Este pequeño ensayo fue originalmente publicado
en la Revista Replicante. Leerlo de su fuente original tiene la gran ventaja de acceder a los muy interesantes comentarios
de algunos lectores sobre el mismo.
en la Revista Replicante. Leerlo de su fuente original tiene la gran ventaja de acceder a los muy interesantes comentarios
de algunos lectores sobre el mismo.
Este artículo comenzó siendo una caminata de primavera con un viejo amigo por la rambla de Montevideo. Me propuso escribir el guión cinematográfico sobre la historia que relato a continuación para presentar a los fondos concursables del Instituto Nacional de Cine Argentino. El cuento, de parte de mi amigo, venía con el sabor de la primera mano porque hace casi dos décadas conoció al protagonista. El tema siguió con días febriles de escritura del susodicho guión y la respectiva auto censura antes de ser presentado, entre otras razones, porque parte del suceso ya había salido a la luz en una especie de ensayo documental.
La historia es real. Si no me creen, basta buscar en Internet, si es que
confían en todo lo que allí se publica.
I. Entrevista por
fax
Buenos Aires. Verano del 91. Arde el asfalto y el humor de los porteños.
Un joven entra a la redacción de El Cronista Comercial, periódico
de orientación liberal y circulación nacional. El muchacho no es alto, tiene el
rostro manso y una mirada oscura de fiereza mal domesticada. Lleva la tierra en
la piel y calza sandalias. Parece no ser consciente de que es portador de una
estampa mezcla —valga el pleonasmo— de Che Guevara y ángel caído. Camina lento
pero sin timidez.
Golpea la puerta y entra al escritorio del director justo en el momento
en que éste mantiene una conversación alterada con la jefa de redacción.
Es una mañana miserable en el periódico. La nota principal del
suplemento cultural acaba de hacerse añicos y no hay con qué reemplazarla. Una
tapa y una doble es mucho espacio para llenar. Hacen llamadas, barajan
soluciones, todas opacas.
Se presenta con la digna humildad de un cacique desterrado. El nombre
ayuda al hombre: Nahuel Maciel. Llegado desde el hondo desierto patagónico a
las fauces de la gran ciudad. El director puede verificar los datos que
acreditan su trayectoria en ascenso a través de las fotocopias de algunas
colaboraciones suyas en Le Monde Diplomatique y National
Geographic, entre otros medios. Es activista en el campo de los
derechos humanos e indígenas. Ha participado en campañas y ha sido vocero y
orador en actos multitudinarios.
Viene a ofrecer la entrevista que le hizo, por fax, a Mario Vargas Llosa
y trae, además, una carta de recomendación de su amigo y mentor Eduardo Galeano.
Conoce bien al uruguayo porque tradujo al mapuche una parte de Las
venas abiertas de América Latina.
Por lo demás, en la situación en la que están, la llegada de un indio
mapuche que trae una larga entrevista al autor de La ciudad y los
perros es un regalo de Dios —el cual, como dice el manual, es
argentino.
La dirección lo acepta sin muchas más pruebas de vida. Aún no lo saben,
pero se convertirá en el nuevo periodista estrella. Como aquellos indígenas
guaraníes que tocaban el violín para los jesuitas en Europa, Nahuel Maciel
será, por un breve lapso, la curiosidad, el número vivo del ambiente. El aura
primitivista que lo rodea sirve para contrastar todavía más el permiso que este
niño tiene de meter el dedo en la crema y nata progresista de la cultura
latinoamericana.
Las mujeres, muchas de ellas colegas de la redacción, sudan por ganarse
su mirada negra y, si es posible, un lugar en su lecho.
Y si el apuro y la oportunidad fueron los motivos de haber obviado el
rigor periodístico que obligaba a la redacción a cerciorarse de los datos de
aquella primera colaboración, no hay explicaciones contundentes respecto del
haber pasado por alto la veracidad de las notas que siguieron. Muchas.
A la entrevista inicial, Nahuel añade reportajes a Carl Sagan,
Rigoberta Menchú, Ray Bradbury, Umberto Eco y Gabriel García Márquez, entre
otros.
Hay quienes dudan, sobre todo algunos colegas de la redacción. El blanco
manto de sospecha estará manchado, sin duda, por una gota de racismo y otra de
envidia.
Pero la dirección de El Cronista no se va en
pequeñeces. Disfruta sus quince minutos de gloria mirando por encima del hombro
a la competencia gráfica local que supura una envidia amarilla y desconfiada.
Nahuel Maciel se vuelve una pequeña celebridad del estrecho pero ruidoso
planeta del periodismo porteño. Abandona en parte su talante de nativo con
quinientos años de resistencia en la espalda y se deja llevar por los vientos
del abanico de los conquistadores.
Por ese entonces también es enviado por El Cronista a
seguir el rumor de la existencia del Museo de la Subversión en la provincia de
Tucumán. Viaja solo y regresa con documentación escrita y un rollo de fotos
tomadas a un escabroso y secreto muestrario militar con galardones de la dictadura,
sus infamias y aberraciones. Las imágenes muestran partes humanas cercenadas,
rótulos de NN en frascos con órganos, fetos, huesos.
El nombre del diario que da la primicia es catapultado a los cables de
agencias internacionales: El Cronista Comercial. Chan.
Días después, el gobernador tucumano Ramón “Palito” Ortega (sí, el que
en los 60`cantaba “La felicidad ja ja ja já”) niega la existencia del lugar
alegando animosidad opositora en su contra. Los organismos de derechos humanos
de la provincia también están azorados y declaran que todo el asunto es un
delirio. El Cronista Comercial, que ha hecho volar muchas
plumas en el gallinero, de pronto, guarda silencio. No hacerse cargo: Costumbres
argentinas, tomo II.
Por esos días, cuando la dirección de El Cronista insinúa
la posibilidad de publicar un libro con la tremendamente-larga-qué-pena-que-no-es-más-larga-todavía entrevista
al Gabo, Maciel acepta y sugiere para el libro un prólogo de lujo:
Eduardo Galeano. No se habla más. Manos a la obra.
En marzo de 1992 Maciel redobla la apuesta de aquella primera entrevista
al autor de Cien años de soledad con más material listo para editar
entre tapa y tapa.
En la Feria del Libro, y ante un notable público cultural, El
Cronista presenta Elogio de la Utopía. El libro del
periodista mapuche, íntegramente realizado vía fax, con prólogo de Galeano y
doce secciones con introducciones filosóficas de adivinen quién.
Aquel día, ante más de quinientas almas y con gran pompa y emoción,
Nahuel lee una carta muy elogiosa de García Márquez hacia esas intervenciones y
hacia su persona. No puede negarse que todo es a lo grande en Buenos Aires, la
gloria y la vergüenza ajenas.
Dicen que alguien vio que alguien más vio que había visto tal vez, a
Eduardo Galeano saludando a Maciel en medio de la gente en la Feria del Libro.
Se dijo también que un colega periodista osó ir más allá de las sospechas
iniciales preguntando cómo era posible preguntar y repreguntar tan alegremente
y en un texto tan largo… vía fax. O a nadie le convenía escucharlo
u optaron por matar al mensajero. Costumbres argentinas, ambas, tomo
III.
Hay que decir que el libro ostenta una escritura muy elíptica y mal
podada, pero digna. En aquel momento parecía ser una publicación necesaria,
urgente.
El aire fresco de la utopía para una militancia quebrada luego de una dictadura atroz que dejó treinta mil desaparecidos, una primera democracia pusilánime y el menemismo de los noventa que, como un elefante rabioso, terminó de aplastar lo poco bueno, útil y público que quedaba.
El aire fresco de la utopía para una militancia quebrada luego de una dictadura atroz que dejó treinta mil desaparecidos, una primera democracia pusilánime y el menemismo de los noventa que, como un elefante rabioso, terminó de aplastar lo poco bueno, útil y público que quedaba.
No obstante, sucedió lo predecible. Días más tarde, como las fichas de
un dominó, las demandas empiezan a caer.
La voz de Galeano suena en el auricular. Denuncia, atónito, que jamás
prologó el volumen, que todo es un fraude y que no conoce ni de mentas al tal
Maciel.
Créase o no, después de eso, El Cronista publica una última y extensa
entrevista central al escritor Juan Carlos Onetti realizada por Nahuel Maciel,
aun cuando existía la advertencia de un escritor santafesino que aseguraba que
el reportaje era idéntico a otro de la uruguaya María Esther
Gillio.
Días después llega la demanda legal de un tal Mamerto Menapace, abad
trapense y escritor de varios libros de cuentos de estilo campestre e intención
catequística. La demanda llega junto con las fotocopias de su propia obra de la
cual Nahuel Maciel plagió cada palabra.
Cada palabra, menos una.
Cada palabra, menos una.
Fundida la cera de las alas, Ícaro cae en picada y se estrella en el
duro mar de la verdad.
El director del periódico agita la evidencia en su rostro y lo
interpela: “Es verdad, todo es un plagio”, dicen que respondió, “uno a veces tiene
impulsos que no controla. Como los que se sienten impulsados a matar. La verdad
es que no sé por qué hago estas cosas”.
Se ha descubierto el relleno agusanado del pastel. Maciel es el único
que marcha al horno, aunque -hay que decirlo- han sido más los que batieron los
huevos y añadieron la mantequilla para lubricar un éxito impostor vendido en
porciones durante meses y cobrado en efectivo.
Maciel no se defiende, casi como si hubiese llegado un momento esperado. No
insiste, no da más explicaciones. Desaparece. Su silencio es estertóreo. Y lo
que en Buenos Aires no hace ruido, no existe.
Los responsables del diario, a su tiempo, balbucen explicaciones de lo
inexplicable. El de Nahuel Maciel no fue un artículo publicado por
error. Su mitomanía vino como anillo al dedo para avalar una vertiginosa
carrera periodística en ascenso adobada con la rutilante presentación de un
libro a cobrar en cash. Y recordemos que la -relativa- fugacidad del plagiario no fue obra del
rigor periodístico del diario sino de la intervención y la denuncia de los
autores.
Para resarcimiento de los plagiados, la justicia determinó que era
suficiente la quema pública de la edición completa de Elogio de la
Utopía (aunque no el ejemplar que tengo en mi estante).
Tiempo después, la demanda legal cursada por Eduardo Galeano es
desestimada por la jurisprudencia argentina alegando que aquel prólogo no
constituye propiedad literaria digna de protección puesto que no había sido
escrito por él, y que tampoco existía defraudación pues no perjudicaba de
manera alguna el patrimonio de Galeano.
No es para reírse. Aun cuando este tomo del manual se llame Costumbres
argentinas, la justicia en los `90 como broma pesada.
Pero la biografía del que todavía vamos a llamar, un rato más, Nahuel
Maciel, no termina aquí.
En 2007 se presenta una especie de documental, un ensayo en tono de
burla al colectivo ecologista entrerriano que generó un largo y penoso corte del
puente internacional entre Argentina y Uruguay. La protesta fue a propósito de
la instalación de una planta de celulosa en el río lindero entre ambos países.
Hasta hace unos años fue un conflicto doloroso, con aristas puntiagudas y pendiente de
resolución durante mucho tiempo. La película se estrenó, sin éxito alguno, en
Uruguay pero no en Argentina.
El realizador, Eduardo Montes-Bradley, tomó la historia de Maciel como
eje de su trabajo ya que Nahuel fue uno de los voceros del movimiento a través de
su trabajo periodístico en un diario local. Hay que decir que la biografía de Nahuel Maciel fue ridiculizada y utilizada por Montes-Bradley de forma humillante, igual que la de
otros personajes, para fundamentar la mirada del realizador. Por lo demás, el
filme no aporta información confiable ni de la industria papelera, ni de la
ciudadanía que estaba a favor o en contra de la instalación de la misma.
II. Un Robin Hood de
las ideas
Lo que hace años me sedujo de la historia de Nahuel Maciel no fue la
arista fundamental del derecho a la información, la transparencia y el insoslayable
respeto al contrato de lectura con la ciudadanía. Aun cuando la biografía de Maciel es valiosa en moralejas y también su
arrepentimiento y la madurez al dar la cara en entrevistas posteriores e,
incluso, en la citada película, ni de lejos me atrevo a pensar que es el único
caso de plagio, material apócrifo o lisa y llana malversación de fuentes y
datos en la prensa argentina y ainda mais. Ni en aquellos años 90` ni ahora, en un contexto
político de movimientos singulares en la distribución de la riqueza, con plataformas tectónicas multimedia de pretendida imparcialidad pero con intereses parciales y atados al poder por sórdidos lazos históricos.
Pero no fue este el carozo de mi apetito por la historia. Mi interés en Nahuel Maciel se encendió con el fósforo de
un dato que tal vez ha pasado inadvertido y que mi amigo me contó por primera vez, en aquella caminata por la rambla.
En el
libro publicado sobre la entrevista a Gabriel García Márquez, Maciel transcribe cada
párrafo del texto del abad Menapace; copia cada palabra menos una, la única palabra de
su autoría: donde dice Dios, Nahuel Maciel escribe Utopía.
Si lo único y verdaderamente importante es la información, la literatura
y el pensamiento y no la mano que la escribe, esta reflexión podría terminar
aquí mismo. También si, como afirma Valery, la historia de la literatura podría
contarse sin mencionar un solo escritor.
¿Sería lícito entonces, dejarse llevar por el declive de cierto
ecumenismo creativo, al menos en ciertos ámbitos y géneros?
Confieso que desde el primer momento, y en contradicción con los
principios que defiendo, no pude dejar de ver en Maciel a una especie de Robin
Hood de las ideas. Un ladrón no exento de picardía empática que engañó a la
nobleza para derramar las monedas de la cultura entre el pueblo, sin intención
de enriquecerse seriamente.
No voy a atribuirle intenciones que él mismo no ha manifestado pero, en
primer lugar, no creo que la voluntad principal del plagiario fuera la de la
propia gloria. Esto hace la diferencia entre un mentiroso y un mitómano.
El periodista apócrifo sentía que tenía un rol en la transmisión de un
mensaje. Al carecer, aparentemente, de otras herramientas psíquicas y
personales, puso su propio cuerpo como pararrayos entre la palabra de los
dioses y el destinatario. Y vaya si se quemó.
En segundo lugar, no quiero olvidar que Nahuel Maciel hizo lo propio
para engañar a un medio de comunicación que se dejó engatusar para bien del
negocio. La mentira no le fue ajena a El Cronista. No hay excusas
sustentables para afirmar lo contrario.
En tercer lugar, me resisto a suponer que Nahuel Maciel creyera en la
sostenibilidad de su ardid.
Tampoco parece ser una persona enferma (a menos que alguien me asegure que todos los que poseemos una o varias personalidades en internet no lo somos, también, en parte).
Tampoco parece ser una persona enferma (a menos que alguien me asegure que todos los que poseemos una o varias personalidades en internet no lo somos, también, en parte).
Por último, es improbable sostener que una mente brillante como la de Maciel y una devoción a cierta línea de pensamiento progresista creyera que
sus mentiras, en realidad, tendrían patas largas.
III. La literatura
y el plagio
Como borgiana devota me gusta pensar que la literatura es parte de un
gran canto sin fin erigido por todos los artistas de la historia y del cual
todos los artistas de todas las épocas abrevan.
El plagio, no obstante no deja de ser un error y un recurso cobarde, absurdo y
reprobable.
No me tiren piedras los defensores del derecho de autor, que no a la detracción
de este me refiero, sino a la
bienvenida de la circulación cada vez más colectiva del pensamiento, la
literatura, la música y los contenidos en general y a los cambios en los
parámetros de propiedad intelectual.
Basta con hacer la prueba de sacar en un tris y un solo clic una
cuenta en una red social —y pasar cinco minutos o cinco horas, todo depende del
estado mental, el objetivo y las ganas de navegar— para dedicarse a dar voz a
distintas facetas de la propia personalidad, ser el escritor negro de sí mismo
o -y vaya si sucede- replicar el pensamiento de otros como propio.
Avatar, así se llama el nombre de un usuario en Twitter. La piedra que un
avatar tira en las redes sociales puede provocar ondas expansivas de intensidad
relativa, de acuerdo a su creatividad e imaginación y al número de seguidores
que tenga. La mayoría de las personas todavía no comprendió qué significa el Twitter.
Es notable observar la fruición y la furia con la que algunos usuarios
denuncian las ideas robadas, recicladas a veces, y devueltas como propias a la
red. En otra acepción, son avatares de la red, circunstancias que
vale la pena saber antes de colectivizar una idea, un texto o un poema en el
mar de la web.
Se trata de aguas virtuales mal iluminadas en las que, por lo demás, es
muy fácil tirar la piedra y esconder la mano. Aguas en donde el plagio nada
libremente por ser el líquido virtual conductor por excelencia de la
electricidad del pensamiento global.
Curiosamente, un avatar es también el nombre que en el hinduismo se le
da a la encarnación terrestre de un dios, en particular
Visnú, que junto con Brahama y Siva forman la tríada creadora cuyos atributos
son la bondad, la pasión y la ignorancia.
La asociación libre tiene su coherencia: Internet es paradigma de
creación original de múltiples autores, de intercambio solidario, apasionados
lazos virtuales y, también, un propalador divino de la estupidez y la ignorancia.
IV. Errores reales, virtudes virtuales
El gran error de Nahuel Maciel fue intervenir en la historia del
pensamiento vía fax.
Su equivocación fue del tipo 1.0. Su insensatez, llegar antes de tiempo
a la fiesta de confusión de lenguas en la Torre de Babel de internet. Como el invitado que
acude vestido de pingüino a una fiesta de gala y al que siguen recordando,
llorando de risa, años después y disfrazados, los mismos invitados de entonces.
El punto no es la mediación tecnológica en sí sino sus consecuencias en
el contrato de lectura y el capital simbólico del que da cuenta. Lo que en los
90`escandalizó de Nahuel Maciel y su particular modo de mentir para
decir su verdad hoy suele ser pan de todos los días, en el
trinar del pajarito de Twitter tanto como en el amplificado clarín del gran
diario argentino.
No con el mismo modus operandi, pero sí con los mismos resultados.
No con el mismo modus operandi, pero sí con los mismos resultados.
Defiendo la propiedad intelectual y el amparo de la obra cuya creación
costó ese 99% de transpiración.
Pero me pregunto qué es lo propio y lo ajeno en un mundo de creaciones que se repiten y pasan de mano en mano como una antorcha, de avatares e identidades extendidas, un mundo que va demasiado rápido en la línea de tiempo y donde todo se olvida tan fácilmente.
Pero me pregunto qué es lo propio y lo ajeno en un mundo de creaciones que se repiten y pasan de mano en mano como una antorcha, de avatares e identidades extendidas, un mundo que va demasiado rápido en la línea de tiempo y donde todo se olvida tan fácilmente.
El otro error de Nahuel Maciel fue decir a través del periodismo lo que
debería haber intentado a través de la creación literaria. Mentir es condición
de la literatura; los escritores somos embusteros por naturaleza.
La escritura altera la rutina de la vida, la enjaeza, le da una
dimensión fantástica, absurda u onírica. Por eso escribir es un ejercicio
curativo y transformador que puede cambiar la vida.
Apuesto a que un hombre que pudo recrear una ficción de tales
dimensiones podrá crear las mismas historias —siempre son las mismas— de su
propia mano. Me alegró mucho saber que a esto se dedica actualmente.
Por mi parte, la sola esperanza de tratar de recuperar la propia voz que entonces no llegó a
oír y que ahora intentaría conquistar le otorga los cien años de perdón.
Por último, debo decir que el protagonista de esta historia no es mapuche.
Que nació en Corrientes y allí fue criado. Nahuel Maciel es, a su vez, un
seudónimo, un avatar elegido por el muchacho que fue anotado en el registro
civil bajo el nombre de Arquímedes Benjamín.
Algo parecido a lo que sucede con una servidora, Vesna Kostelić. No soy
croata aunque es cierto que fui criada por abuelos balcánicos. Desde adolescente utilizo mi
segundo nombre y mi segundo apellido para firmar cualquier tipo de intervención
literaria. Mi avatar es @bradamante. Al respecto, también debería decir “No sé por qué hago estas cosas”.
Del hombre a quien elijo seguir llamando Nahuel Maciel aprendí que
el alter ego de una persona es a veces una forma de ser más
fiel a la propia identidad y no a la que impone la cédula, la rutina y la
supervivencia. Es el verdadero nombre escondido en el nombre.
A veces los avatares son como esas muñecas rusas, huecas, tramposas y
ocultas una dentro de la otra. Hace falta la voluntad de abrirlas una por una
para llegar a la verdad.