle hacia el local atiborrado de cuadros. El olor a aserrín y polvo me hizo estornudar al entrar. Desde el fondo del local, escuché un "salú" de bienvenida. La voz precedió a la estampa del hombre que avanzaba hacia mí sosteniendo un marco gigantesco que lo dejaba, justamente, enmarcado; un cuadro con patas. El retrato de Washington Delgado cobró vida cuando me extendió la mano a través del marco. Le mostré las láminas que traía para enmarcar y le expliqué qué clase de marco quería, pero enseguida me convenció de comprar otros más caros y más bellos, aunque no tanto más caros como para no dejarme convencer. Una de las láminas que llevé a enmarcar es un mapa de estrellas. Cuando el tipo lo vió, sonrió de costado. Enseguida sacó una tarjeta azul oscura del bolsillo que tenía escrito lo que me dijo al entregarla: Embajador de la Luna. La tarjeta tiene además una leyenda en latín: PARVA DOMUS MAGNA QUIES. Yo también sonreí pero no me dieron ganas de explicarle que no me parecía tan raro que me siguieran pasando cosas insólitas en esa cuadra umbilical. Si hasta hace poco no sabía que Levrero vivía ahí, a pocos umbrales del Palacio como había sospechado al leer la Luminosa. (En una época, R y yo llamábamos a esa zona "el triángulo de Montevideo", el lugar donde nos perdíamos juntos o solos, formado por los vértices del Hotel Palacio, el Bacacay y el Mephisto, un bar de vinos que ya no existe). Sigo con la crónica. Entonces pasó lo realmente raro de la tarde. El Embajador de la Luna abrió el cajón de una cómoda. Del cajón sacó un fajo grueso de láminas que puso con las dos manos sobre la mesa. El polvo (de estrellas?) volvió a excitar mis narinas y volví a estornudar, salud, estornudo, salud de nuevo. Fotos de mujeres antiguas, pequeñas tetas en sepia, damas posando desnudas o semidesnudas, con risitas locas o miradas extraviadas, ojos tiznados de nostalgia, brazaletes egipcios apretados en los antebrazos, grandes culos italianos y ligas negras con moño de gasa alrededor de las piernas de musa, al límite de lo que hoy llamaríamos obesidad. Adorables. Mis láminas porno de los años 20! El tipo me había leído la mente o yo le había estado mandado señales? Cómo saberlo? Me preguntó con aparente desidia, si no me interesaba también "alguna de esas". Aunque me daba cuenta de que que cada gramo de efusividad de mi parte frente a las láminas iría sumando el precio del botín, me tomé el tiempo para elegir dos de ellas y usé el resto del rato para rogarle que me bajara el precio, cosa que logré relativamente, porque es imposible sacarle a un Embajador más ventaja de la que en el fondo, él tiene planeado entregar de antemano. Mientras me tomaba el segundo cortado del día en el Bacacay, me pregunté si los lugares mágicos nos eligen a nosotros, o somos nosotros los que, involuntariamente, hacemos la magia. Y también, una vez más, me pregunté qué significa. Quién sabe. En averiguarlo se me va la vida y no me quejo.

3.9.07

Raro

Para poder escribir lo que realmente necesito, debería usar al artilugio de la escritura automática. Así, tal vez, podría salir esto que tengo en la punta de los dedos y que no se anima o no se atreve a asomarse del todo. Debería, por ejemplo, dejar de pensar en la correcta puntuación, porque hay cosas que parece que no tienen necesariamente punto final o coma o punto y coma. Como tu vida. Lo que pasa es que los que escribimos de manera habitual o mercenaria u organizada a veces olvidamos el valor de la escritura casual, la que no tiene botón de salida en la punta de los dedos, la que sale disléxica y vigorosa, cubiertas las palabras de un barro tibio y pegajoso como el jugo amniótico de un recién nacido. Y, claro, como la tela de una araña. Pero se ve que no me sale, porque todavía no te veo en estas líneas, tal vez en las entrelíneas aparezcas de todos modos, si me animo a dejar la frase, como una puerta abierta Tu vida, la que no tiene punto final. Cuando te conocí, ya te habías ido. Y sin embargo llegamos a conocernos, de una manera extraña pero verdadera. Hace casi veinte años, yo te había estado esperando en la esquina de Riobamba y Corrientes, algunas veces; otras, en la librería de viejo de la calle Paraná, también en el bar Astral y las menos, en el Pernambuco. No te ví llegar; o sí, pero como yo misma no sabía que te estaba esperando, por ahí me distraje con el ruido y la velocidad. Yo misma no sabía que esperaba ni qué esperaba; nomás daba vueltas por los mismos lugares como un perro que ha perdido su hueso, lavadas las pistas después de la lluvia y se vuelve loco haciendo huecos aquí y allá. Y vos, seguramente, no te sentías esperado por mí, entonces pasabas de largo, lógico. (Aunque te confieso que, alguna vez, no sé si lo soñé o realmente sucedió, te recuerdo o te imagino caminando lentamente por las mismas veredas, con una bolsa blanca de plástico en la mano). En cambio, en aquel momento, llegaron otros, que me veían esperando y se hacían los esperados. Pero eran falsos esperados, eran otros. Des-esperados. Te sonará raro -aunque tal vez no- pero me alegra haberte conocido así, detrás de la frontera de lo físico, así no hay confusiones, ni dolor, ni mitos de los cuales no hubiera podido despegarme con facilidad (me conozco). Lo que todavía no logro entender es el sentido profundo de la molestia que te has tomado conmigo. Como cuando alguien a quien no conocés bien, te hace un regalo único, insólito, algo que estabas necesitando con locura y, recién ahí -por el asombro del magnífico regalo- te das cuenta de que esa persona te estima y que tenés una relación con ella. El día que decidiste partir (el otro día, por el incidente de la bolsita roja para tu gran amiga me dí cuenta que lo tenías decidido), fui convocada al lugar físico de tu partida, no por un nacimiento, sino por dos. Vaya. Luego, después de desmadejar el ovillo tibio de la maternidad, yo ya estaba lista para ver. El artilugio de la estampita en la puerta de mi casa, luego el incidente violento de la paloma y, sobre todo, el poner en mi mano la punta bruja del hilo de Ariadna fue todo muy sagaz de tu parte. Imposible perder el rumbo. La semana pasada yo cumplí un año de araña tejedora. Por eso, el viernes, aunque me sintiera un poco en el borde de las cosas, sin saber qué clase de tela estoy tejiendo (las arañas serán ciegas?) sabía que tenía que estar presente. Por eso, también, tejo estas palabras en medio de la noche; (ja, sería magnífico que con un enter pudieras recibirlas). Quién sabe. Y pido disculpas si yo no tengo aquí dentro un lugar preparado para la palabra homenaje; sí tengo otra palabra que sirve: gracias.

13.8.07

Choques

L. chocó con el auto. Tenía que suceder. El domingo volvió de un cumpleaños por otro camino; trató de evitar la rambla porque a esa hora hacen las espirometrías y ella sabía que estaba pasadísima de alcohol. Se llevó puesto un bus de Copsa en Rivera, a cinco cuadras de su casa. No se hizo nada, ni una marca. Cosa difícil de creer después de ver cómo quedó el coche, estacionado en la vereda de la seccional de la calle Velsen. “Es un aviso”, se lo íbamos diciendo todos, a medida que llegábamos a visitarla a su casa. Yo recién fui a verla a la nochecita. Estaba en la cama, con una camiseta de hombre y el pelo revuelto. Linda, irreverente, desamparada. El rimel desteñido le pintaba un antifaz de humo alrededor de los ojos. El rectángulo resplandeciente de la estufa eléctrica me encandilaba y tuve que sentarme medio de costado para no quedarme ciega. La abracé, le dije que era una forra. Sé que le gusta escucharme decir ese insulto, tan porteño. Y se puso contenta cuando olió desde la cama el guiso de lentejas recién hecho. Nos quedamos hablando un rato acerca de cómo encarar lo que se viene. Terapia y demás; suerte que nadie se lastimó; "Suerte que ya no tiene auto", dijo R. En la puerta de su casa, los amigos nos quedamos pensando en cómo ayudar. Yo no lo dije, pero pensaba que nosotros hablamos mucho pero después L. se queda sola. Nos sentimos buenos amigos y buenas personas al decirle qué hacer y cómo hacerlo. Pero después, cada uno a su casa. A repechar cada cual su propia soledad. Y L recorre a solas el sendero congelado del invierno. Tiene a sus hijos, pero hablo de otro tipo de soledad. Sola con el sobrepeso, con los años que pasan, con las cosas que se van rompiendo; sola para encarar la quematutti sin leña, sola haciendo equilibrio en la humedad que resbala por las paredes, sola con el olor a media vieja que tiene el fracaso. "Todos estamos un poco solos", "Hay que hacerse cargo de uno mismo", me dirán, y esto también es verdad. Me costó muchísimo llegar a casa de L. y más todavía, regresar. Justo antes de salir, la rambla se había cubierto de una niebla lechosa y espesa, apenas transitable. Apenas podía ver unos metros más adelante del auto. "Cuesta llegar a algunos lugares y cuesta salir también", pensé. También pensé que sería un mal chiste que yo chocara en el camino hacia la casa de mi amiga recién accidentada.

11.8.07

Locos bajitos

"I per si muove!". La frase la digo pensando en mi espalda, después de la fiesta del cumpleaños de Tino. Tampoco se puede quejar (mi espalda) porque ya estaba dolida de antes; y sobre todo cuando el resto de mi cuerpo y cada célula anímica también, está rebosante de una especie novedosa de alegría. Una felicidad encendida por la celebración de la existencia de un niño. En tantos años de reuniones de adultos, había olvidado el verdadero sentido de la fiesta: jugar, cantar, sorprenderse, vivir un rato en una dimensión mágica, paralela e independiente, mimar los sentidos. Hoy por la tarde, los chicos se apropiaron del lugar sin tapujos sabiendo que todo era para ellos. Los payasos convirtieron a L. en gato, a Tino en chancho e hicieron desaparecer a un A. feliz de regresar de una sola pieza. A. llegó tarde y se sentó en mi falda como un cachorro de león. Estaba ansioso por encontrar el momento de entregar el gran paquete al cumpleañero. En sus ojos, como en los de otros niños que vinieron hoy, me encontré con el poder de la mirada primitiva, genuina, sin doble intención, transparente, verdadera, con la fuerza intacta. En la mirada de los niños hay poder. Me pregunto qué hace que los adultos perdamos esa manera de mirar. Al final, cuando todos se habían ido, pusimos bien fuerte el cd de Los Redondos y bailamos los tres haciendo pogo y en ronda sobre los restos de la fiesta: migas, globos, papeles de regalo, guirnaldas caídas como ramas multicolores sobre el claro secreto de un bosque.

10.8.07

Recuerdos de un camaleón

Estoy esperando a que el Henna haga efecto con un plástico en la cabeza y una toalla alrededor. Después, me toca terminar de forrar el baúl de pirata y cocinar la carne para los burritos. (Aunque podría descongelar el locro. Hay suficiente para un ejército de mutantes hambrientos; lo pensaré mientras cambio de color). Al menos no me pica. Tengo aproximadamente 15 minutos más de espera. No estoy muy segura de cómo va a quedar el color; se supone que, efectivamente, me voy a deshacer de las canas por unas semanas, detrás de unos reflejos castaños parecidos a los míos. Eso dijo la empleada de la farmacia. Le creí, aunque ella misma tenía un espantoso color anaranjado. La duda sigue ahí, enroscada en mi cabeza como la toalla. Lo que pasa es que la mezcla de Henna –es la segunda vez que uso esta, la anterior usé otra marca- no se veía castaña en el pote de vidrio al mezclarla con agua hirviendo. Era de un verde musgo, casi fosforescente. Acerqué mi nariz y realmente olía a verdín o a esos líquenes de los bosques que se reproducen al pie de los pinos. Me pregunto si el pelo me va a quedar de ese color. No es que tenga temor, sonará raro, pero no me preocupa que el pelo quede, por ejemplo, fucsia. Si no me gusta, me lo corto a la nuca como en el ´91. Me acuerdo de aquella vez, fue cuando terminé mi relación con P. Necesitaba un cambio. Y creo que también, necesitaba expresar mi sufrimiento interior de manera visible, cruenta. Cortarme la melena de hada de medio metro fue un acto de violencia. Fue arrancarme la feminidad estúpida, ponerle corte al duelo, acabar con la ilusión de una vez. Me acuerdo que, entonces, cuando salí de la peluquería, caminando por Santa Fe, sentía la falta de peso, el hueco en la espalda. Recuerdo también que disfruté con cada una de las exclamaciones de espanto de los conocidos cuando me vieron casi pelada. Y, desde ya, fue glorioso ver la cara que puso P. cuando me vió. Sus ojos decían: “¿Por qué me hiciste esto? ¿Ese cabello no era tuyo, creció ante mis ojos todo este tiempo, no te pertenece, como todo el resto, es mío”. Mejor me voy a sacar el Henna. Ya voy con cinco minutos de retraso y no tengo planeado cortarme el pelo esta vez. P.S.: Uno, no es mi color, pero tampoco quedó verde. Es de un castaño más claro en las puntas que en la raíz; me hacer acordar a un pastor irlandés que tenía mi tía Olga, al que llamaban Fleco. Al acercarme al sol de la ventana, ví mi imagen reflejada en el dibujo de Luisa Lane. Juraría que mi nuevo color vira un poco al rojo. Pero el efecto sólo se ve en el reflejo del vidrio de ese cuadrito, no en el espejo. Veremos. Dos, me quedo con la opción de los burritos que se comen con las manos más fácilmente y no hay que lavar cazuelas.

7.8.07

Hoy, hace tres años

Hoy me desperté a la madrugada. No pude volver a dormirme por un par de horas. Estaba inquieta, daba vueltas en la cama en un duermevela insólito. Sentía una especie de terror sin nombre, pero no podía asociarlo con la imagen de ninguna pesadilla. Justo antes de volver a dormirme, Tino se despertó sobresaltado; fui hasta su cama. Me preguntó si estábamos en casa. Le contesté que sí, y me pidió que lo llevara a la cama grande. (No es muy común en él, en realidad, duerme toda la noche en su cama). Hoy, cuando abrí los ojos a la mañana y saludé a mi hijo en su tercer cumpleaños, me di cuenta de que me había despertado exactamente en el momento en el cual, tres años antes, comenzaba con el trabajo de parto. En ese momento, mi compañero y yo no vivíamos en nuestra casa de Montevideo, sino en un departamento prestado en Buenos Aires unos días antes de nacer el crío. Raro? No creo. A veces me parece que el cuerpo tiene una memoria paralela, más aguda que la memoria de la mente. Como si la piel, los huesos, los músculos recordaran las sensaciones en las que estuvieron muy comprometidos. A propósito, recuerdo ahora un relato sobre esta experiencia. Un texto que quiero mucho, no tanto por su calidad como por el proceso importante que significó trabajar en él. Es un trabajo surgido del maravilloso taller de Mitología y Escritura de G. Onetto. Voy a ver si logro pegarlo acá para compartirlo. Se llama Mae.