1.2.08

2008 RELOADED

Durante los infinitos brindis de despedida del año viejo y bienvenida del nuevo se repitió la típica advertencia de “A los ojos, a los ojos!”. Pero esta vez, en vez de la explicación de “Brindemos mirándonos a los ojos o vendrán 7 años de mal sexo” (“Oh, no! Otros siete años!”, vociferan algunos) aggiornamos el dicho a la medida de una amenaza más temida (ya que en la otra o no creemos o nos hemos resignamos): “A los ojos, a los ojos o… 7 años sin conexión a Internet!”. El nuevo brindis, más contemporáneo, surtió su efecto sin excepción y las copas chocaron prestas, sostenidas por miradas de ojos de huevo ante la temible, impronunciable, apocalíptica amenaza. Se ve que yo debo haber mirado para abajo, sin querer, durante algún brindis porque es el primer post que logro colgar en mes y medio. Al contrario, y para no perder el pulso, tuve el aliento necesario para anotar cada día algunas frases sueltas, pensamientos a medio camino y, sobre todo, docenas de sueños que, durante el mes de enero brotaron cada madrugada como hongos después de la lluvia. Sueños floridos, surgidos sin duda de la mente descansada, el cerebro relajado y el buen vivir. Vamos a dejar que los sueños escampen en su cuaderno de tapas verdes y, en cambio, voy a transcribir para Crónicas de la Cebolla algunas anotaciones sueltas de enero. Todo muy estival, silvestre, suelto de ropas, como para empezar bien el año de la Rata que carga, por lo demás, con la bendición o la condena de no ser más un año sabático. I – Algunos sms navideños -¿Qué tal si además de proteger a tanta cosa importante también protegemos la alegría?A y C -Soy V. quería preguntarte cuál es la receta de esa ensalada de papa y cebolla que tú haces.Feliz navidad. V. -Hola, feliz Navidad! ¿Me das la receta de la ensalada de papa de tu abuela? P. -¿Qué más llevaba la ensalada de papa tuya además de cebolla? I. -Socorro! ¿Qué clase de cosa se supone que es el espíritu navideño? Mamá Noel. -El Espíritu Navideño duerme la siesta y pronto querrá su mema… (Respuesta) -Abrí un paquete del árbol y había un peludo de regalo. ¿Es esto normal? G. II – Anotaciones silvestres Una de la madrugada. Estoy en la cama con mi libro. Un sapito mínimo corre por mi cuarto. Verde oscuro, asustado. Lo veo pasar, sin ganas de levantarme para sacarlo. Aparece debajo de la cama y da la vuelta. Desaparece. A la segunda vuelta ya tiene la pelusa del cuarto pegada a las patas. A la tercera vuelta, parece un ser mitológico en miniatura, un batracio-yeti. Voy a levantarme a sacarlo. Le tiro un trapo por las dudas que me eche una meada. Meadita mínima. Abro la ventana y sacudo el trapo. Me acuesto. Parece que el sapito se quedó pegado al trapo porque pasa de nuevo, apenas logra saltar de tanta pelusa que arrastra. …. En la casa de Solís hay tres lagartos que nos visitan a la una del mediodía (les pusimos Otelo, Kaos y Negriti). Vienen a pedir comida, restos del asado, frutas (el melón no les gusta, pero la sandía los saca de quicio). Dicen que no muerden. Hay además un búho de plumones blancos que se para en la antena a medianoche. Hay ratones de campo que aparecen y desaparecen en el borde del pasto cortado del terreno, dos gallinetas que parecen Thelma y Patti, las tías de los Simpson, varios mirlos, picaflores y algunos benteveos. Una noche R.vió algo que parecía un zorro o una comadreja. Y está la gata Menta, con su collar verde inglés y su medallita de plata con el teléfono, mirando a toda la fauna slvestre desde su altura de niña rica. La gata Menta ha descubierto su lado salvaje. Nos trajo un ratón igualito a Ratatouille, varios cascarudos y una oruga fosforescente que le daba asco masticar. La gata Menta atrapó a un colibrí que vino a libar distraído las Santa Ritas. Es intolerable verla atrapar a un bicho tan hermoso. Lo tuvo un tiempo atontado. Se sentó delante del moribundo como una efigie. Lo miraba aletear sin piedad y lo cacheteaba cada tanto. O lo hacía saltar medio muerto. Yo me fui para adentro para no sufrir ni coartar su naturaleza felina. Al rato, me había olvidado. Más tarde, debajo del quinotero, encontré abandonada una pelotita verde con un piquito. De madrugada. Me levanto para ir al baño pero me distraigo con algo que se mueve en medio del terreno. Salgo sin hacer ruido. Un ser blanco. No es un perro. Hunde la cabeza en la hierba, husmea el pasto largo y se deja deglutir por el follaje. Se detiene. Me ha visto. Yo ya no lo veo. Diez metros entre el ser blanco y yo. Detrás de la oscuridad, intuyo sus ojos de infierno, de hielo. Ojos inocentes, sin domesticar. Peligrosos. Cierro la puerta y voy a hacer pis al baño. Ya no dormiré. III- Decires de Tino (3 años y medio) -Mamá, si estás de mal humor mandame a Malvín. -Ma, ¿los Reyes viven con Papá Noel en una juguetería? -Mamá, yo no quiero crecer. -Y por qué no querés? -…Porque voy a ser grande como vos y no voy a tener más ganas de jugar. -Ma, ¿tú sos vieja o sos una niña que creció? -Mamá, quiero un hermano… O puede ser un perro chico. -¿Qué hacés, Tino? -Estoy haciendo un cuento… -¿Y qué dice ese cuento? -“Había una vez un niño que estaba dibujando y vinieron a molestarlo…” -Mamá, estoy cansado de descansar.

13.12.07

Baba Lucija

Nació un día trece del año trece. No tuvo madre, apenas padre.  Huyó de su casa a los nueve años. Tenía en la mano izquierda, truncada, la línea de la vida; pero saltó sobre ella y decidió sobrevivir.

Fue sirvienta y cocinera, y la primer mujer tornero en su época. Se aplastaba los senos con una faja  para no lastimarse en la tornería y para que los hombres no la miraran. Tenía una belleza maciza, de potranca. El cabello casi blanco de tan rubio y, los ojos, aguijones de un celeste translúcido.

Atravesó la guerra y el océano con tres hijas colgadas. Iba detrás de una carta que no había sido enviada para ella.
Un día descubrí que Alan Lee había copiado su sonrisa en la ilustración de un libro de seres mitológicos. Le gustaba la música, el helado de durazno y una grapita a las once del día.

Entre otros tesoros me legó sus cuchillos centenarios. Uno es largo y de un acero delgado, como un cimitarra, útil para cortar carne. El otro, muy viejo, es un estilete con mango de guampa y una punta peligrosa. El tercero sirve para separar el hueso de la pulpa; la hoja , casi triangular,  tiene apenas unos centímetros de tanto haber pasado por la piedra de afilar.

De la Baba tengo, además, la receta de la sopa de pobre hecha con agua, harina y ajo; el chucrut con sarma y el misterio del café clarividente. Manuscrita en el alma, me dejó la novela de su vida y me regaló a esta madre que me parió que cada vez más, se parece a ella.


Se fue una mañana de Día de Muertos. Dicen que ese día el sol caía a rajatabla sobre el barrio de Agronomía.  Que levantó la vista y lo miró de frente, como tantas otras veces cuando se detenía a descansar sobre la azada en el surco. Pero ese día estaba sentada en un sillón de mimbre en un patio del barrio Agronomía, lejos de Zagreb y de la tierra sembrada. No era una mujer para estar sentada.
Dijo que ese era un buen día para morir. Por el sol y porque sumaba trece.

Mentira la muerte. Hay quienes no se van. Acá está conmigo hoy, tomándose una rakija en el día de su cumpleaños. Zivili Baba Lucija!

11.12.07

Bitácora y fiesta

El pasado 8 de diciembre, día de la Diosa, los talleristas nos encontramos en casa de Gabriela. Hubo buen vino tinto, cosas ricas para comer y charla en abundancia hasta tarde. Yo demoré en llegar porque mi torpeza de automovilista novata se encontró con la ciudad vallada por la Fiesta de las Luces. Nos fuimos presentando, tanteándonos con curiosidad entre nombres y seudónimos; algunos nos veíamos por primera vez. "Vos sos de los miércoles?" "Yo soy virtual" "Yo soy presencial del jueves". Un poco parecíamos los brazos de un pulpo que se dan cuenta, entusiasmados, que forman parte de un mismo organismo vivo. Cuando empezaron los estallidos sordos de los fuegos artificiales, a todos nos dió pereza subir a la terraza. Para qué. Si las luces, la magia y la música estaban allí entre nosotros. Gracias Onetto por la idea y a todos nosotros, por las ganas de festejar un año de trabajo y amistad. Para vichar los artificios de la última Bitácora de los talleres de escritura (al menos, los presenciales) clic aquí.

historia doméstica

Cuando I. se despertó esa mañana, después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertida en un moderno electrodoméstico hogareño. Al principio creyó que se trataba de un sueño y que el pinchazo en la cadera era nada más que el nervio ciático que molestaba de vuelta. Pero cuando estiró el brazo - lo que ella todavía creía que era brazo- vio un aparato de cocina de esos que sirven para picar, licuar y batir. En el lugar del hombro tenía una articulación plástica muy estilizada que continuaba en un apéndice metálico rematado por una bocha semicircular con dos cuchillas. I. estaba aturdida; no pensó que fuera imposible que una mujer se convirtiese en robot de cocina así nomás, lo descabellado era que le estuviera sucediendo a ella. Hizo el gesto de tocar a su marido para despertarlo pero temió lastimarlo con las cuchillas afiladas. Entonces quiso levantarse para lavarse la cara. Cuando apoyó los pies descubrió que en lugar de ellos debía incorporarse -no sin cierta dificultad inicial- sobre un tubo de metal encastrado a otro tubo que terminaba en el pico de una aspiradora. La cabeza le resultaba liviana en posición vertical, aunque se bamboleaba un poco y le hacía perder su ya precaria estabilidad. Corrió hasta el baño –más bien, rodó- sobre las ruedas de su pie izquierdo curiosamente transformado en una lustradora de piso, y se miró en el espejo. En vez del rostro y la melena castaña sobre los hombros tenía un balde color celeste, sin mango, claro, para qué, si lo llevaba puesto. En el sitio del vientre había una puerta de vidrio circular en la cual podía colocarse ropa para lavar. Del lado donde debería estar el seno derecho, tenía una libreta con una birome colgada y, del otro, un almanaque con las fechas de cumpleaños, aniversarios y vencimiento de los servicios de agua, luz y teléfono. Nuevamente, intentó llamar a su esposo que aún dormía en la cama matrimonial; pero en vez de su voz, salió el pitido monótono y agudo de una lustradora. De la nuca le habían nacido una serie de cables extensibles multicolores con sus tomas eléctricas –desenchufadas- como un manojo de trenzas rastafaris. Giró un poco por encima del hombro (la bola plástica de la multiprocesadora) para mirarse en el espejo del baño. En la espalda, de un metal opaco muy moderno, colgaban simpáticos percheros. Imaginó que serían útiles para hacer las compras en la feria o cargar la mochila de la escuela de su hijo (la verde con vivos rojos, la de la piscina y la valijita de la merienda). El cambio en su fisonomía era tan abrupto que, en vez de desesperarse, se sentó en el sanitario a pensar –porque el balde le permitía eso, al parecer- qué hacer de ahora en más. Es cierto que en esos días ella se había estado preguntando casi obsesivamente cuál era su verdadera misión en la vida. ¿Ser un ama de casa vocacional a tiempo completo o perseguir la loca pasión que sentía por la escritura? ¿Quedarse encerrada en una vida hecha de pequeños detalles higiénicos o extender las alas de su talento hacia los cielos negros de la creación literaria? Jamás pensó que la respuesta le llegaría de un modo tan brutal. Algún extraño designio se había pronunciado esa noche, uno que le hacía saber de un modo categórico, que su destino era ser madre y esposa devota, preparar almuerzos celestiales y cenas lujuriosas, limpiar la casa hasta dejarla brillante y aireada como la de un sultán. En un gesto típico de ella quiso rascarse la palma derecha con la mano izquierda y casi gritó de alegría cuando vio que allí seguían, en perfecto estado de humanidad, sus cinco dedos de piel blanca y uñas cortas, con el índice mocho de la cicatriz y la alianza de plata en el anular. De lo que ella había sido alguna vez, sólo quedaba esa mano boba, la torpe, la del corazón. Pensó que, en cierta forma, la utilidad de ese miembro era vital para enchufar y poner en marcha sin ayuda externa todos los aparatos que tenía integrados en su nuevo organismo. También -se consoló- podría volver a acariciar a su hijo, saludar de lejos al bus escolar, quitar las malezas del jardín y todo lo que, en fin, puede hacerse con una mano. En eso, su esposo se despertó; pasó de largo junto a ella y siguió hasta la ducha farfullando un buendía enroscado en la lengua. No se había dado cuenta del cambio. A I. no le llamó la atención ni le molestó porque no era la primera vez y porque sabía que los hombres suelen ver solo lo que quieren ver y, el trabajo doméstico, en general, les resulta invisible. Por el solo hecho de que estuviese todo tan claro, I. casi empezó a sentirse a gusto con su destino. Estaba a punto de empezar con las tareas de aquella casa enorme cuando, de pronto, por detrás de la lluvia de la ducha, escuchó el canto de un pájaro en la terraza de su casa. Le pareció un trino diferente, afinado. Rodó sobre el piso de parquet hasta la ventana y allí lo vio, picoteando con fruición los pastitos tiernos de la maceta de los geranios. No era un gorrión ni una gaviota, muy comunes en ese vecindario. Era un canario, un manojito emplumado y nervioso de color amarillo. Por el modo entusiasta y algo tímido de moverse se notaba que el ave gozaba de una libertad repentina, fruto, tal vez, de la puerta mal cerrada de una jaula. Cada tanto, levantaba la cabeza por el borde de la maceta y miraba a los costados como diciendo “aquí estoy, finalmente, quién lo hubiera dicho”. I. se quedó inmóvil en el umbral pensando que al pajarito le asustaría ver a esa especie de armadura viviente con accesorios en la que se había convertido. Pero el ave no se alarmó, al contrario, le dedicó una mirada chiquita y piadosa, y siguió con lo suyo. Entonces algo en ella se desconectó. Inexplicablemente, en vez de seguir el mandato del balde que tenía sobre los hombros, rodó derecho a su escritorio. Cerró la puerta, encendió la computadora y, siempre con la mano izquierda pero con una destreza aumentada por la discapacidad, olvidó toda la mugre y el desorden del mundo y empezó a escribir una historia cualquiera, una que empezaba con un canario amarillo fugado de una jaula.

4.12.07

Homero en la bolsa

Yo tenía doce, mi hermana casi seis. Mis viejos se habían ido de viaje a Europa en barco. De repente, de un día para el otro, nos encontramos viviendo con la nona y el nono. A veces también venía a cuidarnos la hermana de mi abuela, la tía J., enfermera, solterona, de risa fácil y bolsillo generoso con mis caprichos. Vivimos con ellos un par de meses; el viaje no había sido planeado así, pero el barco de mis padres quedó fondeado en el puerto varios días y no llegaron a casa hasta después de Navidad. Aquel no fue un tiempo de libertad, era puro libertinaje. No recuerdo haber extrañado a mis padres pero no sé si es así o es que la memoria, para preservar la autoestima, suprime cierta clase de episodios dolorosos. Sí recuerdo, en cambio, dormirme en la cama grande, con la flaca de la mano, chiquita ella, andaba siempre despeinada y con la cara sucia porque mamá no estaba para hacer la colita. Todo era un relajo. Si no quería ir a la escuela, no iba. Me dormía cada noche con el televisor encendido hasta que hablaba el cura y pitaba la señal de ajuste. Mis padres jamás me hubiesen dejado. Comíamos lo que queríamos, si no teníamos ganas, no nos bañábamos; pero no había estado de infracción ni reprimenda; yo era una especie de dictador omnipotente, una escolar maquiavélica y arbitraria contra la cual mis abuelos no podían hacer nada. Teníamos dos gatos. Una gata blanca, llamada La Gata, que tenía un ojo celeste y el otro verde, y Homero, un enorme gato, albino también, huesudo y cabezón, de pelo tan corto que se le veía la piel transparente. Homero era viejo y manso, maullaba ronco como un gangster reblandecido, casi no se le oía; un gato muy educado, excepto porque adoraba mear donde no debía. Un día, la tía J. vino de visita con mi madrina Coca. Me dijeron que buscara la bolsa de las compras, que íbamos de paseo con Homero. A mi debe haberme resultado divertido llevar al gato en la bolsa. Fuimos para el lado de la facultad de Agronomía, era de tarde, nochecita más bien, verano. Ellas conversaban y yo lo llevaba con la manija al hombro. Homero se había acomodado muy orondo en el pliegue inferior de la bolsa de plástico a rayas, tan dócil era, tanta confianza me tenía. No sé cuántas cuadras caminamos, pero me dolían los pies y pedía por volver. De pronto la tía J. me dijo, "juguemos, dale vueltas". "Calesita!", dijo con su voz chillona. Yo lo hamaqué un poco, todavía me parecía cómico verlo perder estabilidad o, al menos, eso creo; pero entonces ella me dijo "dejá, yo lo hago". La estoy viendo. La tía J. giraba como loca con la bolsa agarrada con las dos manos, se curvaba en un ángulo agudo y la hacía volar casi horizontal de tan rápido que iba. La Coca se reía, "dale más, dale más!", decía. A través del tejido de la bolsa ví los ojos aterrados de Homero. Creo que recién entonces entendí. Grité para que parara, pero ya era tarde. Cuando la tía J. paró en seco y dejó la bolsa en la vereda, Homero salió disparado a toda velocidad, cruzó la avenida en zig zag, mareado, borracho, en pánico. Me habían llevado para perder a mi gato meón, al bueno de Homero, y yo no me avivé hasta el final. Me lancé detrás de él pero no lo pude detener. Corrí de vuelta a casa, lloraba, las viejas quedaron atrás, "ya se te va a pasar", me dijo la tía J, "este gato no jode más". Ahora que lo pienso, no sé si mi veta de tirana resentida con la tercera edad durante ese tiempo de orfandad, no fue más que una respuesta impotente a la tortura moral que me aplicaron obligándome a abandonar a mi gato. No sé tampoco dónde habrá ido a parar la culpa que habré sentido en ese momento. Ni recuerdo tampoco haber acusado a la tía J. cuando llegaron mis padres. O tal vez lo hice, pero no tengo registro de que haya habido castigo para la torturadora. Aquello fue en diciembre. Nunca más lo volví a ver. Ni siquiera volví a ver a un gato parecido. Ayer lo soñé, me miraba sin rencor desde una medianera. Movía la cola finita. Perdón, Homero. A veces no nos damos cuenta cuando dejamos que otros nos hagan perder lo importante, hasta que es demasiado tarde.

28.11.07

Onetto-Levrero: 1, Palas Atenea: 0

Ayer me dispuse a hacer el singular ejercicio del taller de escritura y me pasó algo curioso. La consigna -entiendo que es de las de M.Levrero- dice que hay que sentarse en un sillón y relajarse, e imaginar que uno va paseando por un parque y vislumbra una conversación a través de los árboles. Entonces, uno imagina que se acerca y “descubre”, desde un punto de vista privilegiado, lo que allí ocurre. Ese es el disparador sobre el que hay que escribir. Como buena alumna, yo me senté en mi futón verde, me relajé tanto como me lo permitió la cortadora de pasto del vecino, recorrí el lado este del parque Rodó (con la imaginación) y visualicé enseguida a un par de mujeres hablando detrás de unos árboles, poco antes del lago. Me acerqué y quise curiosear sin ser vista. Se trataba de una niña muy flaca y una anciana vestida de negro sentada en un banco bajito de madera frente a una mesa. Efectivamente, las ví muy bien y empecé a escuchar perfectamente la conversación, de hecho... las reconocí. Se trataba de mi abuela a los nueve años y una gitana, una vidente. Lo que pasa, es que esa escena entre las dos, es un reflejo corregido –no sé cómo llamarlo- de una escena del primer capítulo de la novela en la que trabajo (casi nada estos últimos dos meses, hasta ayer, se verá por qué) escrito en julio de este año. Me dije que no, “no quiero ver esto”, esto “ya lo ví y ya lo escribí” y quiero otra imagen para el taller. Lo que hice, entonces, fue desechar mentalmente la escena, retroceder con la imaginación sobre mis pasos y volver a intentarlo en otro sector del parque. Volví a acercarme a unos árboles y, ¿quiénes estaban?: sí, de nuevo la chica y la vieja. Bajé un telón imaginario, ya casi ofuscada, y volví a intentarlo blandiendo la infructuosa espada de Palas Atenea: ni modo. Aunque quería imaginarme otros personajes detrás del árbol (porque me había propuesto escribir otra cosa y no eso) no pude. (Si alguien ha llegado a esta parte del relato y está aburrido o le parece estúpido –cosa que entiendo perfectamente porque lo es para cualquiera menos para mí-, puede cerrar la página porque ahora viene la parte más ridícula y la más difícil de explicar). Digo que la escena era un reflejo y no un recuerdo (un recuerdo de algo que yo misma escribí), porque, aunque, efectivamente, la niña y la anciana eran las mismas de mi novela y la escena era la correcta –por decirlo de algún modo porque ya la conocía-, el diálogo y el contexto y lo que sucedió después entre las dos mujeres, no era el que yo había escrito más o menos en julio de este año, SINO QUE ERA OTRO. Entonces, se me cruzó la loca idea de que lo que yo estaba experimentando no era otra cosa que la visión de la escena que realmente la niña -no mi abuela sino el personaje de mi abuela de nueve años- y la vieja querían que yo escribiera. Será eso posible? Probablemente no en estos términos, pero, quién sabe. Por las dudas, volví a mi puesto de observación, me concentré en esas dos, paré bien las orejas y la escena pasó ante mis ojos muy naturalmente. Sin mi intervención, sin manipulación creativa de ningún tipo (excepto, claro, el estar relajada en el futón). De pronto, desapareció el parque, estábamos en una carpa gitana al borde de un trigal y era de noche. Cuando abrí los ojos, fui a mi mesa de trabajo, tomé mi cuaderno azul y tuve la apremiente sensación de estar anotando algo que no debía olvidar, como un sueño o algo que viví y no la experiencia de estar creando algo, escribiendo una cosa surgida de mi invención. No es que crea que haya ocurrido algo extraordinario o paranormal, nada de eso. Me acordé -después de escribir- lo que nos dijo una vez la maestra Onetto acerca de la invención y la imaginación. Es la primera vez que de verdad lo comprendo. En ese sentido, tengo la certeza de que la primera versión del capítulo, la de julio, está escrita en base a la invención y este otro texto del taller (usufructuado convenientemente para la novela, je je) surgió de la imaginación, fue descubierto y no inventado; como venido de una parte no del todo mía, casi diría, dictado por los propios personajes. Así me sentí, una escriba al servicio de otros, una especie de testigo. A partir del diálogo entre la chica y la vieja y la visión de la escena, escribí de cero otra vez -y de corrido, como una loca-, el capítulo uno de la novela. Me parece que es el que vale, el que va a quedar y no el otro. Todavía no me animé a borrar el que había escrito en julio, pero creo que es lo que debería hacer, si me animo, después de subir este post.

19.11.07

Viaje al mundo de Ana

A contrapelo del pronóstico, el sol estuvo de acuerdo con la idea. Tal vez por el sólo acto de nuestra fe en él, porque Ana tiene arreglos especiales con El de Arriba o por ambas cosas a la vez. La charla se escurrió ociosa entre las (finalmente las conozco!) anacauitas y los agapantos, el roble europeo y el americano, las salvias variopintas y las flores de las cuales (ay!) ya olvidé los nombres pero no el perfume y la gracia. "Podría contar la historia de cada una de ellas desde que eran un gajo", me dijo Ana mirando un árbol gigantesco y yo pensaba que si las plantas hablaran tendrían novelas completas para contar de esa familia que al lado de cada semilla plantó un poco de su historia. Estábamos las brujas de los jueves, pero también una corte de caballeros de lujo: el de la voz de gruta, el gigante de ojos azules, el que vino de lejos y el dueño de la comarca que bien podría andar por el mundo con una espada en una mano y una azada en la otra. Y los dos duendes, claro, que correteaban entre los canteros y se iban transformando a gusto, a veces en ballena o en tigre, otras en mono, en gato o inosaurio. La tarde corrió lenta al ritmo del buen vino de las dos orillas, la carne asada y los panqueques celestiales, el mate y el licor fabricado por (y con) Malicia. La literatura de Ana estaba ahí todo el tiempo. Pude comprobar con mis propios ojos que las palomas salen de verdad de las ventanas de la casa anaranjada, que las magnolias de verdad, parecen veleros y que cosechar morrones, visto el tamaño del campo, ciertamente es una tarea capaz de curar el mal de la tristeza. Con los otros ojos, los de adentro, comprobé también que la literatura puede ser una pócima poderosa que a veces se anima a escaparse de los bordes del papel y nos transforma en personajes -casi- tan reales como los que nos visitaron los jueves lluviosos de este año. Ah, sí. En el mundo de Ana eso también es posible.

15.11.07

Ciudad Dalila

Me es muy difícil escribir en Buenos Aires. Me dí cuenta hace un tiempo. No me pasa en otra parte. No sé por qué. Intuyo el motivo pero no lo puedo poner en palabras todavía. Cuando me siento frente al teclado en mi casa de Buenos Aires o en un bar, me quedo paralizada. Siempre me parece que hay algo que no hice, alguien que todavía no ví, algo pendiente. Eso, y la cualidad misma de la ciudad, no me permiten reunir mis sentidos en un mismo lugar. Acá mi vida es poco menos que monocorde con chispazos de aventura muy poco frecuentes y, por eso, tan valiosos. En Buenos Aires me transformo en un apuro de caballos desatados, un manojo de ansiedad efervescente, de ganas postergadas, de placer compulsivo y de excesos. Por eso, cuando voy -que es bastante seguido- la paso grandioso pero, un poco, soy otra. No me siento ajena, ni extraña, ni incómoda, al contrario; una parte mía está más a gusto que en cualquier otro lado. Pero siento que sentarme a escribir en Buenos Aires es, al menos, ridículo, inadecuado. Como un tipo que prende el televisor para ver un documental sobre botánica, una mañana de primavera y en medio de un jardín florido. En cambio, me la paso caminando, vagando, discutiendo de política con amigos, arreglando el mundo en las sobremesas de familia, puteando por lo malo aunque no lo sufro, alabando lo bueno aunque lo disfruto de lejos. Un poco de cine con madre o tía niñeras y las librerías de viejo hacen el resto. En primavera, Buenos Aires parece de estreno, reluce, saca chispas, provoca. Tiene tantas historias y personajes para conocer en la calle que es allí donde tengo la necesidad de estar. Descontando a los taxistas -que son toda una raza parlante aparte- sólo en mi barrio, me faltan los dedos de las manos para enumerar anécdotas: la almacenera gallega, el correntino del segundo, la china del super, el ponja de la tintorería, la boliviana de las verduras, el tano de la heladería Venezia, Yina la peruana de los cosméticos, el judío de la lencería, el ruso del cyber. Todos porteños de manual, todos viviendo una vida de guión de cine. Buenos Aires me quita la fuerza, pierdo la tonicidad creativa cuando estoy allí. No se trata de falta de tiempo ni de haraganería. Es ella, la ciudad. Posesiva. Rabiosa. Sabelotodo. Vivelotodo. Ciudad sin tregua, insomne, potente, drogada. No para, no para, no para. Y cuando lo hace, es para verte dar vueltas por el mareo que te provoca su influjo. Buenos Aires es como esos amores fatales que si están demasiado cerca te emboban los sentidos y de los cuales hay que tomar algo de distancia para sobrevivir. Cuando me alejo, la extraño horrores y hasta sufro; pero cuando estoy allí, no soy del todo conciente de mi presencia. Vivo enajeanda. En Buenos Aires soy como Sansón después de la peluquería. Y, claro, la historia no le hace justicia a la chica, pero hay que decir que, sea como sea, el tipo la pasó bomba con Dalila y que, ella y sólo ella, fue el gran amor de su vida.

6.11.07

J, el poeta

J. tiene once. Desde que era bebé, tenía la sonrisa límpida que seguirá teniendo cuando cumpla ochenta. Es un tipo fenomenal. Es el que me enseñó a ser mamá siendo tía, el que me devolvió el misterio del juego infinito y el sentido de la palabra incondicional. Cuando cumpla doce, va a recibir un colgante muy especial, uno que fue forjado cuando él estaba en la panza y no conocíamos su carita. El colgante es un duende de plata o de oro, ha sido Puck, el de Sueño de una Noche de Verano y ha sido Frodo, el de los Anillos. Es el mismo colgante que llevamos I y yo, y que llevarán todos nuestros hijos cuando cumplan doce años. J. cree que I. y yo sabemos a ciencia cierta el significado que tiene recibir ese colgante. Pero no es así. El significado del colgante, como el de las cosas más importantes de la vida, se va formando mientras la vida se vive. Porque lo quiero a rabiar, me doy el permiso de transcribir el poema que J. me mandó ayer, creo que el primero de su cosecha (aunque en narrativa, ya tiene muy aplaudidos antecedentes). amor silencioso daria almas, vidas x vos si solo te dieras cuenta que me enkanta tu voz daria almas, vidas x vos si me dieras una mirada cuando astamos en la parada daria almas vidas x vos si solo t dieras cuenta que yo gusto de vos.

Los zapatos

El ha dejado sus zapatos en la sala, junto a la puerta de entrada. Han quedado así nomás, un poco ladeados, bizcos, con las puntas apoyadas en el vidrio del ventanuco.
Todavía conservan la humedad caliente de sus pies. Son buenos zapatos de hombre, hechos de cuero color café. Naves robustas atracadas a una orilla; algo deslucidas, exhaustas, vencidas por el tiempo y el camino. Pero son buenos zapatos y todavía no se rinden.
El los ha dejado en la sala al entrar, a la usanza de los extranjeros. Tienen la panza muy abierta, ensanchada por sus pies de fauno, rasgadas las punteras por sus pezuñas.
Ahora sus zapatos miran hacia afuera, aburridos, hacen tiempo. Ven pasar la gente, los coches, los gatos, las doñas que vuelven de la feria, los niños que salen de la escuela.
Es verdad, normalmente son solo zapatos. Pero así como están, en la sala, con las narices pegadas al vidrio, me parecen las dos cabezas de una fiera. Una que espera, paciente y feroz, para llevárselo lejos de aquí.