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27.12.11

Diario de un avatar I

I

A la hora del crepúsculo todo él se encendía del mismo color escarlata. Gradualmente su perfil se apagaba en la turbia ceniza para morir a los ojos de todos, confundido en el negro de la noche.  Con el amanecer el roble renacía como un fénix; otra vez verde, frondoso y habitado por el murmullo de las aves.
Aquel árbol me tendía su brazo solemne y me alzaba un par de metros del suelo cada vez que yo se lo pedía. No me gustaba compartirlo. Elegía las horas desiertas de la tarde o esperaba que los otros niños se alejaran para montarlo.

El deseo de estar a solas con él, hundida en su perfume, es una de las primeras señales en las que me reconozco como una persona de naturaleza solitaria.

El grueso brazo del roble no servía para balancearse. Recién en el extremo del leño principal las ramas empezaban a volverse más delgadas y flexibles hasta acariciar la tierra con las hojas.


El tronco, paralelo al suelo, era un trono macizo lustrado durante dos siglos por el trasero de cientos de niños. Era un árbol eterno. Sin embargo, en aquel entonces, cuando pensaba que tenía veinte veces mi edad,  no me parecía ni él tan viejo, ni yo tan joven. Veinte no es un número tan importante.

Yo me refugiaba en él no para vigilar la casa sino para ocultarme de ella.


Mi hogar nunca fue una guarida. Jamás tuve un espacio allí que remotamente fuera mío. El movimiento de las mujeres, así como sus pausas, estaban regulados por las necesidades de los hombres.  Las habitaciones tenían ojos que veían lo que no habías hecho y el tiempo de ocio era algo vergonzoso, como la menstruación o la inteligencia, que debía der escondido aún a fuerza de mentiras.

Mejor que ser es parecer, decía mi madre, que siempre vio con amargura cómo su hija mayor se desentendía de las maneras y los afeites de las muchachas de su edad y cómo rechazaba un candidato tras otro, demoliendo así las aspiraciones de ascenso social de la familia. 


El día que cumplí quince, el notario del pueblo vino a pedir mi mano. Yo ni siquiera lo había visto de frente alguna vez; solo el perfil de cera blanca y nariz afilada, un domingo en la iglesia. 

A él y a mi padre les grité en la cara que jamás me casaría. Quiso darme un golpe pero me escurrí en medio de ambos y subí al roble. No bajé hasta el otro día, con el estómago pegado a la espalda y la decisión inamovible marcada en la cara.

No hubo bofetada.

Mi padre tardó ese día y el siguiente en amputar la rama. Nunca más ninguno de nosotros viviría lo suficiente para verla crecer de nuevo. Ni siquiera el roble mismo duraría tanto. Nunca más niños, ni juegos, no más escondite ni secretos.

Pero  el árbol parecía de fierro. Con cada golpe del arma saltaban centellas y el cuerpo menudo de mi padre rebotaba tambaleante hacia atrás. La madera rugió al desmayarse, rumorosa, en la hierba. La carne del árbol se abrió en una herida blanca llevándose parte del tronco. Los pájaros chillaron todos a la vez y huyeron despavoridos.

No lloré ni me moví.

A los pocos segundos, mi padre dejó caer el hacha al costado del cuerpo. Desde lejos podía ver su pecho que subía y bajaba, loco de cansancio y de furia. Giró la cabeza para mirarme a los ojos: no había más que desconcierto en los suyos. Se tomó el pecho como si fuera a buscar el pañuelo. Entonces, suavemente, se hincó primero de rodillas, y luego cayó de frente, muerto en el lecho de hojas muertas.

Ese día aprendí que ningún lugar es seguro si una vez te arrebataron los rincones de la infancia.
Por eso me fui. No sólo porque mi madre me echó a patadas, arrojándome solamente un atado de ropa que no quise llevar.

Cómo aprendí a usar las armas y a defenderme, a luchar y ser una guerrera, es parte de otra historia que no se contará en este momento.
Solo diré que un día, de un modo extraño, el árbol volvió a mí.


Caía la tarde detrás del peñasco que me servía de guarida. Tal vez por eso cuando lo vi venir, pensé en el roble de mi infancia que se incendiaba al atardecer. Por ese entonces, ya tenía varios enemigos de los cuales defenderme y me puse alerta.

Aquel animal mitad águila y mitad caballo descendió haciendo un círculo rojo y me miró de frente.  Nunca había visto un hipogrifo de cerca. Bajé la vista ante la fiereza de su mirada. 


Era un ser descomunal. Las alas parecían de acero. Exhalaba un vaho violento y arcaico. El olor me mareó un poco y casi pierdo el equilibrio. Resopló al comprobar su poder sobre mi pequeña estatura. 
Me afiancé al suelo abriendo un poco las piernas; el hipogrifo produjo una breve nube de polvo con los cascos para recobrar mi atención y desalentar cualquier intención ofensiva. 


Acaso alguna vez descubra por qué hice lo que hice, teniendo en cuenta que estaba aterrada: dí un paso al frente y extendí el brazo hasta tocar su cabeza con el dorso de mi mano. 

El temblor de su cuerpo se transmitió al mío.

Entonces, el hipogrifo extendió una de las alas y se inclinó un poco. Me invitaba a subir. Aquel animal podía terminar con mi vida pero lo cierto es que me ofrecía el cuello, su parte más blanda y más frágil. En la entrega desmedida y en la terquedad nos reconocimos iguales desde ese instante. 
También yo, si hubiese querido, podría haberlo rematado con un solo golpe de espada. Pero pegué un salto y me abracé a él con fuerza casi al mismo tiempo en que se elevaba sobre una nebulosa de tierra y de hojas y salía disparado como una furia.

Sus músculos y las articulaciones vibraban entre mis piernas desnudas. Hundí la nariz en las plumas del cogote; en el olor oscuro y ácido del animal se hacía presente el perfume primitivo de toda la naturaleza. En él reconocí la fragancia del árbol de mi infancia y, junto a ella, mi propia esencia.


Nos sumergimos en el cielo color vino, cada vez más alto y más lejos del mundo.

Ya no tenía miedo. Ni de las fieras, ni del pasado, ni de mí. Un par de alas me elevaban del cielo. Sin embargo, nunca había estado más aferrada a mis raíces.


(continúa)

*Ilustración de Gustav Dore - Ariostos, Orlando Furioso

5.12.11

El fin del mundo

Era un terreno mediano hilvanado por un cerco de vides. Se extendía a la sombra de árboles antiguos y algunos frutales: un manzano elegante de frutas pequeñas y salvajes; un árbol de higos almibarados y ramas retorcidas.

Eva cargó la cesta de frutas y la calzó en el hueco de sus caderas de madre de muchos. Cruzó frente al hombre sin mirarlo, sonriendo por dentro.  Le gustaba pasar así frente a él. Llevaba su cuerpo como un don, no como un arma. Caminaba como si no supiera que estaba desnuda.

El estaba echado bajo un cedro, aparentemente dormido; un nudo de carne en el nudo de las raíces.
Delante de los pasos de Eva el ocaso hizo desaparecer las sombras. Se acercó sigilosamente. Las plantas de sus pies silbaron sobre el césped.
El abrió los ojos aún antes de tenerla en su campo visual.  El sexo oscuro de Eva desprendía un olor orgánico y fugaz al cual no sabía resistirse. Eva usaba ese poder sin culpa y sin crueldad.
Cuando le dio la espalda sintió el hilo viscoso en la entrepierna y el calor de sus ojos clavados como una flecha entre las nalgas. A poco de inclinarse de rodillas sobre el resquicio de piedra para dejar la canasta, lo tendría encima. Detuvo su aliento cuando sintió el de él en la nuca.

Se inclinó un poco más, se aferró a la piedra con una mano. Dejó que un brazo le apresara el vientre y el otro, los senos.  Sintió su sexo entrando por detrás, como otras veces; se deslizaba suave como una delgada canoa sobre la superficie de un lago.
Eva se derramó antes. De la garganta un lamento ahogado y ronco desató una nube de golondrinas.

Después, quedaron uno junto al otro, cubiertos de sudor, esperando que la respiración regresara a su cauce. Muy de a poco también volvieron los grillos.
-Paraíso terrenal, pongámosle así a este lugar, dijo Eva y suspiró hondo.
-¿Y crees que a él le va a hacer gracia el nombre?


No terminaron la conversación. Se quedaron dormidos, llevados por el declive del placer y el sopor de la noche. Ninguno sintió la mordida. Ninguno, la baba fría de la serpiente atravesando la desnudez.
Pasaron sin darse cuenta del sueño a la muerte.

Así los encontró Adán la mañana siguiente, cuando volvió de cazar cargado de animales muertos.

8.9.11

Otra Odisea*

Ulises despierta cuando el mar todavía es negro. Es el primero en levantarse y el último en cerrar los ojos. Cada madrugada su sombra blanca cruza el laberinto de corredores desde el camarote hasta la bodega. Allí recoge y se carga la garrafal bolsa de harina como un muerto sobre la espalda.

El Canal Beagle es una nave gris y marcial, un descomunal animal de lata que zarpa cada quince días desde el puerto de Buenos Aires, cargado de petróleo y de fierros. Amaestrado por un mismo contrato estatal de por vida, el Beagle surca cada vez los mismos mares helados hasta el fin del mundo.

Como pasa con los prostíbulos, las cocinas de todos los barcos se parecen. Los tubos de neón tiemblan y se crispan antes de iluminar del todo el ambiente; luego se quedan zumbando como invisibles insectos en la noche. Cada tanto se escucha también el crujir de los huesos del buque.

Ulises disfruta esos primeros ruidos. Luego, hace girar el dial hasta encontrar un tango en la onda corta. Entonces comienza. Mezcla la harina, el azúcar, la manteca, la vainilla. Aprieta y dobla, estira la masa y las estrofas del tango. Corta, tararea y espera. El hojaldre es un libro que se abre poco a poco. Luego el fuego hace crecer los panes y bizcochos para el hambre siempre urgente de los marineros.

A Ulises le gustan las revistas con escotes rellenos de mujeres. Siempre esconde alguna dentro de la marmita grande. Mientras espera al pan que crece, amasa y manosea para él mismo algunos bizcochos en forma de senos generosos. En la soledad de la cocina nocturna Ulises se inspira y las rellena con crema pastelera, con dulce de membrillo o chocolate. A veces se demora en encajes y puntillas de azúcar y sedosas túnicas de impecable glacé, les pone pezones de cerezas y alhajas bruñidas de frutos secos.

Al abrir la puerta de hierro la bocanada infernal del horno le empaña los lentes. “Ahí van, mis chiquilinas” él se alegra, y las llama por su nombre: los pechos erizados de Mimí, las regias ubres de Olga, las tetitas pueriles y prohibidas de Norma. Ulises acerca el banquito de madera a la mirilla para esperar y ver cómo las tetas caseras crecen y se tornan voluptosas y doradas.

Es en ese momento cuando le gusta sentir el chistido de la tapa a rosca de la botella. El primer trago de ginebra es una estampida de toros que baja por la tráquea inflamada. Después, ya no quema ni siente nada.

Cuando están listas, Ulises pincela los bizcochos con almíbar y agua de azhar. Toma entonces una teta humeante y la goza con los dientes apartando los labios para no quemarse. Su boca se demora en pezones de membrillo derretido, resopla y gruñe, arranca negras blusas de chocolate. Aunque ya es un hombre maduro, Ulises saborea con la vehemencia de un joven amante. Al final, la masa desnuda acaba siempre en un precoz bocado y el fuego se extingue con un trago de ginebra.

Antes de seguir con el trabajo de la cocina, previo a la llegada de oficiales, pelapapas y lavacopas, el maestro pastelero envuelve y reserva en el estante más alto un par de tetas. Para la merienda. Eso será todo lo que su apetito pida; así ha sido durante meses.

Desde hace algunas semanas, Ulises también se ocupa de alimentar la variedad de minúsculos monstruos que habitan su camarote. Para ellos amasa panes del tamaño de una uña y emparedados liliputienses de jamón serrano; cuece guisados de bacalao servidos en cáscaras de maní y mezquinas porciones de fideos municiones. Éste es el breve alimento con el que Ulises nutre el zoológico de su imaginación.

Y la ginebra, diseminada en decenas de tapitas por toda la recámara.

Los tripulantes del Canal Beagle lo tratan con cordial desapego. No es raro tratándose de hombres que llevan años viviendo entre hombres sobre un suelo que se mueve. No prestan atención ni a la curiosa obsesión pastelera de Ulises ni a esa jauría etílica de mascotas que esconde bajo llave. Su mollera, descarriada como un tren, apenas les vale la creación de algún apodo ocurrente de sobremesa, una broma o un comentario lateral hecho con picardía y con piedad. No lo juzgan ni intentan socorrerlo porque no pueden dar lo que no tienen. Para un marino, el riguroso respeto por la demencia ajena garantiza la libertad de cultivar la propia. Vivir y dejar vivir; morir y dejar morir. Esa es la ley de a bordo. En tierra firme, la anarquía y la fragilidad de las relaciones humanas los ofusca y los confunde. Se pierden en el amor como perros después de la lluvia. Por lo demás, Ulises se ha vuelto invisible a sus ojos por el hechizo de la costumbre.

El día en que faltó el pan, notaron su ausencia. Fueron varios los que salieron a buscarlo. Pero el universo de un barco es limitado. Fue el capitán quien tomó la decisión de forzar la cerradura del camarote. El ojo de buey al tope dejaba entrar la brisa atropellada. Debajo, sobre una silla, Ulises había doblado el pijama con esmero. Junto al par de chinelas quedaron los lentes. No hubo cartas ni palabras de más. Apenas la letanía de las olas golpeando el casco y una ovación de albatros en el aire.

Cerraron la puerta y pusieron un precinto de plástico amarillo. En la soledad del camarote, sobre la única mesita amurada al piso, gobernaba solitaria una botella de ginebra a media asta. El líquido formaba círculos concéntricos repitiendo del mar los golpes, en un oleaje diminuto e infinito.




*Este relato pertenece a El Horóscopo del Bebedor (inédito) y fue publicado en Malabar, revista digital creada y dirigida por Carlos Pascual.

23.6.11

Culpable*

La Gorda se agacha sin mirar si viene alguien o no. Se desliza debajo de la persiana boca arriba, con la pereza despreocupada del que está habituado al delito. Hubiera jurado que no, pero su cuerpo pasa como un cisne bajo un puente. Cuando está del otro lado, me da la señal.

Son las dos. A la una en punto la vieja cierra para almorzar y echarse una siesta. En verano no cierra del todo la cortina para que corra el viento y el piso se seque.
Entrar al almacén mientras duerme está absolutamente prohibido. Varias veces la escuché advertirnos de los posibles castigos destinados a quien desobedeciera esa, la única regla estricta que la gorda Susana tiene que cumplir. Su abuela no tiene tiempo para mucho más que mandarla al colegio y tratar de evitar, en lo posible, que siga ensanchándose hasta convertirse en el acorazado Potemkin: “¡Pará! Parecés el acorazado Potemkin”, dice a veces cuando estamos tomando la merienda.
Yo me arrastro como un lagarto, con menos maña y más miedo que mi amiga. Para pasar por debajo pego el cachete a la baldosa. El mármol me enfría la piel. Me llevo puesto el tufo a lavandina del baldeo. Los dedos de la cortina plástica me rozan la espalda y un escalofrío me recorre el espinazo. Atrás quedó el aire ahogado del verano en las veredas, la lentitud de la tarde en los umbrales, el fragor de las chicharras en el follaje de los tilos.
El local está en penumbras. Las estanterías se yerguen más altivas sin la luz de neón. Las aspas del ventilador cortan fetas de sol en la pared. Dos heladeras ronronean. Me sobresalto cuando una de ellas enmudece luego de un repentino eructo de lata. La Gorda agarra fuerte mi mano que suda. Atravesamos el almacén flotando como dos astronautas –talón, planta, punta-, los hombros levantados, el cuello alerta.
De pronto, me paraliza lo que veo del otro lado del local. A través de un breve rectángulo formado por la base del anaquel de los vinos y la puerta entreabierta que da a la vivienda, mi vista enfoca una porción descalza del pie de la vieja. Está echada en el patio sobre una especie de catre o reposera de lona, entre dos filas de apilados cajones vacíos. Agarrotados y bestiales, los dedos de esa única extremidad que veo se quieren amontonar debajo de la tiranía de un pulgar que ostenta una uña pétrea y angular como el pico de un carancho.
La Gorda me da un tirón y me lleva detrás del mostrador de los fiambres. Con mucho cuidado, abre la heladera sosteniendo el pestillo para silenciar el mecanismo de la manija. “Dale, elegí”, susurra. Yo meto la cabeza en el Polo y no dudo en sacar el cilindro de salame –que le paso hacia atrás sin salir ni mirarla- y, después, una mortadela rosada y pecosa que es un sueño. Cuando asomo la cabeza, Susana ya está subida a un banquito frente a la cortadora de fiambre. Gira la manivela del aparato con una destreza y una agilidad que me asombran. La máquina se mueve en absoluto silencio, excepto por un débil silbido, el de la caricia del filo en la carne. Los dedos toman las fetas y las depositan en el papel. Estoy pasmada. Mirá vos. No le conocía esa habilidad a la Gorda. La miro cortar y relojear cada tanto hacia la puerta del local que comunica con la vivienda. Antes de salir, me señala con la vista los sobres de Hellmann´s y agarra al pasar una larga pieza de pan y una Coca.
Salir es fácil, también entrar a mi casa y subir a la terraza.
Mi madre está de espaldas a la escalera. Escucha en la radio un debate sobre ovnis y aplica parsimoniosas puntadas sobre un vestido de novia que, estoy segura, debería haber entregado hace días. La tela se acumula a su diestra como un montón de espuma. Nos escucha pasar, apenas mueve la cabeza hacia el hombro, pero no termina de darse vuelta.
Subimos a la terraza y de ahí, pisando un tacho, a la azotea. Estiradas boca abajo como en una trinchera, vigilamos la calle desierta. Abrimos el pan con las manos y armamos los sándwiches. Salame primero. La Gorda abre el sobre con los dientes y reparte la mayonesa. La crosta me lastima el paladar; me gusta el sabor de la sangre. Comemos victoriosas, sin apetito y en silencio. La Coca caliente se rebalsa al desenroscar al tapa.
“Pensé que no te ibas a animar”, dice, y se quita con el dedo un pedacito de pan de la encía. Yo mastico una sonrisa, levanto las cejas y los hombros a la vez, como si no tuviera importancia.
Todavía no lo sé pero esa noche seré castigada: unos extraterrestres me arrastran de las axilas hacia un altar todo hecho de baldosas monolíticas y me obligan a casarme con la Gorda. Ella me espera vestida de blanco como un super merengue. Lloro y pataleo pero no puedo hacer nada. No puedo moverme ni huir. “Pensé que no te ibas a animar”, me dice la Gorda en el sueño y se ríe, se acerca, más, más y me besa en los labios, me mete la lengua y me muerde. Grito pero de mi boca no quiere salir ningún sonido. El beso me deja un sabor pastoso a mortadela.
Encaramado al altar hay un pájaro, mitad buitre mitad gárgola. Se aferra al borde de la piedra con los garfios. La piel del cuello le cuelga y la aterradora cabeza desnuda se hunde entre las alas. Tiene la mirada malévola, paciente. Se limpia en el mármol el pico de sangre fresca y no me quita los ojos de encima. Es muy parecido al pie de la vieja.



*Este relato forma parte del libro 22 Mujeres, editado por Irrupciones Grupo Editor (Montevideo, abril de 2012)


28.5.11

animal jaula

Al león lo conocí enjaulado. Pude adivinar algunos de sus hábitos por los cartelitos pegados en la jaula. Así aprendimos el uno del otro, por estos mensajes en los barrotes. Yo afuera, él en ese adentro. Esto me gusta, dice, esto no me gusta parece decir cuando no dice nada. Me hacés reír decía un papelito amarillo que la humedad despegó enseguida y el viento se llevó. Ahí me di cuenta de que yo también estoy enjaulada. Hay muchas jaulas y todas se repiten.

Las nuestras no se tocan. Nadie se toca. Nadie quiere salir. Todos somos un ni siquiera te conozco. Pero estamos atentos. A veces espío a través de los barrotes. Trato de ver si el león aún sigue vivo o si ha muerto hace siglos como una estrella vieja. Hago sonar los fierros con mis nudillos como un xilofón monocorde. Imagino que abro la puerta de mi jaula -muy sigilosa para no hacer ruido- la entorno y avanzo en puntitas para no despertar a los demás. Las jaulas no tienen llave pero el ojo que vigila te deja pasar a veces. El está hecho un ovillo en su propio rincón. Es un animal majestuoso pero herido y furioso. Imagino que estiro un dedo y lo toco, acá en la columna vertebral. El no se da vuelta, pero detiene la respiración un instante, se revuelve en su soledad, como sabiendo que hay alguien. Sin embargo, no se da vuelta. El sabe que no debe. Son las reglas. Sabe -igual que yo sé- que si lo hace, todas las jaulas del mundo van a apagarse de pronto y no habrá modo de salir de esta libertad.

 
Texto in situ a propósito de la maravillosa obra de Rodrigo Flo en el Torres García. Gracias Morgana, gracias.

3.5.11

Sueño de una tarde de verano*

Cuando la oyó reír supo que la amaría a rabiar; supo también que aquel amor desigual no cambiaría de estación. La presintió cruzando en sordina el corredor monolítico del patio. Un trueno exagerado partió en dos las entrañas de la casa anticipando semanas de lluvia intermitente y vertical. Escuchó el tronar de las rodillas junto a su cama pero no abrió los ojos. El compás de su respiración despertó al pájaro en su jaula. Una fiera abrió las fauces para cazar al vuelo su mirada de colibrí. Lo que vino después se repitió otras veces, pero él la recordaría como una única tarde fatua, poblada de visiones: el secreto de su nombre repetido en otro idioma, un mechón pendular en el vaivén de la cópula, el dedo dibujando en su piel un tatuaje de asombrosos caracoles. Cerca de carnaval paró de llover. Sentada sobre su vientre ella era una cebra pintada por el eclipse de sol de las persianas. Hubiera podido escribir mil ficciones sobre aquellos renglones de luz. Hubiese podido viajar kilómetros por esas tetas ínfimas, pechos ingrávidos, de margarita, deshojados una y otra vez en la quimera de la palabra jamás dicha: mucho, poquito. Nada. El verano acabó. Aquella mujer, no. Aún reverbera en su cuerpo longevo. Su risa lo redime, perpetua e imposible, del paso de los años. El hueco que su talle le ha dejado entre las manos lo salva del abismo. Su ausencia es una reliquia que hurga y venera, a veces, en el claustro solitario de la siesta.
*Hoy de tarde encontré este archivo "XXX" solito en una carpeta del viejo disco duro, respaldo de la pc La Gorda, de 2006 (o antes?). La carpeta se llama "cortitos.doc". Creo que es mío. Me trae imágenes propias pero extrañas y dudosas como cuando leo, tiempo después, un sueño que anoté y olvidé; no recuerdo si lo escribí yo, espero que sí. Parece escrito por mí. Como sea, me gustó y me dieron ganas de postearlo.

6.10.10

Caperucita Feroz*

Ya no se oyen los aullidos de la manada. La luz es cada vez más turbia pero aún le resta un buen trozo de bosque por cruzar. Su cuerpo avanza sigiloso y mudo a través de la nieve. Cada tanto el crujido de una rama lo alerta; se detiene y tantea el aire con esa nariz como de cuero húmedo que tienen los lobos. Lo hace para orientarse y también para beber el aroma de la madera de los álamos que exhiben, inofensivas, sus garras desnudas. Con cada exhalación una nube de vapor se forma en el aire gélido sobre su cabeza y se desvanece; parece que lo persiguiera un fantasma. Las patas desmesuradas dejan un hilván de huellas a través de los troncos negros y pelados como rejas. De pronto la ve allí, como si hubiera salido de la nada. Está de pie a corta distancia, revelada a medias detrás de un árbol. Con una contracción imperceptible, el lobo baja un poco la cabeza y apenas retrocede sin dejar de mirarla a los ojos. Su instinto lo sosiega: no es un cazador, es solo una niña, una hembra humana, cachorra, como él, cruzando el bosque en sentido contrario. No quiere asustarla ni quiere huir. Algo hay en ella que lo deslumbra y lo desespera a la vez: formas que nunca ha visto, sensaciones y olores que no sabía que existían. Sin gestos ni palabras aquel organismo lo desafía a perder la cautela y acercarse más. Tal vez sea por el presentimiento de esa piel nacarada y fina como la de una muñeca de porcelana; tal vez por la inocencia salvaje de su mirada. Al acortar la distancia, la fragante acidez de sus axilas y el vaho de un pubis infantil que de lejos intuye poblado de un vello incipiente y rizado, le adormece los sentidos. Su naturaleza astuta y prudente cede ante el anhelo de una caricia. Se acerca a la niña haciendo un rodeo; agita la cola manso pero con tanta convicción que el movimiento le nace de las costillas; los últimos pasos hacia ella los da doblegando las patas delanteras y ofreciendo el tupido pescuezo en señal de entrega. Pero como en todo gesto de sumisión, su cuerpo declina la pretensión de ver de cerca aquello a lo que por amor se ha sometido. Por eso no ve la daga desde siempre engarzada en la pequeña mano lampiña. Y no reconoce en el pecho el calor de la sangre sino la tibia caricia; y en la nieve humeante que se tiñe cree ver solo el gorro rojo que su niña ha dejado caer. Por eso el lobo no entiende, por eso no puede levantarse, por eso no sobrevive. *El título del relato es el mismo del taller que lo motivó y del cual participé el pasado septiembre: "Caperucita Feroz, arquetipos femeninos e historia personal", dictado por Gabriela Onetto y Gabriela Palma, el cual recomiendo con énfasis.

1.9.10

ANTES Y DESPUES DE SANTA ROSA

Desde el balcón de casa, imágenes del mismo paisaje, de anteayer y de hoy. El viento es tan poderoso que el edificio oscila, vibra el doble ventanal y el piso tiembla bajo mis pies. Hay un zumbido permanente; una música afónica de erkes invisibles afinando a través de todas las cosas. El cartel de chapa en la azotea aporta los bajos cóncavos al heavy metal de esta tarde. Las gaviotas -parece que les encanta el clima- hacen breves vuelos rasantes sobre las olas y luego detienen las alas contra el ventarrón que las arranca y las lanza con ferocidad hacia arriba como a decenas de pequeños parapentes emplumados. No sé nada de pájaros, pero juraría que están jugando. Playa no hay, ni rocas, ni Isla de las Gaviotas nos queda ya en Malvín. A no confundir la tormenta de Santa Rosa con la melancolía de cualquier lluviecita invernal. La tempestad contagia una euforia interior torrencial, una súbita arrogancia que te hace sentir poderosa, soberana, capaz de todo. Voy a aprovechar este breve estado tormentoso para hacerme otro café y escribir un poco, a ver qué sale. No la veo, pero sé que pronto, a la vuelta de esa nube negra, se asoma una nueva e inofensiva primavera.
Lo cómico es este extracto del pronóstico meteorológico que salió en el diario:
“(...) Pero el mal tiempo, sin embargo, cambiará el lunes. Se anuncia nubosidad variable, vientos moderados a leves del sector este con una mínima de 5 grados y una máxima de 21, por lo que el "veranito" de los últimos días iniciará una nueva semana”.

15.9.09

Al borde de la primavera

Lo planeamos hace tiempo y al final se armó: fin de semana de escritura en Solís. No faltó ni una. Nueve musas. Nueve reinas. Ligeras de equipaje y consignas preestablecidas, asistimos al encuentro con papel y lápiz, (o laptop), una caja de buen vino y las ganas volver a enhebrar el hilo de la escritura. El sol acompañó, ensayando una primavera anticipada. Llegamos, nos acomodamos, algunas ya desde el viernes. El sábado, cada cual se había apropiado sigilosamente de su rincón. Un rato de esos, levanto la vista ensimismada de mi propia pantalla y las veo, esparcidas por la vegetación como enanos de jardín. Una, estirada en una lona entre el castaño y las azaleas, otra en la hamaca bajo la palmera riendo sola frente a la hoja de papel o dormitando encima del cuaderno en la terraza; cerca del naranjo, al rayo del sol, una en la reposera, mirando concentrada a un punto fijo más allá del cerco de jazmines. Hubo también, el par que prefirió antes que nada el amparo de la estufa a leña y el futón. Yo me quedé en el quincho, gentilmente oscuro para la pantalla y no tan a la intemperie. De a poco, fui vichando primero un par de capítulos, fotos, información y me pude ir reencontrando con el proyecto de la novela postergado, sin pena ni gloria, desde hacía más de dos meses. Cerca del mediodía y después de un par de horas intensas de concentración, me pasó algo raro. Estaba mirando unas fotos de wikipedia que guardé hace tiempo para trabajar un tramo de la historia y lo que vi me comprometió tanto emocionalmente, tanto me sumergí a bucear en el argumento, que empecé a sentir primero un mareo leve, después, mucho asco, y cuando me paré a buscar agua, ya era tarde y tuve que correr al baño a vomitar (¡!). Quienes me conocen desde la adolescencia, saben que –sin bulimia de por medio, al menos sin diagnóstico- yo solía ser una chica de arcada fácil. Nervios, ansiedad, parciales, amores rotos: yo bajaba la pelota vomitando. No es nada elegante ni glamoroso, ya sé, pero qué le voy a hacer, no lo puedo evitar. Por interpósita ayuda de mi analista, San Carlos V., dejé de expulsar mis problemas de un modo tan -por llamarlo de algún modo- naturalista. Hacía muchísimo tiempo que no me pasaba y jamás, que yo recuerde, me había pasado en maniobras (o descarrilamientos) con la escritura. El encuentro del fin de semana me sirvió, entre otras cosas, para darme cuenta que, a veces, los obstáculos de un proyecto literario pueden no ser de orden externo (falta de tiempo, mucho trabajo, poca intimidad) aunque a simple vista así parezca. Puede ser que ese estar trancado, en blanco venga más de cuestiones viscerales (y en mi caso no es metáfora!) del proyecto mismo, de la relación del autor con el proyecto. Siempre, de algún modo, nos escribimos o nos tachamos a nosotros mismos. Claro, se puede escribir más tangencialmente y no tocar fondo, mirar de reojo y no arrojarse vértigo del abismo. Tengo decenas de páginas muy bien escritas de ese modo. No es que sean una porquería, pero son letras muertas, inventos intelectuales (una porquería, sí). No me interesan. Es más, aunque nunca había encarado un proyecto de tan largo aliento y esta novela me está costando mucho más sudor del que imaginaba (los vanidosos y autosuficientes caemos de más alto) cuando me toque el glorioso momento de corregir todo el mamotreto, sospecho que estos lindos textos bien escritos, serán puestos de nuevo en el asador o irán a parar a la papelera de reciclaje. (Por ahora me dan un poco de pena y ahí quedan, como muestra de que el infierno (literario) también está empedrado de buenas intenciones). En fin, todo esto tan importante gracias a que me di (nos dimos) el permiso de dedicarle a la escritura tanto tiempo como a las otras cosas importantes de la vida: la familia, el amor, el trabajo. Bien a tono con la época del año, el equinoccio de primavera, momento en el cual la noche se iguala al día, para luego ir retrocediendo ante la temporada más fértil del año. Restaría decir, para terminar esta breve crónica, que quedaron defraudados aquellos (compañeros y amigos, varones, casualmente) que manifestaron sus dudas acerca de si la célebre locuacidad y espíritu fiestero del grupo B&T sería más tentadora que la introspección creativa y el aparente silencio de la letra. Pues, no. Tal como cuento aquí, hubo recreos ruidosos y corrieron las botellas de Alamos malbec junto al fuego la noche del sábado; pero el resto del tiempo fue pura maravilla creativa (y alguna siesta larga). Habrá que mejorar, para la próxima, la capacidad de compartir y leer lo escrito bajo la sombra de los eucaliptus, pero podemos festejar un muy buen primer tramo de la experiencia que nos habíamos propuesto. Próxima estación: equinoccio de otoño.

4.6.09

Digresiones al mamotreto

Mi “monstruo del ropero” no es la página en blanco sino todo lo cotidiano y trivial que en ella podría escribir y por vanidad, pereza o invalidez anímica, no escribo. Pero eso, además de los dos o tres libros, en la mesa de luz está la que llamo la libreta del momento en donde van a parar las cosas que escribo cuando no escribo. Sobre ella hay un librito verde de hojas pardas con una lapicera atada al lomo para que no se escape. Es el cuaderno de sueños. La costumbre de llevar un diario onírico se la debo -entre tanto que ya le debo- a la gran maestra y amiga Gabriela Onetto. Cuando lo sugirió, hace años, rechacé la idea casi con una burla porque “no es para mí, yo jamás me acuerdo de los sueños”. Sin embargo me equivoqué desde el primer intento. De pronto, algo hizo clic. Con el cuaderno al lado, empecé a recordar mis sueños detalladamente y me sorprendí a mí misma anotando historias sicodélicas, con olores, sonido y en colores. Tampoco era del todo cierta mi afirmación sobre eso de no recordar nunca los sueños. Había olvidado que, años atrás, después de haber tenido el peor trancazo literario de mi vida –que duró años-, empecé a hacer unos ejercicios matinales de escritura a partir de la orientación de Julia Cameron en “El camino del artista”, libro que en su momento me recomendó efusivamente mi querido Eleuterio. El libro parece insustancial, bobo y conductista, pero no lo es (Bueno, en realidad, sí es un poco conductista, pero funcionó conmigo, que estaba moribunda, en términos de impulso creativo). Para decirlo sencillamente, Cameron propone escribir durante doce semanas, tres páginas diarias (ni una más ni una menos) “en automático”, e incluye una consigna semanal de reflexión sobre el proceso creativo o la indagación personal y biográfica del sujeto. En aquel entonces yo estaba tan seca por dentro y alejada de mi voz que encarar esas tres páginas en blanco antes de despertarme del todo, calentar el agua del mate o lavarme los dientes me costaba sangre y sudor. Cuando agoté todos los recuerdos y las descripciones, después de llenar páginas enteras con un “no se me ocurre nada, no se me ocurre nada”, fue que empecé a anotar algunos sueños. De hecho, durante esas sinuosas semanas transitando el “camino del artista” (no llegué a la número doce) es cuando empecé a buscar información en la web y “accidentalmente” descubrí a Levrero y a su corte feérica, con lo cual volví a ser yo misma, y en eso estamos. Pero, volviendo, en realidad, es desde el diario onírico “oficial” sugerido por la Onetto que convivo familiarmente con el gusano nocturno de mi inconciente. A veces, me perfora con las mismas obsesiones y otras se descuelga con imágenes sorprendentes que jamás se le ocurrirían al aburridísimo superyó con el que me ha tocado cargar. Durante los primeros tiempos de cacería de sueños yo estaba tan entusiasmada que anotaba cada miserable cosa, cada pequeña imagen o hilacha de recuerdo que la vigilia me permitía atrapar. Después fui cultivando el hábito de separar los sueños merecedores de salir a flote de las remakes, por llamarlas de alguna manera. En general, trato de anotarlos en el momento porque varias veces, al despertar en medio la noche con un sueño vívido, juré que jamás podría olvidarlo y seguí durmiendo. Pero como siempre, en contacto con el mundo conciente, la arena onírica se escurre entre los dedos de Orfeo. La mayoría de las veces, para no molestar a mi compañero con la luz de la lámpara, el ruido del papel y el ras-ras del lápiz, manoteo el cuadernito y me voy a escribir al baño. Escribo sentada en la tapa del inodoro con los ojos semicerrados para no despertarme del todo (Porque bucear en el inconciente, fantástico, pero no a costa de abrirle la jaula a la temible fiera del insomnio. Ya volveré a ser insomne y disfrutarlo como antes: cuando sea una anciana y no me haga falta despertarme tan temprano, vestir a un niño que se mueve como un pulpo vivo y preparar la vianda y dos mochilas). Bajando de las ramas, dos cosas más sobre el asunto de anotar los sueños. Hace un par de meses me puse a leer el cuaderno verde: ¡Recuerdo muy poco de lo que está escrito! Hay sueños cortos y largos, párrafos prolijos y otros que casi no se entienden (deben ser los que escribí medio dormida); hay dibujos y varias notas marginales. Hay muchos sueños recurrentes con animales salvajes que me atacan (varios tigres, dos serpientes, un oso polar -debe ser que voy por la segunda temporada de Lost- y un perro negro que entra en mi mundo onírico como Pancho por su casa) o peor, las fieras atacan a alguien que quiero. De estos, casi no tengo registro conciente, como si fueran sueños de otro. Hay historias de “perderse” encuentros con vivos y muertos o con gente que conozco y no veo hace tiempo. Hay sueños que sin duda alguna son encuentros con personas que ya no están y son maravillosos. Tengo varios sueños con mi hijo, algunos son terroríficos y verlos por escrito me ha puesto los pelos de punta. Pero hay algunos sueños -o a veces solo imágenes- que se dejan ver, pero no directamente, como esos libros de ilustraciones en 3D que aparecen después de quedarte bizco con los ojos llorosos frente a una página hecha de arabescos de colores. Regresar a esta clase de sueños me hace sentir extraña, como si entrara en terreno prohibido; como si pasara por un complejo deja vú. Al recorrerlos con la lectura tengo la sensación de que hay algo más, que son una llave a otra dimensión, son una pista, un llamado. No estoy hablando de nada sobrenatural, por si existiera alguna duda. Y tampoco lo digo –aunque es verdad- porque esta última clase de sueños hechos de recortes, pedacitos y repeticiones son una ofrenda de lujo para el altar del analista. Son sueños misteriosos, oscuros, incómodos. Están ahí, disponibles como la punta de un ovillo para un gato. Dicen quienes lo conocieron, que Mario Levrero afirmaba que se puede escribir una novela entera detrás de una imagen onírica suficientemente inquietante. Incluso creo que alguna de las tres novelas de la trilogía involuntaria fue escrita a partir de un disparador onírico. Probablemente, El Lugar. Hace unos meses, también, tuve el placer de leer una maravillosa antología inédita de relatos tejidos a partir de los sueños de su autora. No es casual –pero tampoco deliberado- que los pocos miserables posts de este blog en los últimos meses huelan todos, a cosa onírica. Muchos sueños y algunas notas sueltas, casi siempre mentando el rastro de un sueño mal escondido; es lo único que escribí a diario durante estos meses “que no escribo”. De nuevo, le debo a la tenacidad del inconciente el retorno a la escritura festiva y placentera. Parece que hace bien soñar para estar despierta. Que sean estas líneas una forma de volver a decirle buen día al blog abandonado y el relatito que sigue -fruto de un sueño que, curiosamente, me aterrorizó- un primer intento de espabilarme.

20.10.08

Obras son amores

El último post de este blog tiene casi un mes y medio de antigüedad. No es que no haya vida después de los 40, tampoco se trata de falta de tiempo porque por el momento estoy felizmente desocupada y además, el mandato del reloj es siempre relativo cuando uno de veras quiere hacer determinada cosa. A ver. A cierto desaliento por la escritura provocada por la reciente lectura poco piadosa de mi propio trabajo, se ha sumado el hecho de que septiembre y octubre forman parte de una etapa del año plagada de pequeñas cosas triviales para hacer, obligaciones nimias pero obligaciones al fin. Pulguitas de la vida cotidiana, casi invisibles de tan mínimas, tanto, que cuando al fin te las sacás de encima y mirás para atrás, te parece que no hiciste nada. La otra razón posible de las telas de araña del blog es que me dediqué a devorar los varios libros que recibí de regalo de cumpleaños. Literalmente, fue un mes con una pila de preciosos libros esperando por mí en la mesa de luz (Qué suerte tengo, qué suerte, gracias amigos!). Empecé bien, con Oso de Trapo de Horacio Cavallo; seguí mejor, con la maravillosa y oscura prosa de la Trías en La Azotea, (una monstrua ya desde chica, me declaro su fan ferviente). Luego, como digestivo digamos, en tres noches acabé con Un Hombre en la Oscuridad de Auster (que a pesar de haber abandonado ese amateurismo y la frescura de los primeros libros y sus últimas novelas son casi del tipo fast food literario, igual recibe toda la incondicionalidad de mi amor de lectora). En algún lugar -que ahora no encuentro- hice una anotación destinada al blog sobre el efecto de la lectura correlativa de estos tres libros los cuales, curiosamente, tienen todos un narrador -o alguno de ellos- encerrado entre cuatro paredes. Había escrito algo que me parecía interesante sobre el hecho de poner las palabras en movimiento desde la parálisis física o síquica, liberar el relato desde el encierro no en una torre de marfil sino en el desván de la memoria, era algo sobre confesar las historias desde nuestro lugar más inconfesable. Ni modo; no sé donde anoté todo eso que estaba bastante bien -no está en el cuaderno verde, ni en el azul, ni en el negrito- y así el blog quedó sin la única nutrición de la que pude haber sido capaz. El caso es que seguí después con el Diario de la Galera de Imre Kertesz (tengo que ir a ver si se escribe así) y a pesar de que empezaba a gustarme, lo dejé pendiente a las pocas páginas. Es que durante las dos primeras noches de lectura, otro libro, la edición de Siruela de La Ciudad Sitiada me interrumpía desde la mesa de luz con los ojos a media asta de la Lispector que me miraba como diciendo “¿A que te tiento más que este anciano centroeuropeo de prosa profunda y reflexiva?”. La pura verdad. Ahí estoy ahora, navegando en la barca Clarice, que es tan familiar y sin embargo te lleva a siempre a puertos impensados. Hay que decir que en la mesa de luz reposan además, el Libro de la Vida de Santa Teresa, que agarro cada tanto y suelto y no puedo terminar de leer (lo voy a guardar para la jubilación creo) y, desde hace medio año o más, el mamotreto del Borges de Bioy. Lo ataco casi siempre muy tarde, como para cerrar los ojos con una sonrisa sobre alguno de los diálogos ácidos de estos dos cretinos irreverentes de la literatura argentina dedicados a defenestrar sin culpa a sus contemporáneos, para beneplácito de las generaciones venideras. (Se me ocurre que sería buena idea transcribir acá alguno de los mejores pasajes del mamotreto, una de esas bombitas de mal olor contra Sábato, García Marquez, Quiroga o Zorrilla. Próximamente...) No voy a seguir pero, como si esto fuera poco, la semana pasada pasé por las mesas de la feria del libro y vendían ejemplares muy baratos, algunos al precio de un paquete de fideos. Compré cuatro y la pilita de la mesa de luz volvió a elevarse con dos promesas de Hemingway que no había leído, uno más de Nabokov -autor recetado hace tiempo por mi amigo Eleuterio- y una novelita de Bioy que ni siquiera sabía que existía. (También me llevé -pero no a precio de oferta- El Sótano, un cuento infantil aterrador que Levrero escribió para niños y a mi hijo le fascinó y otro con ilustraciones muy lindas de Vero Leite). El caso es que tengo letra para toda la primavera y el verano; la sola idea me provoca un placer irracional y mezquino.

Y el blog, abandonado. Y la novela que apenas se movió cuatro o cinco paginitas mal escritas y desalmadas, vacías de alma. Ni diario, ni un relatito de mala muerte, ni siquiera un cadáver exquisito por jugar, no escribí nada en casi dos meses. Leer es más fácil, más placentero y divertido. (No es que escribir sea una obligación; la escritura es una necesidad casi física, una droga que me mantiene con vida, como la insulina a un diabético; es que esta especie de síndrome de abstinencia de la escritura me pone, hay días, de un ánimo tristísimo, otros me lleva el sentimiento de frustración y otros, ando con un humor de hiena que hace imposible a cualquier cristiano vivir conmigo).

Un escritor (era el mismo Borges?) decía que para escribir hay que poder renunciar al placer de la lectura (horror!) y algo de eso hay, algo de eso hay...

Y mejor publico esto así como está y con cualquier título, porque ya me está pereciendo que para qué, que es una estupidez, que no vale la pena.

24.8.08

Canciones para salir a flote

El masaje de las letras en la yema de los dedos. El fuego encendido. La gata que se prolonga en el sofá; su breve organismo dormido y atento. La casa, que hace silencio para dejar hablar a la noche. Cruje la estufa su respiración de fuego. Un ronquido distante conduce al dormidor a su cuna sin recuerdos. Queda atrapado un pedazo de viento en las sábanas hinchadas de intemperie. La oscuridad se acumula sin destino de amanecer. La noche insomne se embaraza de historias. Escribir, como respirar hondo. Buscar un ritmo en ese jadeo de palabras que entran y salen de los pulmones de la mente. Los olores duermen, apenas el humo del cigarro está despierto. Los dedos se abandonan densos sobre el teclado, se alargan hurgando esa otra musculatura transversal arraigada en el inconciente. Tal vez así, en esta especie de ejercicio ciego y automático se tense el músculo atrofiado de mi alma. Se fatiga a mi lado una vela. A lo lejos, el mar, que no necesita de nadie y sin embargo, espera. ** Alguien envenenó a Platero. Si encuentran al cretino, díganle que falló. Que no hay forma de matar aquello que se ha amado hasta la locura. ** Un poco por probar voy a seguir buscándote en estas líneas. Así, puestas una al lado de la otra, forman un lazo que te tiro. Pero la cuerda se balancea, frígida y húmeda sobre el acantilado. No hay nadie que la agarre, ni siquiera por jugar; no hay quien quiera ser salvado. Tu reposo me deja sin consuelo. Tu libertad se desentiende de mí. Me dice que debo buscarte en otros lados, tal vez en otros abismos u otros cielos; los rostros todavía desconocidos que alguna vez me devolverán el amparo de tu mirada. ** Las vacas del mar han iniciado su temporada de pastoreo. Estoy aquí, inmóvil en el desamparo de mi cuarto pero navego con ellas. Me prendo a la aleta de plata de una enorme reina vaca, su tenso vientre se sumerge y me hundo. Las rocas gritan su coro de espuma. De las ubres de esta antigua especie me alimento de canciones hechas para salir a flote.

11.12.07

Bitácora y fiesta

El pasado 8 de diciembre, día de la Diosa, los talleristas nos encontramos en casa de Gabriela. Hubo buen vino tinto, cosas ricas para comer y charla en abundancia hasta tarde. Yo demoré en llegar porque mi torpeza de automovilista novata se encontró con la ciudad vallada por la Fiesta de las Luces. Nos fuimos presentando, tanteándonos con curiosidad entre nombres y seudónimos; algunos nos veíamos por primera vez. "Vos sos de los miércoles?" "Yo soy virtual" "Yo soy presencial del jueves". Un poco parecíamos los brazos de un pulpo que se dan cuenta, entusiasmados, que forman parte de un mismo organismo vivo. Cuando empezaron los estallidos sordos de los fuegos artificiales, a todos nos dió pereza subir a la terraza. Para qué. Si las luces, la magia y la música estaban allí entre nosotros. Gracias Onetto por la idea y a todos nosotros, por las ganas de festejar un año de trabajo y amistad. Para vichar los artificios de la última Bitácora de los talleres de escritura (al menos, los presenciales) clic aquí.

historia doméstica

Cuando I. se despertó esa mañana, después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertida en un moderno electrodoméstico hogareño. Al principio creyó que se trataba de un sueño y que el pinchazo en la cadera era nada más que el nervio ciático que molestaba de vuelta. Pero cuando estiró el brazo - lo que ella todavía creía que era brazo- vio un aparato de cocina de esos que sirven para picar, licuar y batir. En el lugar del hombro tenía una articulación plástica muy estilizada que continuaba en un apéndice metálico rematado por una bocha semicircular con dos cuchillas. I. estaba aturdida; no pensó que fuera imposible que una mujer se convirtiese en robot de cocina así nomás, lo descabellado era que le estuviera sucediendo a ella. Hizo el gesto de tocar a su marido para despertarlo pero temió lastimarlo con las cuchillas afiladas. Entonces quiso levantarse para lavarse la cara. Cuando apoyó los pies descubrió que en lugar de ellos debía incorporarse -no sin cierta dificultad inicial- sobre un tubo de metal encastrado a otro tubo que terminaba en el pico de una aspiradora. La cabeza le resultaba liviana en posición vertical, aunque se bamboleaba un poco y le hacía perder su ya precaria estabilidad. Corrió hasta el baño –más bien, rodó- sobre las ruedas de su pie izquierdo curiosamente transformado en una lustradora de piso, y se miró en el espejo. En vez del rostro y la melena castaña sobre los hombros tenía un balde color celeste, sin mango, claro, para qué, si lo llevaba puesto. En el sitio del vientre había una puerta de vidrio circular en la cual podía colocarse ropa para lavar. Del lado donde debería estar el seno derecho, tenía una libreta con una birome colgada y, del otro, un almanaque con las fechas de cumpleaños, aniversarios y vencimiento de los servicios de agua, luz y teléfono. Nuevamente, intentó llamar a su esposo que aún dormía en la cama matrimonial; pero en vez de su voz, salió el pitido monótono y agudo de una lustradora. De la nuca le habían nacido una serie de cables extensibles multicolores con sus tomas eléctricas –desenchufadas- como un manojo de trenzas rastafaris. Giró un poco por encima del hombro (la bola plástica de la multiprocesadora) para mirarse en el espejo del baño. En la espalda, de un metal opaco muy moderno, colgaban simpáticos percheros. Imaginó que serían útiles para hacer las compras en la feria o cargar la mochila de la escuela de su hijo (la verde con vivos rojos, la de la piscina y la valijita de la merienda). El cambio en su fisonomía era tan abrupto que, en vez de desesperarse, se sentó en el sanitario a pensar –porque el balde le permitía eso, al parecer- qué hacer de ahora en más. Es cierto que en esos días ella se había estado preguntando casi obsesivamente cuál era su verdadera misión en la vida. ¿Ser un ama de casa vocacional a tiempo completo o perseguir la loca pasión que sentía por la escritura? ¿Quedarse encerrada en una vida hecha de pequeños detalles higiénicos o extender las alas de su talento hacia los cielos negros de la creación literaria? Jamás pensó que la respuesta le llegaría de un modo tan brutal. Algún extraño designio se había pronunciado esa noche, uno que le hacía saber de un modo categórico, que su destino era ser madre y esposa devota, preparar almuerzos celestiales y cenas lujuriosas, limpiar la casa hasta dejarla brillante y aireada como la de un sultán. En un gesto típico de ella quiso rascarse la palma derecha con la mano izquierda y casi gritó de alegría cuando vio que allí seguían, en perfecto estado de humanidad, sus cinco dedos de piel blanca y uñas cortas, con el índice mocho de la cicatriz y la alianza de plata en el anular. De lo que ella había sido alguna vez, sólo quedaba esa mano boba, la torpe, la del corazón. Pensó que, en cierta forma, la utilidad de ese miembro era vital para enchufar y poner en marcha sin ayuda externa todos los aparatos que tenía integrados en su nuevo organismo. También -se consoló- podría volver a acariciar a su hijo, saludar de lejos al bus escolar, quitar las malezas del jardín y todo lo que, en fin, puede hacerse con una mano. En eso, su esposo se despertó; pasó de largo junto a ella y siguió hasta la ducha farfullando un buendía enroscado en la lengua. No se había dado cuenta del cambio. A I. no le llamó la atención ni le molestó porque no era la primera vez y porque sabía que los hombres suelen ver solo lo que quieren ver y, el trabajo doméstico, en general, les resulta invisible. Por el solo hecho de que estuviese todo tan claro, I. casi empezó a sentirse a gusto con su destino. Estaba a punto de empezar con las tareas de aquella casa enorme cuando, de pronto, por detrás de la lluvia de la ducha, escuchó el canto de un pájaro en la terraza de su casa. Le pareció un trino diferente, afinado. Rodó sobre el piso de parquet hasta la ventana y allí lo vio, picoteando con fruición los pastitos tiernos de la maceta de los geranios. No era un gorrión ni una gaviota, muy comunes en ese vecindario. Era un canario, un manojito emplumado y nervioso de color amarillo. Por el modo entusiasta y algo tímido de moverse se notaba que el ave gozaba de una libertad repentina, fruto, tal vez, de la puerta mal cerrada de una jaula. Cada tanto, levantaba la cabeza por el borde de la maceta y miraba a los costados como diciendo “aquí estoy, finalmente, quién lo hubiera dicho”. I. se quedó inmóvil en el umbral pensando que al pajarito le asustaría ver a esa especie de armadura viviente con accesorios en la que se había convertido. Pero el ave no se alarmó, al contrario, le dedicó una mirada chiquita y piadosa, y siguió con lo suyo. Entonces algo en ella se desconectó. Inexplicablemente, en vez de seguir el mandato del balde que tenía sobre los hombros, rodó derecho a su escritorio. Cerró la puerta, encendió la computadora y, siempre con la mano izquierda pero con una destreza aumentada por la discapacidad, olvidó toda la mugre y el desorden del mundo y empezó a escribir una historia cualquiera, una que empezaba con un canario amarillo fugado de una jaula.

28.11.07

Onetto-Levrero: 1, Palas Atenea: 0

Ayer me dispuse a hacer el singular ejercicio del taller de escritura y me pasó algo curioso. La consigna -entiendo que es de las de M.Levrero- dice que hay que sentarse en un sillón y relajarse, e imaginar que uno va paseando por un parque y vislumbra una conversación a través de los árboles. Entonces, uno imagina que se acerca y “descubre”, desde un punto de vista privilegiado, lo que allí ocurre. Ese es el disparador sobre el que hay que escribir. Como buena alumna, yo me senté en mi futón verde, me relajé tanto como me lo permitió la cortadora de pasto del vecino, recorrí el lado este del parque Rodó (con la imaginación) y visualicé enseguida a un par de mujeres hablando detrás de unos árboles, poco antes del lago. Me acerqué y quise curiosear sin ser vista. Se trataba de una niña muy flaca y una anciana vestida de negro sentada en un banco bajito de madera frente a una mesa. Efectivamente, las ví muy bien y empecé a escuchar perfectamente la conversación, de hecho... las reconocí. Se trataba de mi abuela a los nueve años y una gitana, una vidente. Lo que pasa, es que esa escena entre las dos, es un reflejo corregido –no sé cómo llamarlo- de una escena del primer capítulo de la novela en la que trabajo (casi nada estos últimos dos meses, hasta ayer, se verá por qué) escrito en julio de este año. Me dije que no, “no quiero ver esto”, esto “ya lo ví y ya lo escribí” y quiero otra imagen para el taller. Lo que hice, entonces, fue desechar mentalmente la escena, retroceder con la imaginación sobre mis pasos y volver a intentarlo en otro sector del parque. Volví a acercarme a unos árboles y, ¿quiénes estaban?: sí, de nuevo la chica y la vieja. Bajé un telón imaginario, ya casi ofuscada, y volví a intentarlo blandiendo la infructuosa espada de Palas Atenea: ni modo. Aunque quería imaginarme otros personajes detrás del árbol (porque me había propuesto escribir otra cosa y no eso) no pude. (Si alguien ha llegado a esta parte del relato y está aburrido o le parece estúpido –cosa que entiendo perfectamente porque lo es para cualquiera menos para mí-, puede cerrar la página porque ahora viene la parte más ridícula y la más difícil de explicar). Digo que la escena era un reflejo y no un recuerdo (un recuerdo de algo que yo misma escribí), porque, aunque, efectivamente, la niña y la anciana eran las mismas de mi novela y la escena era la correcta –por decirlo de algún modo porque ya la conocía-, el diálogo y el contexto y lo que sucedió después entre las dos mujeres, no era el que yo había escrito más o menos en julio de este año, SINO QUE ERA OTRO. Entonces, se me cruzó la loca idea de que lo que yo estaba experimentando no era otra cosa que la visión de la escena que realmente la niña -no mi abuela sino el personaje de mi abuela de nueve años- y la vieja querían que yo escribiera. Será eso posible? Probablemente no en estos términos, pero, quién sabe. Por las dudas, volví a mi puesto de observación, me concentré en esas dos, paré bien las orejas y la escena pasó ante mis ojos muy naturalmente. Sin mi intervención, sin manipulación creativa de ningún tipo (excepto, claro, el estar relajada en el futón). De pronto, desapareció el parque, estábamos en una carpa gitana al borde de un trigal y era de noche. Cuando abrí los ojos, fui a mi mesa de trabajo, tomé mi cuaderno azul y tuve la apremiente sensación de estar anotando algo que no debía olvidar, como un sueño o algo que viví y no la experiencia de estar creando algo, escribiendo una cosa surgida de mi invención. No es que crea que haya ocurrido algo extraordinario o paranormal, nada de eso. Me acordé -después de escribir- lo que nos dijo una vez la maestra Onetto acerca de la invención y la imaginación. Es la primera vez que de verdad lo comprendo. En ese sentido, tengo la certeza de que la primera versión del capítulo, la de julio, está escrita en base a la invención y este otro texto del taller (usufructuado convenientemente para la novela, je je) surgió de la imaginación, fue descubierto y no inventado; como venido de una parte no del todo mía, casi diría, dictado por los propios personajes. Así me sentí, una escriba al servicio de otros, una especie de testigo. A partir del diálogo entre la chica y la vieja y la visión de la escena, escribí de cero otra vez -y de corrido, como una loca-, el capítulo uno de la novela. Me parece que es el que vale, el que va a quedar y no el otro. Todavía no me animé a borrar el que había escrito en julio, pero creo que es lo que debería hacer, si me animo, después de subir este post.

14.9.07

La noche boca arriba

Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos; le llamaban la guerra florida.
A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él -porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones. Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pié y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe. Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en la piernas. "Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado..."; Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio. La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. "Natural", dijo él. "Como que me la ligué encima..." Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerro los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento. Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás. Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían. Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. "Huele a guerra", pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante. -Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto, amigazo. Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última a visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes, como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor, y quedarse. Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trocito de pan, mas precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose. Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. "La calzada", pensó. "Me salí de la calzada." Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él, aferraba el mango del puñal, subió como un escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y al la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada mas allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores. Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás. -Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien. Al lado de la noche de donde volvía la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin acoso, sin... Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco. Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el piso, en un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno. Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el mas fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como el bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero como impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de su vida. Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegados a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque estaba otra vez inmóvil en al cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras. (Julio Cortázar, "Final del Juego") *Ahora se puede ver de dónde he calcado -no deliberadamente pero no quise cambiarlo porque es un homenaje y una paradoja a la vez- el formato del relato Mae, ese acerca del parto.